—Y además me ha hablado —agregó, asombrada.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hareton.
—Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos de detenerme un momento para mirarle.
—¿Pues qué le pasaba?
—Estaba muy excitado, jovial, hasta casi risueño… ¡Bueno, esto muy poco!
—Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos —dije yo, tan pasmada como ella. Y como ver al amo alegre no era un espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y tembloroso. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba completamente su semblante.
—¿Le sirvo el desayuno? —pregunté—. Después de andar por ahí toda la noche, debe usted estar hambriento.
Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo directamente.
—No tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza.
Hablaba con indiferencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.
—No creo que haga usted bien en salir —le amonesté— a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!
—Puedo soportar lo que sea —me contestó— y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me molestes.
Pasé y pude apreciar que respiraba muy dificultosamente.
«Sí —pensé—. Se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!».
Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante, y pareció dispuesto a hacerle los honores después de su largo ayuno.
—No tengo enfriamiento ni fiebre, Elena —dijo, refiriéndose a mis palabras de por la mañana— y veras cómo como…
Cogió el tenedor y el cuchillo y cuando iba a probar del plato cambió de actitud como si hubiera perdido el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos anduvo dando vueltas por el jardín. Hareton propuso ir él a preguntarle por qué se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.
—¿Viene? —interrogó Cati a su primo cuando éste regresaba.
—No —repuso Hareton—, pero no está enfadado. Al contrario: me parece muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces, y me mandó que volviese contigo. Parecía muy sorprendido de que a mí no me bastase con tu compañía.
Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió dos horas más tarde. No se había calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa extraña en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como cuando se tiembla de frío o de decaimiento, sino como cuando uno está excitado. Parecía una cuerda de guitarra demasiado tensa.
—¿Ha tenido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? —le pregunté—. Me parece encontrarle muy animado.
—No sé de dónde me van a llegar buenas noticias —respondió—. A lo único que me siento animado es a comer. Y al parecer hoy no se come aquí.
—Tome, tome la comida —repuse—. ¿Por qué no come?
—No la quiero todavía —dijo—. Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por acá. Quiero estar solo.
—¿Le han dado algún motivo para que los destierre? —pregunté—. Vamos, señor Heathcliff, dígame qué le pasa. ¿Dónde estuvo usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Pero…
—Me lo preguntas por una curiosidad estúpida —respondió—, pero a pesar de eso te contestaré. Esta noche he estado a las puertas del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas del paraíso. Sólo tres pies me separan de él. Y ahora márchate. No verás nada que te asuste, si dejas de espiarme.
Barrí el salón y limpié la mesa, y me marché completamente desconcertada.
Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me había llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi acodado en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia afuera, sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire suave y húmedo de la tarde había invadido la habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse incluso el choque de la corriente contra las piedras. Yo dejé escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y comencé a cerrar ventanas, hasta que llegué a aquella en que él estaba apoyado.
—¿La cierro? —pregunté, notando que no se movía.
Mientras le hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro. Y su expresión me causó un terror indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su horrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo. Asustada, solté la vela, y quedamos en tinieblas.
—Ciérrala —dijo él con su voz acostumbrada—. ¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías la vela horizontalmente? Trae otra.
Salí, loca de horror, y dije a José:
—El amo dice que le lleves una luz y le enciendas el fuego.
No osaba volver a entrar. José entró en el salón, llevando una palada de brasas y una bujía, pero salió enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo que éste se iba a acostar y que hasta el día siguiente no comería nada.
Oímos a Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su habitación, sino a aquella donde está la cama con tabiques de madera. Como la ventana de su cuarto es bastante ancha, se me figuró que acaso quería salir por ella sin que lo averiguáramos.
«¿Será un duende o un vampiro?», me pregunté.
Yo había leído cosas acerca de esos demonios encarnados. Pero al recordar que yo misma le había cuidado cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta que llegó a la juventud y cómo había seguido paso a paso casi toda su vida, reconocí que era absurdo dejarme llevar por tales impresiones.
«Sí, pero ¿de dónde procedía aquella criatura que un buen hombre recogió para su propio mal?», repetía dentro de mí la superstición. Y yo, medio dormida ya, me debatía en un laberinto de suposiciones, buscando alguna definición que concretase lo que era Heathcliff. En sueños evoque toda su vida, y al final me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo otra cosa sino que me veía muy preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero, concluyendo todo con poner únicamente «Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido. Y, en verdad, esto sucedió así en la realidad, como verá usted si entra en el cementerio.
Con la aurora, recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver si en el jardín había huellas de pasos, pero no vi nada.
«Se habrá quedado en casa», pensé.
Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero. Optaron por desayunar en el jardín, bajo los árboles, y les llevé allí una mesa.
Cuando entré otra vez en la casa, hallé al amo hablando con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras y precisas instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy deprisa y daba otras muestras de excitación. José salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé una taza de café. La aproximó hacia sí, apoyó los brazos en la mesa y se puso a mirar a la pared de enfrente examinándola de arriba abajo con tal concentración, que hasta suspendió la respiración durante unos segundos.
