Había seis jinetes más: una mezcla de jóvenes y viejos, grandes y pequeños, curtidos y novatos.
«Seis hombres que prestarán juramento.» Caballo había nacido y crecido en Villa Topo; Arron y Emrick procedían de Isla Bella; Seda, de los burdeles de Antigua, al otro extremo de Poniente. Todos ellos eran bastante jóvenes. Pieles y Jax eran mayores: los dos pasaban de los cuarenta, eran del bosque Encantado y tenían nietos. Formaban parte de los sesenta y tres salvajes que habían seguido al Muro a Jon Nieve el día en que les hizo tal oferta y, de momento, los únicos que habían decidido vestir el negro. Férreo Emmet afirmaba que estaban preparados, o tan preparados como podían llegar a estar. Jon, Bowen Marsh y Emmet los habían evaluado y les habían asignado órdenes: Pieles, Jax y Emrick a los exploradores; Caballo, a los constructores, y Arron y Seda, a los mayordomos. Había llegado el momento de que pronunciaran sus votos.
Férreo Emmet iba a la vanguardia de la columna, montado en el caballo más feo que Jon hubiera visto jamás, una bestia greñuda que era todo pelo y pezuñas.
—Se rumorea que anoche hubo problemas en la Torre de las Rameras —dijo el maestro de armas.
—La Torre de Hardin. —De los sesenta y tres salvajes que habían regresado con él de Villa Topo, diecinueve eran mujeres. Jon las había alojado en la torre abandonada en la que dormía él cuando era un recién llegado al Muro. Doce eran mujeres de las lanzas, más que capaces de defenderse, a sí mismas y a las más jóvenes, de las excesivas atenciones de los hermanos negros. Fueron algunos de los hombres rechazados los que dieron a la Torre de Hardin su nuevo nombre. Jon no pensaba tolerar aquella burla.
—Tres idiotas borrachos confundieron la Torre de Hardin con un burdel, eso es todo. Ahora están en celdas de hielo, recapacitando sobre su error.
—Los hombres son hombres, los votos son palabras, y las palabras se las lleva el viento. Deberíais poner guardias para vigilar a las mujeres —dijo Férreo Emmet con una mueca de disgusto.
—¿Y quién vigila a los guardias?
«No sabes nada, Jon Nieve.» Pero había aprendido; Ygritte había sido su maestra. Si no podía respetar sus propios votos, ¿cómo iba a esperar más de sus hermanos? Sin embargo, jugar con las mujeres salvajes era un peligro. «Un hombre puede poseer una mujer o puede poseer un cuchillo, pero nunca ambos a la vez», le había dicho Ygritte en cierta ocasión. Bowen Marsh no se equivocaba del todo: la Torre de Hardin era como yesca a la espera de una chispa.
—Tengo intención de abrir tres castillos más —siguió Jon—: Lago Hondo, Fortaleza de Azabache y Túmulo Largo. Los guarneceré con gente del pueblo libre, que estará a las órdenes de nuestros oficiales. En Túmulo Largo solo habrá mujeres, salvo por el comandante y el mayordomo jefe. —Sabía que era probable que hubiera algún lío, pero al menos las distancias eran suficientes para ponerlo difícil.
—¿Y a qué pobre idiota otorgaréis tan selecto cargo?
—Ahora mismo cabalgo a su lado.
La expresión que cruzó el rostro de Férreo Emmet, una mezcla de terror y placer, no tuvo precio.
—¿Qué he hecho para que me odiéis tanto, mi señor?
—No temas, no estarás solo. Te acompañará Edd el Penas como ayudante y mayordomo —dijo Jon con una risotada.
—Las mujeres de las lanzas van a estar contentísimas. Haríais bien en entregar un castillo al magnar.
La sonrisa de Jon murió en sus labios.
—Se lo entregaría si pudiera confiar en él. Mucho me temo que Sigom me culpa por la muerte de su padre y, lo que es peor, lo instruyeron para dar órdenes, no para acatarlas. No confundas a los thenitas con el pueblo libre: al parecer, en la antigua lengua,
magnar
significa «señor», pero Styr era casi un dios para su pueblo y su hijo está cortado por el mismo patrón. No necesito que se arrodillen, pero sí que obedezcan.
—Sí, mi señor, pero deberíais hacer algo en relación con el magnar. Si pasáis por alto a los thenitas, tendréis problemas.
«Los problemas vienen con el cargo de lord comandante», podría haber contestado Jon. De hecho, su visita a Villa Topo le estaba dando unos cuantos, y el de las mujeres era el menor. Halleck estaba resultando ser tan agresivo como había temido, y había hermanos negros que llevaban el odio al pueblo libre grabado en los huesos. Un seguidor de Halleck ya le había cortado la oreja a un constructor en el patio, y lo más probable era que aquello fuera solo el principio del derramamiento de sangre. Tenía que abrir pronto los fuertes para enviar al hermano de Harma a guarnecer Lago Hondo o Fortaleza de Azabache, pero por el momento, ninguno de los dos castillos estaba habitable, y Othell Yarwyck y sus constructores aún trabajaban en la restauración del Fuerte de la Noche. Había días en los que Jon Nieve se preguntaba si no habría cometido un grave error al evitar que Stannis se llevara a los salvajes para que los masacraran.
