Uno de los hombres bebió un trago de cerveza; otro vació la jarra para dispersar un hilo de sangre antes de que llegara adonde estaba sentado. Nadie dijo nada. Cuando el manco volvió a colgarse el hacha del cinturón, Hediondo supo que había ganado. Casi volvió a sentirse hombre.
«Lord Ramsay estará contento conmigo.»
Arrió el estandarte del kraken con sus propias manos, con cierta torpeza porque le faltaban algunos dedos, pero agradecido por los que lord Ramsay le había permitido conservar. Los hijos del hierro no estuvieron preparados para partir hasta media tarde. Eran más de los que había imaginado: cuarenta y siete en la Torre de la Puerta y otros dieciocho en la del Borracho. Dos de los últimos estaban tan próximos a la muerte que no se podía hacer nada por ellos, mientras que otros cinco se encontraban tan débiles que eran incapaces de caminar, pero aun así quedaban cincuenta y ocho en condiciones de luchar. Pese a su estado, se habrían llevado por delante al triple de hombres de lord Ramsay si este hubiera optado por asaltar las ruinas.
«Hizo bien en enviarme», se dijo Hediondo mientras volvía a montar a lomos de su caballo para guiar a la harapienta columna por el terreno pantanoso, hacia el campamento de los norteños.
—Dejad aquí las armas —dijo a los prisioneros—. Espadas, arcos, puñales, todo. Dispararán contra cualquiera que vaya armado.
Tardaron tres veces más de lo que le había llevado a Hediondo recorrer a solas el camino. Habían armado unas parihuelas rudimentarias para cuatro hombres que no podían andar, y al quinto lo llevaba su hijo a cuestas. La marcha era lenta, y los hijos del hierro sabían muy bien lo expuestos que estaban, a tiro de arco de los demonios de los pantanos y sus flechas envenenadas.
«Si muero, muero. —Hediondo solo esperaba que el arquero tuviera buena puntería, para que la muerte fuera rápida y limpia—. Una muerte de hombre, no el final que tuvo Ralf Kenning.»
El manco encabezaba la procesión, caminando con un marcado cojeo. Le dijo que se llamaba Adrack Humble y que tenía una esposa de roca y tres esposas de sal en Gran Wyk.
—Tres de mis mujeres tenían una barriga cuando embarqué —fanfarroneó—, y entre los Humble son frecuentes los gemelos. Lo primero que tendré que hacer cuando llegue será contar a mis nuevos hijos. A lo mejor le pongo a uno vuestro nombre, mi señor.
«Sí, llámalo Hediondo —pensó—, y cuando se porte mal puedes cortarle los dedos de los pies y darle ratas para comer.» Giró la cabeza para escupir y se preguntó si, al fin y al cabo, Ralf Kenning no habría tenido más suerte que él.
Cuando apareció entre ellos el campamento de lord Ramsay, una llovizna había empezado a rezumar del cielo de color grafito. El centinela los vio pasar en silencio. En el aire flotaba el humo de las hogueras para cocinar. Una columna de jinetes cabalgó hasta ellos, encabezada por un señor menor que ostentaba una cabeza de caballo en el escudo.
«Un hijo de lord Ryswell. ¿Roger o Richard?» Nunca era capaz de distinguirlos.
—¿No había más? —le preguntó el jinete desde su corcel castaño.
—Los otros estaban muertos, mi señor.
—Pues creía que serían más. Los atacamos tres veces y las tres nos rechazaron.
«Somos hijos del hierro —pensó con una repentina oleada de orgullo, y durante un instante volvió a ser un príncipe, el hijo de Balon, con la sangre del Pyke. Pero hasta pensar era peligroso. Tenía que recordar su nombre—. Hediondo, me llamo Hediondo, rima con redondo.»
Ya estaban ante el campamento cuando los ladridos de una jauría delataron la proximidad de lord Ramsay. Mataputas iba con él, así como un puñado de sus favoritos: Desollador, Alyn el Amargo, Damon Bailaparamí y los dos Walder, el Pequeño y el Mayor. Las perras correteaban en torno a ellos y lanzaban gruñidos y dentelladas a los desconocidos.