—Coma —exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan—. Coma y tome el café antes de que se enfríe. Lo tiene usted delante hace una hora…
No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que yo hubiera preferido verle rechinar los dientes antes que sonreír de aquella manera.
—¡Señor Heathcliff! —grité—. Me mira usted como si estuviera contemplando una visión del otro mundo, ¡por amor de Dios!
—Y tú habla más bajo, por amor de Dios también —contestó—. Mira alrededor y dime si estamos solos.
—Desde luego —contesté—, desde luego que sí.
Sin embargo, miré como si lo dudara. Él separó con un manotazo la taza y apoyó los codos sobre la mesa.
Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared, sino como a unas dos yardas de distancia. Viere lo que viere, ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo menos lo parecía, a juzgar por la expresión de su cara. Lo que creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de convencerle de que comiese, pero inútilmente. Cuando, a veces, atendiendo a mis ruegos, tendía la mano hacia un trozo de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y enseguida se olvidaba de ello.
Me senté y procuré distraerle de su obsesión. Al fin se levantó y me dijo que yo le impedía comer en paz. Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció.
Transcurrieron las horas angustiosamente para mí, y otra vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no pude dormirme. El volvió después de las doce, pero se encerró en la habitación de abajo en lugar de irse a su alcoba. Escuché un rato y, al cabo, me vestí, salí de mi alcoba y bajé.
Percibí los pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente. De vez en cuando respiraba hondamente, de un modo tan angustioso, que pareció gemir. También le oí murmurar algunas palabras, entre las cuales distinguí claramente el nombre de Catalina acompañado de alguna otra expresión de amor o de pena. Parecía que hablaba con alguien con palabras que saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en la habitación, pero para distraer su atención empecé a revolver el fuego de la habitación. Él me oyó antes de lo que yo esperaba. Salió y dijo:
—¿Es ya de día, Elena? Trae luz.
—Están dando las cuatro —contesté—. Si necesita bujía para subir, puede encenderla aquí, en la lumbre.
—No subo —respondió—. Prepara fuego y lo necesario en este cuarto.
—Tengo que encender bien las ascuas antes de traerlas —dije, mientras tomaba una silla y empuñaba el fuelle.
Heathcliff paseaba de un lado a otro de la habitación y parecía casi completamente absorto en sí mismo. Los suspiros entrecortaban su respiración.
—Cuando amanezca tengo que mandar a buscar a Green —me dijo—. Quiero hacerle unas consultas sobre cosas legales ahora que todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no poder hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.
—No diga eso, señor Heathcliff —respondí— y déjese de testamentos. Aún le quedará tiempo para arrepentirse de las muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creía posible que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera resistido ni un titán. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y verá que necesita una y otra cosa. Tiene usted chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre. Está muerto de hambre y de sueño…
—No creas que no como ni duermo porque depende de mí. No lo hago adrede. En cuanto pueda, comeré y dormiré. Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que no nade cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella, y ya descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a mis injusticias, como no he cometido ninguna, de ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz y, sin embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serio. La felicidad de mi alma destruye mi cuerpo y, no obstante, no le basta con lo que tiene…
—¡Extraña felicidad es la suya, señor! —comenté—. Si usted quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo que le permitiría sentirse más dichoso.
—¿Qué consejo? Dámelo.
—Ya sabe, señor Heathcliff, que desde los trece años ha vivido usted una vida impía. Seguramente desde entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted haber olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará volverlas a reparar. ¿Qué habría de malo en llamar a un sacerdote para que le recordase las enseñanzas de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que no se arrepienta antes de morir?
—Más que ofenderme, te agradezco que me hables de eso, Elena, porque así me recuerdas que tengo que darte instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las instrucciones que le di. No hace falta que acuda cura alguno ni que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi cielo, y si algún otro hay, no me interesa ni en lo más mínimo!
—¿Y si por obstinarse en no tomar alimento se muriese, y por esa causa no le quisieran enterrar en tierra sagrada? ¿Qué le sucedería?
—No se dará este caso —contestó—, pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí en secreto. Y si no lo haces así, ya te demostraré de un modo palpable que los muertos no se disuelven del todo.
Al oír que se levantaban los demás, se fue a su cuarto y yo respiré, aliviada. Pero, por la tarde, después de que salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me pidió que me sentase a su lado. Necesitaba compañía, al parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación me asustaban, y que ni mi voluntad ni mi estado de nervios me permitían hacerle compañía.
—Ya veo que me tienes por un demonio —dijo, riendo tétricamente—. Me consideras demasiado horrible para vivir en una casa normal. —Y, volviéndose a Cati, que se escondió detrás de mí al acercarse él, añadió medio en broma—: Y tú, ¿no quieres venir conmigo? No, claro. Para ti debó ser peor que el demonio. Pero allí dentro hay alguien que no me rehusará su compañía…
No pidió a nadie más que estuviese con él. Al oscurecer se fue a su cuarto. Toda la noche le oímos quejarse y hablar solo. Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar al señor Kenneth. Cuando éste vino, encontramos que la puerta del amo estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó a paseo, aseguró que se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en paz. Así pues, el médico se marchó.
La noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer. Cuando salí al jardín, a la aurora, vi que la ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por ella a torrentes.