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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (25 page)

BOOK: Cuestión de fe
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Fontana miró de Brunetti a Vianello y otra vez a Brunetti, después se miró las rodillas.

—Sí —dijo con una voz apenas audible.

—¿Por eso ha venido a vernos,
signor
Fontana? —preguntó Brunetti, pensando que ojalá se le hubiera ocurrido antes hacer esta pregunta.

Sin levantar la mirada, Fontana dijo:

—Sí.

Brunetti ignoraba qué parte de la vida de Fontana, la personal o la profesional, podía haber sido la causa de su muerte, pero no había en su voz ni asomo de esta incertidumbre al decir:

—Bien. Creo que ahí puede estar la causa de su muerte.

Esto bastó para animar a Fontana a desviar la atención de sus rodillas. Miró a Brunetti, que quedó impresionado por la tristeza que vio en sus ojos. Fontana asintió y dijo:

—Eso pienso también yo.

—Así pues, ¿podría hablarnos de él,
signore?
—preguntó Brunetti señalando a Vianello con un movimiento de la cabeza, para incluirlo en la petición.

—Era un hombre bueno —empezó Fontana, y Brunetti se sorprendió al oírle decir las mismas palabras que había utilizado la
signora
Zinka—. Mi tío era un hombre bueno y así educó a Araldo. —Si a Brunetti le llamó la atención que Fontana no mencionara a la madre de su primo, no lo manifestó.

—De niños estábamos muy unidos, después quizá no tanto, pero supongo que es normal. —Lo dijo en tono afirmativo, pero Brunetti lo percibió como una pregunta, y asintió. Fontana aspiró y prosiguió—: Yo me casé y tuve hijos. Y las cosas cambiaron. —Brunetti sonrió al oír esto, pero no miró a Vianello—. Eso hizo que tuviera menos tiempo para Araldo.

—¿Pero seguían viéndose?

—Oh, desde luego. Él era el padrino de mis dos hijos, y se lo tomaba muy en serio. —Fontana calló, volvió la cabeza hacia la ventana y miró el tejado de la Casa di Cura del otro lado del canal.

A Brunetti le parecía que, después de mencionar a sus hijos, Fontana se sentía más seguro de sí. Por lo menos, tenía la voz más firme. No hizo nada por reclamar su atención, pero aprovechó la oportunidad para intercambiar una mirada con Vianello. Ambos se mantuvieron a la expectativa y, al cabo de un rato, Fontana dijo:

—Era homosexual. Araldo.

Brunetti asintió, con lo que daba a entender tanto que le había oído como que la policía ya lo sabía.

Fontana sacó un pañuelo del bolsillo. Se lo pasó por la cara y lo guardó.

—Me lo dijo hace años, tal vez quince, o más.

—¿A usted le sorprendió? —preguntó Brunetti.

—Creo que no —dijo Fontana. Distraídamente, se miró el regazo y pellizcó la raya del pantalón moviendo los dedos arriba y abajo, pero el gesto no supuso diferencia alguna, con la humedad que había en la habitación, y en toda la ciudad—. No; no me sorprendió.

No del todo —matizó—. Hacía años que lo sospechaba. Pero no me importaba.

—¿Y a sus padres, les importaba, cree usted? —preguntó Vianello—. ¿Les sorprendió?

—Cuando me lo dijo, su padre ya había muerto.

—¿Y a su madre? —preguntó el inspector.

—No lo sé —dijo Fontana—. Ella es mucho más lista de lo que aparenta. Quizá lo sabía. O lo sospechaba.

—¿Cree que le habría disgustado?

Fontana se encogió de hombros, fue a hablar, se contuvo y luego dijo con rapidez:

—Mientras nadie lo supiera y él pagara el alquiler, no le habría preocupado.

—No es corriente decir eso de una madre.

—Ella no es una madre corriente —dijo Fontana lanzándole una mirada penetrante.

Después de esto, se hizo un silencio. Por interesante que pudiera ser una conversación acerca de la
¡ignora
Fontana, Brunetti no creía que les fuera de mucha utilidad. Había que volver a la muerte de Fontana, y preguntó:

—¿Le hablaba su primo de su vida privada?