«Las chicas del Bastardo», pensó Hediondo antes de recordar que nadie debía usar nunca, nunca, nunca, aquella palabra en presencia de Ramsay.
Hediondo bajó del caballo e hincó una rodilla en tierra.
—Mi señor, Foso Cailin es vuestro. Aquí tenéis a sus últimos defensores.
—Qué pocos. Creía que serían más. ¡Y qué enemigos más testarudos! —Los ojos claros de lord Ramsay brillaron—. Debéis de estar muertos de hambre. Encárgate de ellos, Alyn. Que les sirvan vino, cerveza y todo lo que puedan comer. Desollador, lleva a sus heridos a los maestres.
—A la orden, mi señor.
Unos cuantos hijos del hierro mascullaron palabras de gratitud antes de dirigirse dando tumbos a las hogueras donde se preparaba la cena, en el centro del campamento. Un Codd trató incluso de besar el anillo de lord Ramsay, pero lo hicieron retroceder antes de que consiguiera acercarse, y Alison le arrancó un trozo de oreja. Pese a la sangre que le corría por el cuello, el hombre siguió haciendo reverencias e inclinaciones y alabando la generosidad de su señoría.
Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ramsay Bolton dirigió su sonrisa a Hediondo. Lo agarró por la nunca, atrajo su rostro hacia sí y le besó la mejilla.
—Mi viejo amigo Hediondo —le susurró—. ¿De verdad te han tomado por su príncipe? Estos hijos del hierro son imbéciles. Sus dioses deben de estar muertos de risa.
—Lo único que quieren es volver a casa, mi señor.
—¿Y qué quieres tú, mi buen Hediondo? —murmuró Ramsay con la dulzura de un amante. Su aliento olía a clavo y vino especiado—. Tan valeroso servicio merece una recompensa. No puedo devolverte los dedos, pero seguro que quieres algo de mí. ¿Quieres que te libere?
¿Quieres dejar de servirme? ¿Quieres irte con ellos, volver a tus islas desoladas de ese mar frío y gris, para volver a ser un príncipe? ¿O prefieres quedarte y ser mi leal sirviente?
Un cuchillo de hielo le recorrió la espalda.
«Ten cuidado —se dijo—. Ten mucho, mucho cuidado. —No le gustaba nada la sonrisa de su señoría, la manera en que le brillaban los ojos, la gota de saliva que le corría a un lado de la boca. Ya había visto aquellas señales—. No eres ningún príncipe. Eres Hediondo, solo Hediondo, que rima con lirondo. Dile lo que quiere oír.»
—Mi lugar está aquí, mi señor, con vos. Soy vuestro Hediondo. Lo único que quiero es serviros. Todo lo que os pido… Un pellejo de vino sería recompensa más que suficiente. Vino tinto, el más fuerte que haya, todo el vino que un hombre pueda beber.
—Tú no eres un hombre, Hediondo. —Lord Ramsay se echó a reír—. Solo eres mi criatura. Pero tendrás ese vino. Encárgate, Walder. Y no temas, no te devolveré a las mazmorras; tienes mi palabra de Bolton. Te convertiremos en perro, ¿qué te parece? Comerás carne todos los días, y te dejaré bastantes dientes para comerla. Puedes dormir con mis chicas. ¿Tienes un collar que le valga, Ben?
—Lo encargaré, mi señor —respondió el viejo Ben Huesos.
El anciano hizo bastante más: aquella noche, además del collar, Hediondo recibió una manta harapienta y medio pollo. Tuvo que disputárselo con las perras, pero fue la mejor comida que había tomado desde Invernalia.