«No sé nada, Ygritte —pensó—, y quizá no lo sepa nunca.»
Cuando se aproximaban al bosque, los largos rayos rojizos del sol de otoño caían en diagonal entre las ramas de los árboles sin hojas y teñían de rosa los ventisqueros. Los jinetes cruzaron un arroyo congelado, flanqueado por dos piedras dentadas y vestidas con armadura de hielo, y continuaron por un sendero tortuoso hacia el nordeste. Cada vez que soplaba el viento, levantaba nubes de nieve que se les metía en los ojos. Jon se subió la bufanda hasta la nariz y se caló la capucha.
—No queda mucho —dijo a sus hombres. Nadie contestó.
Jon olió a Tom Barleycom antes de verlo. ¿O lo había olido Fantasma? Últimamente le parecía que el huargo y él eran uno, incluso en la vigilia. Primero apareció el gran lobo blanco, que se sacudía la nieve, y al poco llegó Tom.
—Salvajes —dijo en voz baja—. En el bosque.
—¿Cuántos? —preguntó Jon mientras hacía un ademán para detener a los jinetes.
—He contado hasta nueve. No hay vigías. Puede que algunos estén muertos, o dormidos. Casi todos parecen mujeres. Hay un niño, pero también hay al menos un gigante. Han encendido una hoguera, y el humo sube entre los árboles. Los muy idiotas.
«Nueve, y yo tengo diecisiete. —De los cuales cuatro eran novatos y ninguno gigante, pero tampoco tenía intención de dar media vuelta y regresar al Muro—. Si los salvajes están vivos, quizá podamos reclutarlos. Y si están muertos… Bueno siempre puede venir bien un cadáver o dos.»
—Seguiremos a pie —dijo mientras bajaba con agilidad al suelo helado. La nieve le llegaba por los tobillos—. Rory, Pate, quedaos con los caballos. —Podía haber encargado aquella tarea a los nuevos, pero más tarde o más temprano tenían que iniciarse, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro—. Dispersaos en semicírculo; quiero acercarme al bosque por tres flancos. No perdáis de vista a los hombres que tengáis a izquierda y derecha, para que no se ensanchen los huecos. La nieve amortiguará nuestras pisadas; correrá menos sangre si los cogemos desprevenidos.
La noche caía con rapidez. Los charcos de luz ya habían desaparecido cuando el bosque del oeste se tragó la última franja de sol. Los ventisqueros de nieve rosa volvían a ser blancos; el color los abandonaba a medida que el mundo se oscurecía. El cielo del atardecer se había vuelto de un gris desvaído, como el de una capa vieja lavada muchas veces, y las primeras estrellas empezaban a asomar con timidez.
Un poco más adelante divisó un tronco blanco que solo podía ser de un arciano, coronado con una cabeza de hojas rojo oscuro. Jon alargó el brazo y desenvainó a
Garra.
Miró a su alrededor, hizo una seña a Seda y a Caballo, y se aseguró de que se la transmitían a los demás hombres. Corrieron juntos hacia el bosque, avanzando a zancadas entre ventisqueros de nieve vieja, sin más sonido que el de su respiración. Fantasma corría al lado de Jon, como una sombra blanca.
Los arcianos se alzaban en círculo alrededor del claro. Había nueve, casi iguales en edad y tamaño. Cada uno tenía una cara tallada, y cada una era distinta. Algunas sonreían; otras aullaban; otras le gritaban. A la escasa luz del anochecer parecían tener los ojos negros, pero Jon sabía que de día eran rojos como la sangre.
«Como los de Fantasma.»
La hoguera del centro de la arboleda era pequeña y escasa, formada solo por cenizas, brasas y unas cuantas ramas rotas que ardían despacio y desprendían mucho humo. Aun así, tenía más vida que los salvajes que se acurrucaban a su alrededor. Cuando Jon salió de la maleza solo reaccionó uno de ellos: el niño, que se puso a llorar y a tirar de la andrajosa capa de su madre. La mujer levantó la vista y se sobresaltó. El claro ya estaba rodeado de exploradores, que avanzaban entre los árboles blancos como huesos, con acero brillante en las manos enguantadas de negro, prestos a matar.
El gigante fue el último en verlos. Estaba dormido, acurrucado junto al fuego, pero algo lo despertó: el llanto del niño, el sonido de la nieve al romperse bajo las botas negras, alguien que contenía la respiración… Cuando se movió, fue como si una roca hubiera cobrado vida. Se incorporó con un gruñido y se frotó los ojos con unas manos grandes como jamones para sacudirse el sueño… hasta que vio a Férreo Emmet, con la espada brillando en la mano. Se incorporó con un rugido, agarró una maza de hierro con la enorme mano y la alzó de golpe.
Fantasma respondió enseñando los dientes. Jon lo sujetó por el pelaje del cuello.
