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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (91 page)

BOOK: Danza de dragones
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Ser Mosteen Frey se puso en pie.

—Deberíamos ir a su encuentro. ¿Por qué vamos a darles ocasión de aunar fuerzas?

«Porque Arnolf Karstark solo espera la señal de lord Bolton para cambiar de capa», pensó Theon mientras los demás señores gritaban consejos a la vez. Lord Bolton alzó las manos para demandar silencio.

—Mis señores, este lugar no es apropiado para discusiones de esta índole. Vayamos a una estancia más privada mientras mi hijo consuma el matrimonio. Los demás, quedaos aquí y disfrutad de la comida y la bebida.

El señor de Fuerte Terror salió, seguido por los tres maestres, y otros señores y capitanes se levantaron para ir tras él. Hother Umber, el anciano flaco al que llamaban Mataputas, tenía el ceño fruncido y gesto hosco. Lord Manderly estaba tan borracho que hicieron falta cuatro hombres fuertes para ayudarlo a salir.

—Tendría que haber una canción sobre el Cocinero Rata —iba mascullando cuando pasó tambaleante junto a Theon, apoyado en sus caballeros—. Bardo, cántanos una canción sobre el Cocinero Rata.

Lady Dustin fue la última en levantarse. Cuando salió la dama, la estancia se hizo repentinamente sofocante, y Theon se dio cuenta, al tratar de ponerse en pie, de que había bebido mucho. Se apartó de la mesa y tropezó con una criada, haciéndola derramar una frasca. El vino le salpicó las botas y los calzones como una oscura marea roja. Una mano lo agarró por el hombro, y cinco dedos duros como el hierro se le hincaron en la carne.

—Se requiere tu presencia, Hediondo —dijo ser Alyn, con el aliento maloliente por culpa de los dientes cariados. Polla Amarilla y Damon Bailaparamí estaban con él —Dice Ramsay que le tienes que llevar a la novia a la cama.

«He hecho lo que me correspondía —pensó con un escalofrío de terror—. ¿Por qué yo?» Pero no era tan idiota como para poner objeciones.

Lord Ramsay ya había salido de la estancia. Su esposa, abandonada y aparentemente olvidada, seguía encogida y silenciosa bajo el estandarte de la casa Stark, con una copa de plata que agarraba con las dos manos. A juzgar por la mirada que le dirigió cuando se acercó a ella, había vaciado aquella copa más de una vez. Quizá creyera que, si bebía lo suficiente, lo que tenía por delante se le haría más llevadero. Theon sabía que no tendría tanta suerte.

—Venid, lady Arya —dijo—. Es hora de que cumpláis vuestro deber.

Theon escoltó a la niña a través de la puerta trasera de la estancia, y cruzaron el gélido patio en dirección al Gran Torreón acompañados por seis hombres de los Bribones del Bastardo. Había tres tramos de peldaños que llevaban al dormitorio de lord Ramsay, una de las habitaciones que menos habían sufrido los efectos del incendio. Mientras subían, Damon Bailaparamí no paró de silbar, mientras que Desollador alardeaba de que lord Ramsay le había prometido un trozo de la sábana ensangrentada como muestra de aprecio.

El dormitorio estaba preparado para la consumación. Todo el mobiliario era nuevo, llegado de Fuerte Túmulo en la caravana del equipaje. La cama con dosel tenía un colchón de plumas y cortinas de terciopelo rojo sangre. El suelo de piedra estaba cubierto de pieles de lobo. En la chimenea ardía un fuego, y en la mesilla de noche, una vela. En el aparador había una frasca de vino, dos copas y medio queso azul.

También había un sillón de roble negro tallado con asiento de cuero rojo. En él estaba sentado lord Ramsay cuando entraron. La salivilla le brillaba en los labios.

—Aquí llega mi preciosa doncella. Bien hecho, chicos, ya podéis marcharos. Tú no, Hediondo, tú te quedas.