Y el vino… El vino era oscuro y ácido, pero fuerte. Entre los animales, acuclillado, Hediondo bebió hasta que le dio vueltas la cabeza, vomitó, se limpió la boca y siguió bebiendo. Luego se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Cuando despertó, una perra estaba lamiéndole el vómito de la barba mientras las nubes negras cruzaban ante la hoz que formaba la luna. En el campamento se oían gritos. Apartó al animal a empujones, dio media vuelta y siguió durmiendo.
A la mañana siguiente, lord Ramsay envió tres jinetes cenagal abajo para llevar a su señor padre la noticia de que el camino estaba despejado. El hombre desollado de la casa Bolton ondeaba en la Torre de la Puerta, donde Hediondo había arriado el kraken dorado del Pyke. A lo largo del camino de tablones habían clavado estacas de madera en el terreno pantanoso, y en ellas se pudrían los cadáveres rojos, goteantes.
«Sesenta y tres —supo al instante—. Son sesenta y tres.» A uno le faltaba un brazo. Otro tenía un pergamino entre los dientes, con el lacre aún íntegro.
Tres días después, la vanguardia del ejército de Roose Bolton se abrió camino entre las ruinas, dejando atrás a los macabros centinelas. Cuatrocientos Frey a caballo, todos vestidos de azul y gris, con lanzas que centelleaban cuando el sol lograba colarse entre las nubes. En cabeza iban dos hijos mayores de lord Walder. Uno era muy fornido, con mandíbula prominente y brazos musculosos. El otro estaba calvo; tenía unos ojillos voraces muy juntos sobre la nariz afilada y una perilla castaña que no conseguía ocultar su falta de mentón.
«Hosteen y Aenys.» Los recordaba de los tiempos anteriores a saber su nombre. Hosteen era un toro: aunque costaba enfadarlo, luego era imparable, y se decía que no había luchador más fiero en la estirpe de lord Walder. Aenys era mayor, más cruel, más astuto…, un comandante, no un espadachín. Ambos eran soldados curtidos.
Los norteños seguían de cerca a la vanguardia, con los maltratados estandartes ondeando al viento. Hediondo los vio pasar. La mayoría iba a pie, y eran muy pocos. Recordó el gran ejército que había marchado hacia el sur tras el Joven Lobo, bajo el huargo de Invernalia. Veinte mil espadas y lanzas fueron a la guerra con Robb, pero solo regresaban dos de cada diez, y eran en su mayoría hombres de Fuerte Terror.
En el centro de la columna, justo donde más soldados había, cabalgaba un hombre con armadura gris oscuro sobre una túnica acolchada de cuero del color de la sangre. Las róndelas tenían forma de cabeza humana, con la boca abierta en un grito de dolor. De los hombros le caía ondulante una capa de lana rosa con gotas de sangre bordadas, y el yelmo cerrado que lucía iba rematado por largos gallardetes de seda roja, «Roose Bolton no está dispuesto a dejarse matar por la flecha envenenada de un lacustre», pensó Hediondo al verlo. Tras él traqueteaba un carromato cerrado, tirado por seis caballos y defendido en vanguardia y retaguardia por ballesteros. Sus ocupantes iban ocultos a las miradas indiscretas por pesados cortinajes de terciopelo azul.
Un poco más atrás iba el convoy de provisiones: lentos carros cargados de alimentos y del botín adquirido durante la guerra, y carretas donde viajaban los heridos y los tullidos. Cerraban la marcha más hombres de los Frey, quizá más de mil: arqueros, lanceros, campesinos armados con guadañas y palos puntiagudos, jinetes libres, arqueros a caballo y otro centenar de caballeros.
Hediondo, de nuevo vestido de harapos y con collar de perro, siguió a lord Ramsay junto con las perras cuando su señoría se adelantó para recibir a su padre. Pero el jinete de la armadura gris se quitó el yelmo, y el rostro que apareció no era el que esperaba ver Hediondo. La sonrisa de Ramsey se le heló en los labios, y un ramalazo de rabia le cruzó el rostro.
—¿Qué burla es esta?
—Simple precaución —susurró Roose Bolton mientras salía de entre las cortinas del carromato.