—¿Se refiere al sexo?

—Sí.

Fontana volvió a intentar marcar la raya del pantalón, pero la humedad volvió a ganar.

—Él me dijo… —empezó y carraspeó varias veces—… me dijo una vez que me envidiaba —y calló.

—¿Le envidiaba qué,
signar
Fontana?

—Que yo amara a mi esposa —desvió la mirada después de decirlo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Brunetti.

Nuevamente, Fontana carraspeó, tosió varias veces, y dijo, sin mirarle:

—Porque…, eso me dijo, porque él nunca había hecho el amor con una persona a la que amara de verdad.

25

Brunetti volvió a mover la cabeza afirmativamente, para indicar que esto no era nuevo para él. Con su voz más afable, dijo:

—Eso debía de hacerle la vida muy difícil.

Fontana se encogió de hombros casi imperceptiblemente y dijo:

—En cierto modo. Aunque no del todo.

—Lo siento, pero no comprendo —dijo Brunetti, aunque, pensando en la madre de Fontana, quizá sí comprendía.

—De ese modo, él podía separar sus afectos de su vida sexual. Él me quería a mí, quería a su madre y quería a su amigo Renato, pero nosotros… ¿Cómo le diría…? Nosotros estábamos descartados. —Calló un momento, como para meditar sobre lo que acababa de oírse decir y prosiguió—: Bien, supongo que también Renato estaba descartado. Yo creo que Araldo no soportaba que en su vida hubiera confusión, y de este modo la evitaba. O eso le parecía a él. No sé cómo explicarlo pero para mí tiene sentido. Conociéndolo, quiero decir. Cómo es. Era.

—Hace poco,
signore,
usted ha dicho que cree que ello pudiera tener que ver con su muerte —dijo Brunetti—. ¿Podría ser más explícito?

Fontana juntó las manos en el regazo con afectación y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

—Manteniendo la separación, él se consideraba libre…, no sé si ésta es la palabra…, libre para practicar el sexo anónimo. Cuando éramos jóvenes eso estaba dentro délo normal, imagino. Luego yo, en fin, yo cambié. Pero Araldo, no.

Cuando el silencio empezaba a prolongarse, Brunetti preguntó:

—¿Él se lo dijo así?

Fontana se encogió de hombros y ladeó la cabeza al mismo tiempo.

—Más o menos.

—Perdón —dijo Brunetti—, no sé si le he entendido bien. —Probablemente, le había entendido, pero quería oír la explicación de Fontana.

—Él me decía cosas, contestaba preguntas, hacía insinuaciones —dijo Fontana, que de repente se levantó, pero era sólo para despegar el pantalón de la parte de atrás de los muslos; agitó las piernas para que la tela recuperara la caída y volvió a sentarse—. Yo sé lo que él quería decir, aunque no lo dijera.

—¿Le dijo dónde? —preguntó Brunetti.

—Aquí y allá. En casas particulares.

—¿No en la de él?

Fontana miró a Brunetti con severidad.

—¿Usted ha visto a su madre? —preguntó.

—Desde luego —dijo Brunetti mirando a la mesa y, después, a Fontana.

A modo de disculpa por la brusquedad de su última frase, Fontana dijo:

—Un día en que fui a visitarles, el interfono estaba averiado y tuve que llamar a Araldo por mi
telefonino
para que bajara a abrirme. Cuando cruzábamos el patio, él se paró, agitó los brazos y dijo algo así como que aquello era su nido de amor.

—¿Y usted qué dijo? —intervino Vianello.

Fontana apretó los labios y se los pellizcó con la mano derecha.

—Me sentí incómodo, hice como si no le hubiera oído. —Transcurrió un momento—. No sabía qué decir. De niños éramos uña y carne, pero no comprendí por qué tenía que decirme eso.

