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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (86 page)

BOOK: Danza de dragones
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«El escudo que defiende los reinos de los hombres.» Fantasma le restregó el hocico por el hombro, y Jon lo rodeó con un brazo. Percibía el olor del jubón sucio de Caballo, la esencia dulce con que Seda se acicalaba la barba, el intenso hedor del miedo, el abrumador almizcle del gigante. Oía el latido de su propio corazón. Cuando recorrió el claro con la mirada y vio a la mujer y a su hijo, a los dos ancianos y al pies de cuerno lesionado, solo vio personas.

—Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir.

Jon Nieve fue el primero en ponerse en pie.

—Alzaos como hombres de la Guardia de la Noche. —Le dio la mano a Caballo para ayudarlo a levantarse.

Empezaba a soplar viento; era hora de irse.

El regreso fue mucho más largo que el viaje al bosque. Aunque el gigante tenía las piernas largas y musculosas, avanzaba a un ritmo muy lento y se paraba continuamente para golpear las ramas bajas de los árboles con el mazo y sacudirles la nieve. La mujer iba a caballo con Rory; su hijo, con Tom Barleycom, y los ancianos, con Caballo y Seda. Al thenita, sin embargo, le daban miedo los caballos y prefirió ir cojeando a pesar de las heridas. El pies de cuerno no podía montar en la silla y tuvieron que atarlo al lomo del caballo, como un saco de grano, al igual que a la vieja flaca y pálida, a la que habían sido incapaces de despertar.

Hicieron lo mismo con los dos cadáveres, para desconcierto de Férreo Emmett.

—Solo nos entorpecerán, mi señor —dijo a Jon—. Deberíamos despedazarlos y quemarlos.

—No —dijo Jon—. Tráelos; tengo planes para ellos.

No había luna que los guiase de vuelta a casa, y solo de vez en cuando se divisaban estrellas. El mundo era negro, blanco y tranquilo. Era una caminata larga, lenta, eterna. La nieve se les pegaba en las botas y los calzones, y el viento sacudía los pinos y hacía ondear y revolotear las capas. En el cielo, Jon atisbo al Vagabundo Rojo, que los observaba entre las ramas desnudas de los grandes árboles bajo los que caminaban. El pueblo libre lo llamaba el Ladrón. Ygritte siempre le había dicho que el momento más propicio para secuestrar a una mujer era cuando el Ladrón estaba en la Doncella Luna. No había mencionado cuál era el momento propicio para secuestrar a un gigante.

«O dos cadáveres.»

Casi había amanecido cuando volvieron a ver el Muro.

El cuerno de un centinela les dio la bienvenida cuando se aproximaban. El sonido llegó del cielo, como el canto de un pájaro enorme: un solo toque largo, que significaba que volvían los exploradores. Gran Liddle descolgó su cuerno para responder. Ya en la puerta, tuvieron que esperar un buen rato antes de que Edd el Penas apareciera para correr los cerrojos y quitar las barras de hierro. Cuando vio a la harapienta banda de salvajes, frunció los labios y miró detenidamente al gigante.

—Puede que haga falta mantequilla para que eso pase por el túnel, mi señor. ¿Envío a alguien a las despensas?

—No, creo que cabrá. Sin la mantequilla.

Y pasó… arrastrándose a cuatro patas.

«Sí que es grande este muchacho. Al menos mide cinco varas. Es más grande que Mag el Poderoso. —Mag había muerto bajo aquel mismo hielo, atrapado en un abrazo mortal con Donal Noye—. Un buen hombre.» Jon llevó a Pieles a un lado.

—Hazte cargo de él, tú que hablas su lengua. Ocúpate de que coma y búscale un lugar caliente junto al fuego. Quédate con él y vigila que nadie lo provoque.

—De acuerdo —Pieles vaciló un instante—. Mi señor.

Jon envió a los salvajes que quedaban vivos a que les curasen las heridas y lesiones causadas por el frío. Esperaba que casi todos se recuperasen con un poco de comida caliente y ropa más abrigada, aunque era muy probable que el pies de cuerno no volviera a caminar. Mandó los cadáveres a las celdas de hielo.