El señor de Fuerte Terror no se parecía gran cosa a su hijo bastardo. Iba bien afeitado y tenía un rostro de piel tersa, corriente, nada atractivo pero algo llamativo. Había luchado en muchas batallas, pero no lucía cicatrices, y aunque pasaba de los cuarenta, tampoco tenía arrugas ni apenas líneas que delataran el paso del tiempo. Tenía los labios tan finos que cuando los apretaba desaparecían por completo. Tenía un aire calmado, atemporal: en la cara de Roose Bolton, la ira y la alegría venían a ser lo mismo. Lo único que tenía en común con Ramsay eran los ojos.
«Esos ojos son de hielo. —Hediondo se preguntó si Roose Bolton lloraría alguna vez—. Y si llora, ¿correrán lágrimas frías por sus mejillas? —Hacía una eternidad, un muchacho llamado Theon Greyjoy se había mofado de Bolton cuando estaban en el consejo de Robb Stark, imitando su voz suave y haciendo chanzas sobre sanguijuelas—. Seguro que se puso furioso. Con este hombre no se bromea.» Solo había que mirar a Bolton para saber que tenía más crueldad en el dedo meñique que todos los Frey juntos.
—Padre…
Lord Ramsay hincó una rodilla en tierra ante él. Lord Roose lo miró fijamente durante un momento.
—Puedes levantarte.
Se volvió para ayudar a salir a las dos jóvenes que viajaban con él en el carromato. La primera era bajita y muy gorda, con el rostro redondo y triple papada temblorosa bajo la capucha de marta cibelina.
—Mi nueva esposa —anunció Roose Bolton—. Lady Walda, mi hijo natural. Saluda a tu madrastra, Ramsay. —Él la besó—. Y doy por hecho que recuerdas a lady Arya, tu prometida.
La muchachita era delgada y más alta de lo que recordaba, pero eso era normal.
«Los niños crecen deprisa a esta edad. —Llevaba un vestido de lana gris con ribete de raso blanco, y sobre él, una capa de armiño que se sujetaba con un broche de plata con forma de cabeza de lobo. El cabello castaño oscuro le caía hasta media espalda, y sus ojos…—. Esa no es la hija de lord Eddard.»
Arya tenía los ojos de su padre, los ojos grises de los Stark. A aquella edad, una joven podía crecer unos dedos, dejarse el pelo más largo o adquirir más busto, pero el color de ojos no podía cambiar.
«Esa es la amiga de Sansa —se dijo Hediondo—, la hija del mayordomo. Jeyne, se llamaba Jeyne, Jeyne Poole.»
—Lord Ramsay. —La niña hizo una marcada reverencia. Eso tampoco encajaba. «La verdadera Arya Stark le habría escupido a la cara»—. Espero ser una buena esposa para vos y daros hijos fuertes que se os parezcan.
—Así será —le aseguró Ramsay—. Y muy pronto.
La vela había dejado de arder, ahogada en un charco de cera, pero la luz de la mañana ya brillaba entre los postigos. Jon había vuelto a quedarse dormido mientras trabajaba. La mesa estaba llena de pilas enormes de libros que él mismo había llevado allí, después de pasarse la mitad de la noche rebuscando en sótanos polvorientos a la luz del farol. Sam tenía razón: era imperativo hacer una lista de todos aquellos libros, clasificarlos y ordenarlos, pero no era un trabajo que pudiesen realizar los mayordomos iletrados. Habría que esperar a que volviese Sam.
«Si es que vuelve. —Jon temía por Sam y el maestre Aemon. Cotter Pyke había escrito desde Guardiaoriente para informar de que la
Cuervo de Tormenta
había presenciado el naufragio de una galera en la costa de Skagos. La tripulación de la
Cuervo de Tormenta
no había alcanzado a distinguir si el barco destruido era la
Pájaro Negro,
un navío mercenario de Stannis Baratheon, o un mercante de paso—. Quería salvar a Eli y al bebé. ¿Me habré equivocado y los he enviado a la tumba?»