—Quizá también él se sintió violento —sugirió Brunetti y añadió, tratando de concretar—: ¿Nunca mencionó a alguien en particular, ni hizo un comentario que le permitiera identificar a alguno de sus… —se interrumpió, buscando la palabra: «amantes» no parecía apropiada, habida cuenta de lo que había dicho Fontana—… compañeros?

Fontana movió la cabeza negativamente.

—No. Nada. Araldo lo habría considerado poco ético. —Se quedó esperando a que ellos preguntaran y, en vista de que no era así, explicó—: Él no tenía inconveniente en hablar de su vida privada, pero nunca dijo nada de nadie: ni nombres, ni siquiera la edad. Nada.

—¿Sólo que tenían que ser personas a las que él no quisiera? —preguntó Vianello con voz triste.

Fontana asintió.

A partir de aquí, la información que dio Fontana fue rutinaria: su primo nunca le presentó a nadie que no fuera un condiscípulo o un compañero de trabajo, ni le habló de nadie con especial afecto, a excepción de Renato Penzo, del que siempre dijo que era un buen amigo. Invariablemente iba de vacaciones con su madre y una vez dijo, bromeando, que eso era más trabajo que ir a trabajar.

Desde hacía varios meses, parecía nervioso y preocupado y, cuando Giorgio lo comentó, su primo le contó que tenía problemas en el trabajo y problemas en casa, pero no dio más explicaciones.

—Muchas de las personas con las que he hablado me han dicho que era un hombre bueno —dijo Brunetti—. También usted ha usado ese término. ¿Podría decirme qué quiere decir con eso?

En la cara de Fontana se pintó un gesto de confusión.

—Todo el mundo sabe lo que eso significa. —Miró a Vianello, buscando confirmación, pero el inspector guardó silencio.

Finalmente, Brunetti se permitió decir:

—Mucha gente no lo tendría por bueno, sabiendo que era homosexual.

—Qué absurdo —espetó Fontana—. Insisto, era un hombre bueno. Desde hace un año, ha estado recogiendo ropa para esa mujer…, esa criada…, ¿cómo se llama?

—¿Zinka? —sugirió Brunetti.

—Sí. Recogía ropa para su familia y la enviaba a Rumania. Y sé que su amigo Penzo está tratando de conseguirle un
permesso de soggiorno.
Y con su madre tenía más paciencia que un santo. Habría hecho cualquier cosa para contentarla. Y era la honradez en persona. —Entonces, algo le vino a la memoria—: Ah, lo había olvidado. Hará unos dos meses me dijo que estaba pensando en mudarse, pero no quería ni imaginar el disgusto que se llevaría su madre.

—¿Le dijo por qué?

Fontana movió la cabeza negativamente.

—Dijo cosas que no entendí. Sobre el trabajo y que no estaba bien que ellos vivieran en ese
palazzo.
Pero no dio más explicaciones.

—¿Cree usted que se hubiera mudado? —preguntó Brunetti.

Fontana apretó los párpados y los labios, al tiempo que alzaba las cejas. Cuando abrió los ojos, su mirada se cruzó con la de Brunetti.

—Si con ello disgustaba a su madre… —y su voz se apagó.

—¿De verdad cree usted que ese apartamento es tan importante para ella? —preguntó Brunetti sin ocultar la sorpresa.

—¿Usted ha hablado con mi tía?

—Sí.

—¿Ha visto sus mejillas sonrosadas y sus ricitos?

—Sí.

Fontana se inclinó hacia adelante con tanta brusquedad que Vianello se hizo a un lado instintivamente.

—Mi tía es una arpía —dijo Fontana con una vehemencia que asombró a Brunetti y dejó a Vianello con la boca abierta—. Si no consigue lo que quiere, otros deben sufrir las consecuencias, y ella quiere ese apartamento. Como no ha querido nada en su vida.

Durante unos momentos, nadie supo qué decir, hasta que Brunetti preguntó:

—¿Y eso habría bastado para impedir a su primo hacer lo que deseaba?

—No lo sé, pero ahora, al pensarlo, creo que ésa podía ser la causa de que estuviera tan nervioso las últimas veces que hablé con él.