«Hediondo, Hediondo, has tocado fondo. —Sintió calambres en los dedos que había perdido, dos en la mano izquierda y uno en la derecha. Apoyado en su cadera reposaba el puñal, dormido en su vaina de cuero, sí, pero pesado, tan, tan pesado…—. En la mano derecha solo me falta el pulgar —se recordó—. Aún puedo empuñar un cuchillo.»

—¿En qué puedo servir a mi señor?

—Tú eres quien me ha entregado a la moza, así que te corresponde abrir el regalo. Vamos a echarle un vistazo a la hijita de Ned Stark.

«No es familia de lord Eddard —estuvo a punto de decir Theon—. Ramsay lo sabe, tiene que saberlo. ¿A qué juego cruel está jugando ahora?» La niña estaba de pie junto a la cama, temblando como un cervatillo.

—Lady Arya, tenéis que daros la vuelta; voy a desataros la lazada de la túnica.

—No. —Lord Ramsay se sirvió una copa de vino—. Con las lazadas se tarda mucho. Corta la tela.

Theon desenvainó el puñal.

«Ahora solo tengo que girar y clavárselo. Tengo el cuchillo en la mano. —Pero ya conocía bien el juego—. Es otra trampa —se dijo, recordando a Kyra con las llaves—. Quiere que intente matarlo, y cuando fracase me desollará la mano con la que esgrimí el puñal.» Agarró las faldas de la novia.

—No os mováis, mi señora.

La túnica quedaba suelta bajo la cintura, así que no le costó introducir la hoja y cortar hacia arriba con cuidado de no herirla. El acero susurró a través de la lana y la seda. La niña no paraba de temblar. Theon tuvo que sujetarla del brazo para que no se moviera.

«Jeyne, pequeña, ya no estarás risueña.» Apretó tanto como le permitió la mano izquierda tullida.

—No os mováis.

Por fin, la túnica cayó al suelo, a sus pies.

—La ropa interior también —ordenó Ramsay. Y Hediondo obedeció.

Cuando terminó, la novia estaba desnuda con la ropa nupcial a los pies, convertida en un montón de trapos blancos y grises. Tenía los pechos pequeños y puntiagudos; las caderas, estrechas e infantiles; las piernas, flacas como las de un pajarillo.

«Es una niña. —Theon se había olvidado de lo joven que era—. Tiene la edad de Sansa; Arya sería aún menor.» Pese al fuego de la chimenea, Jeyne tenía la piel de gallina. Hizo ademán de levantar las manos para cubrirse los pechos, pero los labios de Theon formaron un «No» silencioso, y se detuvo en seco.

—¿Qué te parece, Hediondo? —le preguntó lord Ramsay.

—Es… —«¿Qué respuesta quiere? ¿Cómo ha dicho la chica antes de ir al bosque de dioses? “Todos me decían que era agraciada.” Ya no lo era; una telaraña de líneas finas, recuerdo de un látigo, le cubría la espalda—. Es muy… muy bella, muy bella.

Ramsay le dedicó su sonrisa húmeda.

—¿Te pone la polla dura, Hediondo? ¿Se te ha puesto gorda dentro de los calzones? ¿Quieres follártela tú primero? —Soltó una carcajada—. Es un derecho que debería corresponder al príncipe de Invernalia, igual que correspondía en los viejos tiempos a todos los señores. La noche de bodas. Pero claro, no eres ningún señor. Solo eres Hediondo. A decir verdad, ni siquiera eres un hombre. —Bebió otro trago de vino y estrelló la copa contra la pared. Ríos rojos empezaron a correr piedra abajo—. Meteos en la cama, lady Arya. Eso, contra las almohadas. Buena esposa. Abrid las piernas; quiero veros el coño.

La chica obedeció, muda. Theon retrocedió un paso hacia la puerta. Lord Ramsay se sentó junto a su desposada, le pasó la mano por la cara interna del muslo y le metió dos dedos. La niña dejó escapar un gemido de dolor.

—Está más seca que un hueso viejo. —Retiró la mano y la abofeteó—. Me dijeron que sabrías complacer a un hombre. ¿Es mentira o qué?

—N-no, mi señor. Me entrenaron.

