—Se hizo un solemne juramento a los Stark de Invernalia, sí —dijo el maestre, jugueteando con la cadena que llevaba el cuello—. Pero Invernalia ha caído y la casa de Stark se ha extinguido.
—¡Porque estos los han matado a todos!
—¿Me permitís, lord Wyman? —intervino otro Frey.
—Rhaegar. —Wyman Manderly asintió—. Siempre nos complace escuchar vuestros nobles consejos.
Rhaegar Frey se inclinó para reconocer el cumplido. Era un hombre de alrededor de treinta años, de hombros y barriga redondeados, pero su atuendo era lujoso: jubón de suave lana gris con bordados de hilo de plata, y capa también de hilo de plata con ribete de piel de marta, que se cerraba en torno al cuello con un broche que representaba las torres gemelas.
—La lealtad es una virtud, lady Wylla —dijo a la muchacha de la trenza verde—. Espero que seáis igual de leal a Walder el Pequeño cuando os unáis a él en matrimonio. En cuanto a los Stark, se ha extinguido la línea masculina de la casa. Todos los hijos de lord Eddard han muerto, pero sus hijas viven, y la pequeña vuelve al norte en estos momentos para casarse con el valiente Ramsay Bolton.
—Ramsay Nieve —replicó Wylla Manderly.
—Como queráis. Sea cual sea el nombre por el que decidáis llamarlo, pronto estará casado con Arya Stark. Si sois fiel a vuestra promesa le juraréis lealtad a él, ya que será vuestro señor de Invernalia.
—¡Nunca será mi señor! Obligó a lady Hornwood a casarse con él, y luego la encerró en una mazmorra y la obligó a comerse sus propios dedos.
Los murmullos de asentimiento recorrieron la sala de justicia del Tritón.
—A la doncella no le falta razón —declaró un hombre corpulento vestido de blanco y violeta, que se sujetaba la capa con un broche con forma de dos llaves cruzadas—. Roose Bolton es cruel y taimado, sí, pero se puede tratar con él. Todos hemos conocido a gente peor. En cambio, su bastardo… Se dice que su crueldad raya en la locura, que es un monstruo.
—¿«Se dice»? —Rhaegar Frey lucía una barba sedosa y una sonrisa cínica—. Sí, claro, es lo que dicen sus enemigos…, pero aquí, el monstruo era el Joven Lobo, más bestia que hombre, hinchado de orgullo y sed de sangre. Y su palabra no valía nada, tal como tuvo la desgracia de descubrir mi señor abuelo. —Extendió las manos—. Entiendo que Puerto Blanco le prestara apoyo; mi señor abuelo cometió el mismo error espantoso. Puerto Blanco y Los Gemelos lucharon hombro con hombro con el Joven Lobo en todas sus batallas, bajo sus estandartes. Robb Stark nos traicionó a todos; abandonó al norte, lo dejó a la cruel merced de los hombres del hierro para labrarse un reino más hermoso a lo largo del Tridente, y luego abandonó a los señores del río, que lo habían arriesgado todo por él; rompió el pacto de matrimonio que había firmado con mi abuelo para casarse con la primera mujer que se encontró en el oeste. ¿Un joven lobo? Un perro vil, eso es lo que era, y como tal merecía morir.
La sala del Tritón había quedado en un silencio absoluto. Davos notaba la gelidez en el aire. Lord Wyman miraba fijamente a Rhaegar como si fuera una cucaracha a la que tuviera ganas de pisar, pero de repente movió la cabeza en un asentimiento brusco que le hizo temblar la papada.
—Como un perro, sí. Solo nos trajo dolor y muerte. Un perro vil. Proseguid.
—Dolor y muerte —repitió Rhaegar Frey—, y este Caballero de la Cebolla os trae más de lo mismo con toda su palabrería sobre la venganza. Abrid los ojos, como los abrió mi señor abuelo. La guerra de los Cinco Reyes toca a su fin. Tommen es nuestro rey, nuestro único rey. Tenemos que ayudarlo a restañar las heridas de esta lamentable contienda. Como hijo legítimo de Robert, como heredero del venado y del león, el Trono de Hierro le corresponde por derecho.
