«Si estuviese en la cama —reflexioné— se hubiera calado. Debe haberse levantado o salido. ¡Ea, voy a verlo!».
Busqué otra llave que servía para abrir la puerta de la habitación y entré. Como no vi a nadie en el cuarto, separé los paneles corredizos del lecho de tablas. Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios una vaga sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un modo agudo y feroz. El corazón se me heló; no podía creer que Heathcliff estuviese muerto. Mas su cabeza y su cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando y él no se movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se agitaban de un lado a otro y le habían lastimado una mano que tenía apoyada en el alféizar. Sin embargo, no sangraba. Cuando le toqué no dudé más. Estaba muerto, rígido. Cerré la ventana, separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes, brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada, llamé a José. Éste alborotó y gruñó, y se negó a hacer nada con el cadáver.
—¡El diablo se ha llevado su alma! —gritó—. ¡Y por lo que dependa de mí, también cargará con sus restos! ¡Grandísimo malvado! Está enseñando los dientes a la muerte…
Y quiso imitar su lúgubre sonrisa para mofarse de él. Creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de rodillas y levantando las manos al cielo dio gracias a Dios de que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los derechos que les eran propios.
Quedé abrumada, evocando con tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver llorando con desconsuelo. Apretaba la mano del muerto, besaba su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor real que brota siempre de los pechos nobles aunque sean duros como el acero mejor templado.
El doctor Kenneth se halló muy apurado para diagnosticar las causas de la muerte. No le hablé de que el amo había pasado sin comer los cuatro últimos días, para evitar que ello nos produjera complicaciones. Por mi parte, estoy segura de que aquello fue efecto y no causa de su rara enfermedad.
Se enterró como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los seis hombres que transportaban el ataúd, compusimos todo el cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después de que se bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún. Hareton, lloroso, cubrió la tumba de verde hierba. Creo que ahora su sepulcro está tan florido como los otros dos que se hallan junto a él, y espero que su ocupante descanse en paz. Pero si preguntara usted a los campesinos le contarían que el fantasma de Heathcliff se pasea por los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. Eso son habladurías, diría usted, y yo opino lo mismo. Y, no obstante, ese viejo que ve usted junto al fuego, en la cocina, jura que, desde que murió Heathcliff, les ve a él y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas de su habitación. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de un mes. Había ido a la «Granja» una oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver a las «Cumbres» encontré a un muchacho que conducía una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente, y me figuré que los corderos eran rebeldes y no se dejaban llevar.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Ahí abajo están Heathcliff y una mujer —balbució— y no me atrevo a pasar, porque quieren atraparme.
Yo no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino, y entonces le dije que siguiera otro. Seguramente iba pensando, mientras andaba a campo traviesa, en las tonterías que habría oído contar e imaginaría ver el fantasma. Pero el caso es que ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme sola en esta casa tan sombría. No lo puedo remediar. Así que tendré una gran alegría en que los primos se vayan a la «Granja».
—¿Así que se instalan en la «Granja»?
—En cuanto se casen, y piensan hacerlo el día de año nuevo.
—¿Quién se queda a vivir aquí?
—José, y quizá un mozo para acompañarle. Se arreglarán en la cocina y cerraremos el resto de la casa.
—A disposición de los espectros que quieran habitar en ella, ¿no?
—No, señor Lockwood —contestó Elena moviendo la cabeza—. Yo creo que los muertos reposan en sus tumbas, pero, sin embargo, no se debe hablar de ellos con esa frivolidad.
Rechinó la puerta del jardín. Los paseantes volvían a casa.
Al verlos pararse en la puerta para mirar una vez más la luna —o más exactamente, para mirarse el uno al otro a la luz lunar—, sentí otra vez un irresistible impulso de marcharme. Así que, deslizando un pequeño obsequio en la mano de la señora Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que me marchaba, salí por la cocina mientras los novios abrían la puerta del salón. Esta manera de partir hubiera confirmado las opiniones de José sobre los que suponía escarceos amorosos de su compañera de servicio, a no haberle dado una garantía de mi honorable respetabilidad el sonido de una moneda de oro que arrojé a sus pies.
Al alejarme, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había avanzado en siete meses la progresiva ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá sobresalían pizarras sobre el alero, desgastado por las lluvias del otoño.
A poco, vi las tres lápidas sepulcrales, colocadas en un terraplén, cerca del páramo. La del centro estaba amarillenta y cubierta de matojos, la de Linton tan sólo ornada por el musgo y la hierba que crecían a su pie, y la de Heathcliff completamente desnuda.
Yo me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien pudiera atribuir inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas tumbas.
EMILY BRONTË, nació en Thorton, Yorkshire, en 1818 y murió en Haworth, también en Yorkshire, en 1848. Fue la quinta de seis hermanos. Los hermanos Brontë se criaron en un ambiente puritano, severo y culturalmente fértil, basado sobre todo en la lectura de la Biblia y el ejercicio de la imaginación. Tres hermanas, Charlotte, Anne y Emily, destacaron especialmente como excelentes narradoras y siendo todavía niñas crearon historias y sagas fantásticas en los reinos inventados de Angria y Gondal, dos espacios fundacionales y míticos, a los que Emily regresaría en sus poemas. La madre de las Brontë murió prematuramente de un cáncer de estómago, y Emily y Charlotte, junto a sus hermanas mayores, Maria y Elizabeth, fueron enviadas a un internado para hijos de clérigos en Cowan Bridge, cerca del distrito de los lagos. El colegio le sirvió de modelo a Charlotte para crear el siniestro colegio Lowood de su famosa novela
Jane Eyre
, que junto a
Cumbres Borrascosas
, de Emily, y
La dama de Wildfell
, de Anne, forman la espectacular trilogía familiar.