—¿Su primo nunca mencionó a una tal jueza Coltellini? —preguntó Brunetti de pronto.

Fontana no pudo disimular la sorpresa.

—Sí. Me hablaba de ella hacía años, es decir, unos dos años. Él la admiraba y ella lo trataba con mucha consideración. Parecía apreciar su trabajo. —Fontana hizo una pausa y añadió—: De vez en cuando, Araldo se prendaba de alguna que otra mujer; especialmente, mujeres del trabajo que tuvieran más poder o más responsabilidad que él.

—¿Y qué pasaba?

—Oh, siempre se cansaba. O se desengañaba, porque hacían algo que a él no le parecía bien y caían del pedestal.

—¿Ocurrió eso con la jueza Coltellini? —Al hacer esta pregunta, Brunetti advirtió cómo había cambiado este hombre desde su entrada en el despacho y cómo había cambiado también su propia actitud y la de Vianello hacia él. Habían desaparecido la mansedumbre y la timidez. En lugar de la inseguridad del principio, Brunetti veía ahora inteligencia y sensibilidad. El nerviosismo de antes podía atribuirse, pues, al temor que el trato con las fuerzas del orden inspira en el ciudadano corriente.

Brunetti sintonizó con la respuesta de Fontana a media frase.

—… hizo que cambiaran las cosas. Cuando dejó de hablarme de ella, y noté el cambio por lo mucho que la ensalzaba antes, le pregunté y me dijo que se había equivocado con ella. Y eso fue todo. No quiso decir más.

—¿Ha visto a su tía desde que él murió?

Fontana movió la cabeza negativamente. Estuvo un rato callado, hasta que dijo:

—Mañana es el entierro. Allí la veré y espero que sea la última vez. Nunca más. —Brunetti y Vianello esperaban—. Ella le destrozó la vida. Él debió irse a vivir con Renato en cuanto tuvo ocasión.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Brunetti, y vio que Fontana tenía los ojos todavía más tristes.

—Ya no importa, ¿verdad? Pudo irse y debió irse, pero no se fue, y ahora ha muerto.

Fontana se levantó, extendió la mano por encima de la mesa y estrechó la de Brunetti y después la de Vianello. No dijo más, fue hacia la puerta y salió del despacho.

26

El silencio se prolongó unos minutos después de que Fontana se fuera; ni Brunetti ni Vianello se decidían a romperlo. Al fin, Brunetti se levantó de detrás de la mesa y se acercó a la ventana, pero no encontró un soplo de aire que aliviara el bochorno del día ni el peso de las palabras de Fontana.

—Mi familia duerme con edredón y nosotros mañana hemos de ir a un entierro —dijo mirando por la ventana.

—Tampoco tengo algo mejor que hacer, estando fuera Nadia y los niños —dijo Vianello melancólicamente—. Pronto podría empezar a hablar solo. O a comer en McDonald's.

—Probablemente, será menos perjudicial que hables solo —se permitió observar Brunetti. Y, en tono más serio—: Yo hablo y tú escuchas, ¿de acuerdo?

Vianello asintió, cruzó los brazos, echó el cuerpo hacia atrás, estiró las piernas y puso un tobillo encima del otro.

Brunetti se volvió de espaldas a la ventana y se apoyó en el antepecho, con las manos en el alféizar.

—De poco sirve el ADN si no se puede comparar. Penzo y Fontana no eran amantes, sea lo que sea lo que eso pueda demostrar. La madre quizá sabía que él era gay, pero, al parecer, lo que más le importaba era conservar el apartamento. Fontana sentía gran admiración por la jueza Coltellini, hasta que, no sabemos por qué, sufrió una decepción. A Fontana le gustaba el sexo anónimo. En el Tribunale se dice que le gustaba el sexo peligroso. Se peleó con sus dos vecinos, no sabemos por qué. Algunos casos presentados ante la jueza Coltellini han sufrido aplazamientos desmesurados. Fontana no quería hablar de ella. Deseaba mudarse, pero probablemente le faltaba el valor.

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