—Sabias y ciertas palabras —dijo lord Wyman Manderly.
—¡No son sabias ni ciertas! —Wylla Manderly golpeó el suelo con el pie.
—Condenada chiquilla, ¿quieres callarte? —amonestó lady Leona—. Las niñas deben ser un placer para los ojos, no un tormento para los oídos.
Agarró a la chica por la trenza y se la llevó a rastras, sin conseguir que dejara de gritar.
«Adiós a la única amiga que tenía en este lugar», pensó Davos.
—Wylla siempre ha sido una niña muy testaruda —dijo su hermana a modo de disculpa—. Mucho me temo que también será una esposa muy testaruda.
—No me cabe duda de que el matrimonio la ablandará. —Rhaegar se encogió de hombros—. Basta con una mano firme y unas palabras sosegadas.
—Si no, siempre quedan las hermanas silenciosas. —Lord Wyman se acomodó en el asiento—. En cuanto a vos, Caballero de la Cebolla, ya estoy harto de oír hablar de traición. Me pedís que ponga en peligro mi ciudad por un falso rey y un falso dios. Queréis que sacrifique al único hijo que me queda para que Stannis Baratheon pueda plantar ese culo flaco en un trono al que no tiene derecho. No estoy dispuesto a hacer tal cosa ni por vos, ni por vuestro señor, ni por nadie. —El señor de Puerto Blanco se puso en pie laboriosamente. El esfuerzo le congestionó el cuello—. Seguís siendo un contrabandista; habéis venido a robar mi oro y mi sangre, ¡queréis llevaros la cabeza de mi hijo! Creo que seré yo quien se lleve la vuestra. ¡Guardias! ¡Apresad a este hombre!
Davos se encontró rodeado de tridentes plateados antes de que le diera tiempo siquiera a pensar en hacer nada.
—Soy un emisario, mi señor.
—¿De verdad? Os habéis colado en mi ciudad como un contrabandista. Yo diría que no tenéis nada de señor, de caballero ni de emisario; que solo sois un ladrón y un espía, un mercachifle de mentiras y traiciones. Debería arrancaros la lengua con unas tenazas al rojo y entregaros a Fuerte Terror para que os desollaran vivo. Pero la Madre es misericordiosa, y yo también. —Hizo un gesto a ser Marión para que se acercara— Primo, llévate a este individuo a la Guarida del Lobo y córtale la cabeza y las manos. Quiero verlas antes de cenar. No podré probar bocado hasta haber visto la cabeza de este contrabandista en una pica, con una cebolla entre sus dientes mentirosos.
Le dieron un caballo, un estandarte, un jubón de lana suave y una cálida capa de piel, y lo dejaron en libertad. Por una vez, no apestaba.
—Vuelve con el castillo —le había dicho Damon Bailaparamí, mientras ayudaba al tembloroso Hediondo a montar en la silla—, o trata de huir y ya veremos hasta dónde llegas antes de que te atrapemos. A él le encantaría. —Sonrió antes de dar un fustazo en la grupa al viejo caballo para que se pusiera en marcha.
Hediondo no se atrevió a volver la vista por miedo a que Damon, Polla Amarilla, Gruñón y los demás fueran tras él, a que todo fuera otra broma de lord Ramsay, una prueba cruel para ver qué hacía si le daban un caballo y lo dejaban libre.
«¿Creen que voy a intentar escapar?»
El animal que le habían dado era un jamelgo medio famélico de patas torcidas. Sabía que a sus lomos le resultaría imposible dejar atrás a las excelentes monturas que llevarían lord Ramsay y sus cazadores. Y no había cosa en el mundo que Ramsay disfrutara más que lanzar a sus chicas a aullar tras el rastro de una presa.