Mientras colgaba la capa del clavo de la puerta se percató de que Clydas había llegado y había vuelto a marcharse; le había dejado una carta en la mesa. Al primer vistazo supuso que sería de Guardiaoriente o Torre Sombría, pero el lacre era dorado, no negro. El sello mostraba una cabeza de venado y un corazón en llamas.

«Stannis. —Jon rompió el lacre, desplegó el pergamino y leyó—. La mano de un maestre, pero las palabras del rey.»

Stannis había tomado Bosquespeso, y los clanes de las montañas se habían aliado con él. Flint, Norrey, Wull, todos.

Tuvimos una ayuda inesperada pero muy oportuna: la de una hija de isla del Oso. Alysane Mormont, a quien sus hombres llaman la Osa, escondió luchadores en una flota de chalupas pesqueras y cogió desprevenidos a los hombres del hierro cuando abandonaban la costa. Hemos quemado y capturado los barcoluengos de los Greyjoy, y sus tripulantes se han rendido o han muerto a nuestras manos. Pediremos rescate por los capitanes, los caballeros, los guerreros importantes y otros hombres de alcurnia; a los demás los colgaré…

Los hombres de la Guardia de la Noche juraban no tomar partido en las luchas y conflictos del reino, pero Jon Nieve no pudo evitar sentir cierta satisfacción. Siguió leyendo:

…más y más norteños se unen a nuestra causa a medida que se conoce nuestra victoria. Pescadores, jinetes libres, hombres de las colinas, granjeros de lo más profundo del bosque de los Lobos, aldeanos que huyeron de los hombres del hierro por la costa rocosa, supervivientes de la batalla de las puertas de Invernalia, hombres antes leales a los Hornwood, a los Cerwyn y a los Tallhart… Mientras escribo estas líneas somos cinco mil, y nuestro número crece día a día. Nos han llegado rumores de que Roose Bolton se dirige a Invernalia con todos sus ejércitos para casar a su bastardo con tu hermana.

No podemos permitir que restablezca la antigua fuerza del castillo, por lo que vamos a su encuentro. Arnolf Karstark y Mors Umber se unirán a nosotros. Si puedo, salvaré a tu hermana y le encontraré un partido mucho mejor que Ramsay Nieve. Tus hermanos y tú debéis proteger el Muro hasta mi regreso.

Estaba firmada con una letra distinta:

Escrito a la luz del Señor, firmado y sellado por Stannis de la casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.

En cuanto dejó el pergamino en la mesa, volvió a enrollarse como si deseara proteger sus secretos. No sabía muy bien qué sentimientos le despertaba lo que acababa de leer. Se habían librado muchas batallas en Invernalia, pero ninguna sin un Stark en un bando u otro.

—El castillo es un cascarón vacío —dijo—. No es Invernalia: es el fantasma de Invernalia. —Dolía pensarlo, y más aún decirlo. Aun así…

Se preguntó cuántos hombres podía llevar al combate el viejo Carroña y cuántas espadas podría convocar Arnolf Karstark. Al otro lado del campo de batalla estaría la mitad de los Umber con Mataputas, bajo el estandarte del hombre desollado de Fuerte Terror, y casi todos los guerreros de ambas casas habían marchado al sur con Robb para no volver. Aun en ruinas, Invernalia conferiría una ventaja muy considerable a cualquiera que la tomase. Robert Baratheon se habría dado cuenta enseguida y se habría valido de sus famosas marchas forzadas y cabalgadas nocturnas para hacerse con el castillo cuanto antes. ¿Su hermano sería igual de audaz?