Ramsay se levantó. Las llamas de la chimenea se le reflejaban en el rostro.

—Ven aquí, Hediondo. Prepáramela.

—Yo… —De entrada no entendió a qué se refería—. ¿Queréis decir…? Mi señor, no… no tengo…

—Con la boca —replicó lord Ramsay—. Y date prisa. Si cuando termine de desnudarme no está húmeda, te corto la lengua y la clavo a la pared.

En el bosque de dioses graznó un cuervo. Aún tenía el puñal en la mano.

Lo envainó.

«Hediondo, Hediondo, eres débil en el fondo.» Se agachó para cumplir su cometido.

El Observador

—Vamos a ver esta cabeza —ordenó el príncipe.

Areo Hotah pasó la mano por el mango liso de su hacha, su esposa de hierro y fresno, sin dejar de observar. Observó a ser Balon Swann, el caballero blanco, y a los que habían llegado con él. Observó a las Serpientes de Arena, cada una sentada a una mesa distinta. Observó a las damas, a los señores, a los criados, al viejo senescal ciego y al joven maestre Myles, con aquella barba sedosa y aquella sonrisa servil. Semioculto por las sombras, los observó a todos.

«Servir. Proteger. Obedecer.» Esa era su misión.

Los demás solo tenían ojos para el cofre. Era de ébano, con cierres y bisagras de plata. Sin duda era una caja bonita, pero muchos de los reunidos allí, en el Palacio Antiguo de Lanza del Sol, podrían morir muy pronto; dependía de lo que hubiera en aquel cofre.

El maestre Caleotte cruzó la estancia en dirección a ser Balon Swann, arrastrando las zapatillas. El hombrecillo regordete tenía un aspecto excelente con su túnica nueva de franjas de diversos tonos pardos y finas rayas rojas. Hizo una reverencia, tomó el cofre de las manos del caballero blanco y lo llevó al estrado, donde aguardaba Doran Martell en su sillón rodante, entre su hija Arianne y Ellaria, la amante de su difunto hermano. Un centenar de velas perfumaba el ambiente. Las piedras preciosas refulgían en los dedos de los señores, y en los cinturones y las redecillas de las damas. Areo Hotah había sacado brillo a las lamas de cobre de su armadura, de manera que eran como espejos que también reflejaban la luz de las velas.

La estancia había quedado en silencio.

«Dorne contiene el aliento.» El maestre Caleotte puso la caja en el suelo, junto al sillón del príncipe Doran. Los dedos del maestre, por lo general siempre seguros y diestros, se movieron con torpeza al abrir el cierre, levantar la tapa y dejar a la vista la calavera que reposaba en el interior. Hotah oyó un carraspeo. Uno de los gemelos Fowler le susurró algo al otro. Ellaria Arena había cerrado los ojos y murmuraba una oración.

El capitán de los guardias observó que ser Balon Swann estaba tenso como un arco. El nuevo caballero blanco no era tan alto y apuesto como el anterior, pero tenía el pecho más ancho, más corpulento, y los brazos, más musculosos. Llevaba la capa nívea cerrada en la garganta con un broche de plata con dos cisnes, uno de marfil y otro de ónice, y a Areo Hotah le dio la impresión de que las aves estaban luchando. Su dueño también parecía un luchador.

«Este no será tan fácil de matar como el otro. No cargará contra mi hacha, como hizo ser Arys. Se refugiará tras su escudo y me obligará a ir a por él.» Si llegaba el caso, Hotah estaría preparado. Tenía el hacha tan afilada que habría podido afeitarse con ella.

Se permitió lanzar una breve mirada al cofre. La calavera sonriente reposaba sobre fieltro negro. Todas las calaveras sonreían, pero aquella parecía especialmente feliz.

«Y más grande.» El capitán de la guardia no había visto nunca una calavera mayor. La sobreceja era gruesa y marcada, y la mandíbula, enorme. El hueso brillaba a la luz de las velas, tan blanco como la capa de ser Balon.