Además, ¿adónde podía huir? A su espalda quedaban los campamentos, donde estaban los hombres de Fuerte Terror y también los que los Ryswell habían llevado de los Riachuelos, separados solo por las huestes de Fuerte Túmulo. Al sur de Foso Cailin, otro ejército se acercaba a través del cenagal, un ejército de hombres de los Bolton y los Frey que marchaba bajo los estandartes de Fuerte Terror. Al este del camino se extendía una playa desierta, junto al frío mar salado, y al oeste estaban los pantanos y ciénagas del Cuello, infestados de serpientes, lagartos león y demonios del pantano con sus flechas envenenadas.
No pensaba escapar. No podía.
«Le entregaré el castillo. Le entregaré el castillo. Tengo que entregarle el castillo.»
Era un día nublado, húmedo y gris. El viento que soplaba del sur era húmedo como un beso. Las ruinas de Foso Cailin se divisaban a lo lejos entre jirones de bruma matutina. Su caballo se encaminó hacia ellas al paso, chapoteando con los cascos en el lodo gris verdoso que cubría el suelo.
«Ya había pasado por este camino.» Era un pensamiento peligroso, y al momento se arrepintió.
—No —dijo—. No, fue otro hombre, fue antes de que supiera cómo te llamabas.
Se llamaba Hediondo; tenía que recordarlo.
«Hediondo, Hediondo, rima con lirondo.»
Cuando aquel otro hombre había recorrido aquel camino, lo seguía un gran ejército del norte que iba a la guerra bajo los estandartes grises y blancos de la casa Stark. En cambio, Hediondo cabalgaba a solas, con una bandera de paz atada a un asta de pino. El otro hombre cabalgó por allí a lomos de un corcel rápido y brioso; Hediondo iba en un caballo reventado, todo piel, huesos y costillas, y lo guiaba despacio por miedo a caerse. El otro hombre era buen jinete, mientras que Hediondo se sentía inseguro a caballo. ¡Había pasado tanto tiempo…! No tenía nada de jinete; ni siquiera de hombre. Era la criatura de lord Ramsay, menos que un perro, un gusano con forma humana.
—Te harás pasar por príncipe —le había dicho lord Ramsay la noche anterior mientras Hediondo se remojaba en una bañera de agua casi hirviendo—, pero sabemos que no es verdad. Eres Hediondo; siempre serás Hediondo, por bien que huelas. Puede que te engañe la nariz, así que recuerda tu nombre. Recuerda quién eres.
—Hediondo —respondió—. Soy vuestro Hediondo.
—Tú haz esto por mí y serás mi perro; te echaré carne todos los días —le prometió lord Ramsay—. Sentirás la tentación de traicionarme, de huir, de luchar, de unirte a nuestros enemigos… No, no, calla. No quiero que lo niegues. Como me mientas, te corto la lengua. Un hombre, en tu lugar, se volvería contra mí, pero los dos sabemos qué eres, ¿no? Traicióname si quieres, no importa… Pero antes cuéntate los dedos y acuérdate del precio.
Hediondo recordaba el precio.
«Siete —pensó—, siete dedos. Se pueden hacer muchas cosas con siete dedos. El siete es hasta sagrado.» Recordó cuánto había sufrido cuando lord Ramsay ordenó a Desollador que le despellejara el anular.
El aire era denso y húmedo, y había charcos por doquier. Hediondo fue sorteándolos con suma cautela para seguir los restos del camino de troncos y tablones que había tendido la vanguardia de Robb Stark por el suelo blando para acelerar la marcha del ejército. Allí donde se había levantado una imponente muralla quedaban solo sillares dispersos, bloques de basalto negro tan grandes que habían hecho falta cien hombres para colocarlos. Algunos se habían hundido tanto en el lodo que solo se atisbaba una punta, mientras que otros estaban esparcidos aquí y allá, como los juguetes abandonados de un dios, agrietados, rotos y cubiertos de líquenes. Las lluvias de la noche anterior habían dejado las rocas húmedas y brillantes, y el sol de la mañana hacía que parecieran cubiertas por una fina película de aceite negro.