«Supongo que no. —Stannis era un comandante reflexivo, y su ejército era una ensalada a medio digerir compuesta de hombres de los clanes, caballeros sureños, hombres del rey y hombres de la reina, sazonada con unos cuantos señores del norte—. O llega enseguida a Invernalia, o mejor que no vaya.» No era quién para asesorar al rey, pero…

Volvió a leer la carta. «Si puedo, salvaré a tu hermana.» Un sorprendente gesto de humanidad por parte de Stannis, aunque mutilado por el implacable
Si puedo
y el
le encontraré un partido mucho mejor que Ramsay Nieve.
Pero ¿y si Arya no estaba allí? ¿Y si era cierto lo que había dicho Melisandre? ¿Su hermana habría escapado de sus captores?

«¿Cómo? Arya siempre ha sido rápida y astuta, pero solo es una niña, y Roose Bolton no es de los que desdeñarían un trofeo de semejante valor.»

¿Y si Bolton no había llegado a tener a Arya en su poder? La boda podía ser una simple artimaña para tender una trampa a Stannis. Por lo que Jon sabía, Eddard Stark no tenía motivos para quejarse del señor de Fuerte Terror, pero tampoco había confiado nunca en él, con aquella forma de hablar en susurros y aquellos ojos tan, tan claros.

«Una muchacha vestida de gris a lomos de un caballo moribundo, huyendo de un matrimonio concertado.» La fuerza de aquellas palabras le había hecho enviar al norte a Mance Rayder y a seis mujeres de las lanzas.

—Que sean jóvenes y bonitas —había dicho Mance. El rey que había escapado del fuego mencionó unos cuantos nombres; Edd el Penas se encargó del resto y las sacó a hurtadillas de Villa Topo. En perspectiva, todo aquello le parecía una locura. Habría hecho mejor en acabar con Mance cuando se dio a conocer. Profesaba cierta admiración reticente hacia el Rey-más-allá-del-Muro, pero no dejaba de ser un desertor y un cambiacapas. En Melisandre confiaba aún menos, pero allí estaba, depositando en ellos todas sus esperanzas.

«Lo que sea con tal de rescatar a mi hermana. Aunque los hombres de la Guardia de la Noche no tienen hermanas.»

De niño, en Invernalia, Jon idolatraba al Joven Dragón, el niño rey que había conquistado Dorne a los catorce años. A pesar de nacer bastardo, o quizá precisamente por eso, Jon Nieve siempre había soñado con conducir a los hombres a la gloria, tal como había hecho el rey Daeron, y con hacerse conquistador cuando creciera. Ya era un hombre, y el Muro era suyo, pero ni siquiera se sentía capaz de conquistar lo único que tenía: dudas.

Daenerys

El hedor del campamento era tan espantoso que Dany tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no vomitar. Ser Barristan arrugó la nariz.

—Vuestra alteza no debería estar aquí, respirando estos humores tan negros.

—Soy de la sangre del dragón —le recordó Dany—. ¿Habéis visto alguna vez a un dragón con colerina?

Viserys aseguraba con frecuencia que a los Targaryen no los afectaban las enfermedades de los hombres comunes, y por lo que ella sabía, era verdad. Recordaba haber tenido frío, hambre y miedo, pero no ninguna dolencia.

—Aun así, estaría más tranquilo si vuestra alteza volviera a la ciudad. —Habían dejado atrás la muralla multicolor de Meereen—. La colerina sangrienta ha sido el veneno de los ejércitos desde la Era del Amanecer. Nosotros distribuiremos las provisiones, alteza.

—Mañana. Ahora estoy aquí. Quiero ver. —Picó espuelas a su plata. Los demás trotaron tras ella. Jhogo cabalgaba justo delante, y Aggo y Rakharo, un poco detrás, con largos látigos dothrakis para mantener a raya a los enfermos y moribundos. Ser Barristan iba a su derecha, a lomos de un pinto gris. A su izquierda cabalgaban Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres, y Marselen, de los Hombres de la Madre. Sesenta soldados seguían a sus capitanes para proteger los carromatos de provisiones: todos iban a caballo; eran dothrakis, bestias de bronce y libertos, y lo único que tenían en común era la aversión que les causaba aquella misión.