—Ponedla en el pedestal —ordenó el príncipe. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

El pedestal era una Columna de mármol negro cinco palmos más alta que el maestre Caleotte, regordete y menudo. Tuvo que ponerse de puntillas, pero ni aun así llegaba. Areo Hotah estaba a punto de acercarse a ayudarlo cuando Obara Arena se le adelantó. La joven tenía un aura viril y airada incluso sin el látigo y el escudo. En vez de vestido llevaba unos calzones de hombre y una túnica que le llegaba por media pierna, ceñida a la cintura con una cadena de soles de cobre, y se había recogido en un moño la cabellera castaña. Arrebató la calavera de las manos suaves y rosadas del maestre y la colocó en la columna de mármol.

—La Montaña ya no cabalga —dijo el príncipe con voz lúgubre.

—¿Tuvo una agonía larga y dolorosa, ser Balon? —preguntó Tyene Arena con el tono que habría usado otra doncella para preguntar si su vestido era bonito.

—Gritó y gritó durante días, mi señora —respondió el caballero blanco, aunque era obvio que no le agradaba dar aquella contestación—. Se oía en toda la Fortaleza Roja.

—¿Y eso os molesta? —inquirió lady Nym. Lucía un vestido de seda amarilla tan delicado y traslúcido que la luz de las velas dejaba ver el oro y las joyas que llevaba debajo. Su atuendo era atrevido hasta tal punto que el caballero blanco se sentía incómodo solo con mirarla, pero a Hotah le parecía bien: Nymeria era menos peligrosa cuando estaba casi desnuda; de lo contrario, seguro que llevaba encima una docena de puñales—. Todo el mundo coincide en que ser Gregor era un salvaje sanguinario. Si alguien merecía sufrir, era él.

—Tal vez tengáis razón, mi señora —replicó Balon Swann—, pero ser Gregor era también un caballero, y un caballero debería morir con la espada en la mano. El veneno es un arma sucia y traidora.

Lady Tyene sonrió al oírlo. Su vestido era verde y crema, con mangas largas de encaje, tan discreto e inocente que cualquiera pensaría que no había doncella más casta. Areo Hotah no se dejaba engañar. Sus manos blancas y suaves eran tan mortíferas como las manos encallecidas de Obara, o quizá más. La observó con atención, atento al menor movimiento de sus dedos.

—Es cierto, ser Balon, pero lady Nym tiene razón. —El príncipe Doran lo miró con el ceño fruncido—. Si ha habido un hombre que mereciera morir entre horribles sufrimientos, ese fue Gregor Clegane. Asesinó a mi pobre hermana y estampó la cabeza de su bebé contra la pared. Rezo por que esté ardiendo en algún infierno, y por que Elia y sus hijos hayan encontrado la paz. Esta es la justicia que tanto anhelaba Dorne; me alegro de haber vivido lo suficiente para saborearla. Por fin, los Lannister han demostrado que es cierto que pagan sus deudas, y han pagado esta antigua deuda de sangre.

El príncipe delegó en Ricasso, su senescal ciego, la tarea de proponer el brindis.

—Señoras y señores, bebamos a la salud de Tommen, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.

Los criados ya habían empezado a moverse entre los invitados y llenaron las copas mientras hablaba el senescal. Era vino fuerte de Dorne, oscuro como la sangre y dulce como la venganza. El capitán no bebió; nunca bebía en los banquetes. Tampoco lo probó el príncipe; bebió de otro vino que le preparaba el maestre Myles, generosamente aderezado con leche de la amapola para aliviar el dolor de sus articulaciones hinchadas.

El caballero blanco bebió y se mostró debidamente cortés, al igual que sus acompañantes. Lo mismo hicieron la princesa Arianne, lady Jordayne, el señor de Bondadivina, el Caballero de Limonar, la señora de Colina Fantasma y hasta Ellaria Arena, la querida amante del príncipe Oberyn, que estaba con él en Desembarco del Rey cuando murió. Hotah se fijó más en los que no bebían: ser Daemon Arena, lord Tremond Gargalen, los gemelos Fowler, Dagos Manwoody, los Uller de Sotoinferno, los Wyl de Sendahueso…

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