Más allá se alzaban las torres.
La Torre del Borracho estaba tan inclinada que parecía a punto de derrumbarse, tal como había estado durante cinco siglos. La Torre de los Hijos se erguía hacia el cielo recta como una lanza, pero su cúspide derruida quedaba abierta al viento y a la lluvia. La Torre de la Entrada, de estructura achaparrada, era la mayor de las tres y estaba cubierta de musgo resbaladizo; un arbolillo retorcido crecía ladeado entre las piedras de la cara norte, y al este y al oeste aún quedaban en pie algunos trozos de muro.
«Los Karstark se quedaron con la Torre del Borracho y los Umber con la Torre de los Hijos —recordó—. Robb eligió para sí la Torre de la Entrada.»
Si cerraba los ojos, todavía podía ver los estandartes que ondeaban valerosos al viento del norte.
«Ya no queda ninguno; todos han caído.» El viento que le azotaba las mejillas venía del sur, y los únicos estandartes que ondeaban sobre los restos de Foso Cailin mostraban un kraken de oro sobre campo de sable.
Lo vigilaban; sentía los ojos clavados en él. Cuando levantó la vista divisó los rostros blancos que oteaban entre las almenas de la Torre de la Puerta y entre los ladrillos rotos que coronaban la Torre de los Hijos, donde, según la leyenda, los hijos del bosque habían invocado el martillo de las aguas para dividir en dos las tierras de Poniente.
La única vía seca para cruzar el Cuello era el cenagal, y las torres de Foso Cailin taponaban el extremo norte como el corcho de una botella. El camino era angosto, y las ruinas estaban situadas de tal forma que cualquier enemigo que llegara del sur tuviera que pasar bajo ellas y entre ellas. Para asaltar cualquiera de las tres torres, el atacante tendría que mostrar la espalda y dejarla expuesta a las flechas de las otras dos, mientras trepaba por muros de piedra húmeda festoneadas de gallardetes de resbaladiza piel blanca de fantasma. El terreno cenagoso de más allá del camino era infranqueable, un laberinto de arenas movedizas y extensiones de hierba que podían parecer tierra firme pero se tornaban en agua en cuanto se pisaban, todo ello infestado de serpientes mortíferas, flores venenosas y monstruosos lagartos león con dientes como puñales. Igual de peligrosos eran sus habitantes, a los que rara vez se veía pero que siempre estaban al acecho: los moradores de los pantanos, los comerranas y los embarrados. Utilizaban nombres como Fenn, Reed, Peat, Boggs, Cray, Quagg, Greengood o Blackmyre. Los hijos del hierro los llamaban «demonios de los pantanos».
Hediondo pasó junto a los restos putrefactos de un caballo que tenía una flecha en el cuello. Una larga serpiente blanca estaba metiéndosele por la cuenca del ojo. Detrás del caballo vio al jinete, o lo que quedaba de él. Los cuervos le habían devorado la carne de la cara, y un perro salvaje había horadado la cota de malla para llegar a sus entrañas. Un poco más allá, otro cadáver se había hundido tanto en el lodo que solo asomaban la cabeza y los dedos.
A medida que se acercaba a las torres, los cadáveres abundaban más y más a ambos lados. Los botones de sangre, unas flores de color claro con pétalos gruesos y húmedos como los labios de una mujer, crecían en las heridas abiertas.
«La guarnición no me reconocerá.» Tal vez algunos se acordaran del joven que había sido antes de aprenderse su nombre, pero no conocerían de nada a Hediondo. Hacía mucho que no se miraba al espejo, pero sabía que debía de estar muy envejecido. El pelo se le había puesto blanco. Buena parte se le había caído, y el que le quedaba estaba reseco y quebradizo como la paja. Las mazmorras lo habían dejado más débil que una vieja y tan flaco que una ráfaga de viento lo derribaría.