Los astaporis los seguían tambaleantes, en una espantosa procesión que crecía a cada paso. Algunos hablaban en idiomas que Dany no entendía; otros no podían ni hablar. Muchos levantaban las manos hacia ella o se arrodillaban al paso de su plata. «Madre», llamaban en los dialectos de Astapor, Lys y la Antigua Volantis, en gutural dothraki o con las sílabas fluidas de Qarth, o hasta en la lengua común de Poniente. «Madre, por favor…», «Madre, ayuda a mi hermana, está enferma…», «Dame comida para mis pequeños…», «Por favor, mi anciano padre…», «Ayúdalo…», «Ayúdala…», «Ayúdame…».

«No tengo más ayuda para vosotros», pensó Dany, desesperada. Los astaporis no tenían adonde ir. Miles de ellos seguían junto a la sólida muralla de Meereen: hombres, mujeres, niños, ancianos, chiquillas y recién nacidos. Muchos estaban enfermos; en su mayoría, famélicos, y todos, condenados a morir. Daenerys no se atrevía a abrirles las puertas. Había hecho por ellos cuanto podía. Les había enviado sanadores, gracias azules, recitadores de hechizos y cirujanos barberos, pero algunos habían caído enfermos también, y sus artes no sirvieron para aminorar el progreso galopante de la enfermedad que había llegado a lomos de la yegua clara. Separar a los sanos de los enfermos también había resultado inútil. Sus escudos fornidos lo habían intentado, y apartaron por la fuerza a los maridos de sus esposas y a los hijos de sus padres, aunque los astaporis llorasen, pataleasen y les tirasen piedras. A los pocos días, los enfermos estaban muertos, y los sanos, enfermos.

Hasta alimentarlos se hacía cada vez más difícil. Cada día les hacía llegar lo que podía, pero cada día eran más y tenía menos comida para ellos. También costaba cada vez más encontrar hombres que llevaran las provisiones: demasiados de sus enviados habían contraído la colerina. A otros los habían atacado en el camino de vuelta a la ciudad. El día anterior habían volcado una carreta y habían matado a dos de sus soldados, de modo que la reina decidió entregar los alimentos en persona. Todos y cada uno de sus consejeros, desde Reznak hasta el Cabeza Afeitada, pasando por ser Barristan, trataron de disuadirla con argumentos fervorosos, pero Daenerys se mostró inamovible.

—No les daré la espalda —dijo con testarudez—. Una reina tiene que conocer el sufrimiento de su pueblo.

Sufrimiento era lo único que no le faltaba.

—Casi no les quedan caballos ni mulas, aunque muchos vinieron cabalgando desde Astapor —le informó Marselen—. Se los han comido todos, alteza, así como a las ratas y perros asilvestrados que han podido cazar. Algunos han empezado ya a comerse a sus muertos.

—El hombre no debe comer carne de hombre —dijo Aggo.

—Lo sabe todo el mundo —corroboró Rakharo—. Quedarán malditos.

—Ya están más allá de las maldiciones —señaló Symon Espalda Lacerada.

Niños de vientre hinchado los seguían, demasiado débiles o asustados para mendigar. Hombres esqueléticos de ojos hundidos se acuclillaban en la arena, entre las rocas, para soltar la vida por las tripas en hediondos chorros rojos y marrones. Muchos cagaban donde dormían, ya demasiado débiles para arrastrarse hasta las zanjas que Dany les había ordenado cavar. Dos mujeres se peleaban por un hueso chamuscado. Cerca, un chiquillo de unos diez años se comía una rata con una mano, mientras con la otra esgrimía un palo afilado por si alguien se atrevía a intentar arrebatarle su botín. Había cadáveres sin sepultar por doquier. Dany vio a un hombre tendido en la arena bajo un sudario negro, pero cuando su montura pasó junto a él, el sudario se disolvió en un millar de moscas. Había mujeres flacas sentadas en el suelo, con bebés moribundos en brazos. Sus ojos la seguían, y las que tenían fuerzas la llamaban.

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