—No queremos luchar. —Sabía que sus hombres podían derribar al gigante, pero no sin pagar un precio. Si llegaba a derramarse sangre, los salvajes se unirían a la pelea. Casi todos morirían allí mismo, y quizá también algunos de sus hermanos—. Este es un lugar sagrado. Rendíos y…
El gigante volvió a bramar de tal manera que hizo temblar las hojas de los árboles, y golpeó el suelo con el mazo. El mango era de nudosa madera de roble y medía dos varas, y la cabeza era una piedra del tamaño de una hogaza de pan. El suelo retumbó con el impacto. Varios salvajes corrieron a buscar sus armas.
Jon estaba a punto de desenvainar a
Garra
cuando oyó hablar a Pieles desde el otro lado del bosque. Sus palabras sonaban bruscas y guturales, pero Jon reconoció la antigua lengua por el tono. Pieles habló durante un buen rato, y cuando terminó, el gigante le contestó con una mezcla de gruñidos y rugidos. Jon no entendía ni una palabra, pero Pieles señaló hacia los árboles y dijo algo más, y el gigante señaló también a los árboles, rechinó los dientes y soltó el mazo.
—Ya está —dijo Pieles—. No quieren pelear.
—Bien hecho. ¿Qué le has dicho?
—Que también son nuestros dioses. Que hemos venido a rezar.
—Y eso haremos. Envainad las armas, todos. Esta noche no habrá derramamiento de sangre.
Tom Barleycom había dicho que había nueve, y así era, pero dos estaban muertos, y otro, tan débil que no llegaría a la mañana siguiente. Los seis que quedaban eran una madre y su hijo, dos ancianos, un thenita herido cubierto de bronce abollado, y un pies de cuerno con los pies tan congelados que Jon supo nada más verlo que jamás volvería a caminar. Más tarde se enteró de que casi todos eran desconocidos entre sí antes de llegar al bosque: cuando Stannis desmanteló las hordas de Mance Rayder huyeron hacia los árboles para escapar de la carnicería, y luego habían vagado sin rumbo durante un tiempo, perdiendo a familiares y amigos a manos del frío y el hambre. Al final habían acabado allí, demasiado débiles y cansados para continuar.
—Aquí viven los dioses —dijo uno de los ancianos—. Este lugar es tan bueno como cualquier otro para morir.
—El Muro tan solo está a unas cuantas horas de camino, hacia el sur —dijo Jon—. ¿Por qué no os refugiáis allí? Eso han hecho muchos, incluso Mance.
Los salvajes cruzaron miradas.
—Hemos oído historias. Los cuervos quemaron a todos los refugiados —dijo al final uno de ellos.
—Incluso a Mance —añadió la mujer.
«Melisandre —pensó Jon—, tu dios rojo y tú vais a tener que dar muchas explicaciones.»
—Quienes lo deseen pueden volver con nosotros. Hay comida y refugio en el Castillo Negro, y el Muro nos protegerá de las criaturas que habitan este bosque. Tenéis mi palabra de que nadie arderá.
—La palabra de un cuervo —dijo la mujer, abrazando con fuerza a su hijo—. ¿Y cómo sé que vais a mantenerla? ¿Quién sois?
—Soy el lord comandante de la Guardia de la Noche, hijo de Eddard Stark de Invernalia. —Jon se volvió hacia Tom Barleycom—. Que Rory y Pate traigan los caballos. No pienso quedarme aquí ni un instante más de lo estrictamente necesario.
—Como ordenéis, mi señor.
Había un asunto pendiente antes de partir: el motivo que los había llevado hasta allí. Férreo Emmet llamó a sus reclutas y, mientras el resto de la compañía observaba a una distancia prudencial, se arrodillaron ante los arcianos. Ya no quedaba luz diurna, y no había más iluminación que la que llegaba de las estrellas y el débil brillo rojizo del fuego que se iba extinguiendo en el centro del claro.
Con la capucha negra y el grueso cuello vuelto también negro, los seis hombres parecían tallados en sombras. Sus voces se alzaron al unísono, diminutas en contraste con la inmensidad de la noche.
—La noche se avecina, ahora empieza mi guardia —dijeron, como habían dicho antes millares de hombres. La voz de Seda era melodiosa como una canción; la de Caballo, ronca y vacilante; la de Arron, un chillido nervioso—. No terminará hasta el día de mi muerte.
«Ojalá esas muertes tarden en llegar. —Jon hincó una rodilla en la nieve—. Dioses de mis padres, proteged a estos hombres. Y también a Arya, mi hermana pequeña, donde quiera que esté. Os lo suplico, que Mance la encuentre y me la devuelva sana y salva.»
—No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos —prometieron los reclutas con voces que resonaban a través de los años y los siglos—. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto.
«Dioses del bosque, dadme la fuerza necesaria para hacer lo mismo —rezó Jon en silencio—. Dadme sabiduría para saber qué hacer y valor para llevarlo a cabo.»
—Soy la espada en la oscuridad —continuaron los seis hombres. A Jon le parecía que, con cada palabra, sus voces cambiaban y se volvían más fuertes, más seguras—. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres.