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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (41 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Fui vuestra invitada; compartí vuestra carne e hidromiel —le replicó—. En recuerdo de lo que hicisteis por mí, esta vez os perdonaré vuestras palabras, pero no oséis volver a amenazarme.

—Xaro Xhoan Daxos no amenaza —replicó él con frialdad—. Xaro Xhoan Daxos promete.

—Igual que yo. —Su tristeza se había convertido en rabia—. Y ahora os prometo que si no os habéis marchado de Meereen antes de que salga el sol, averiguaremos si las lágrimas de un mentiroso son capaces de apagar el fuegodragón. Abandonad mi presencia, Xaro. Ahora mismo.

El hombre se marchó, pero dejó allí su mundo. Dany volvió a sentarse en el banco y dejó vagar la mirada por el mar de seda azul, hasta el lejano Poniente.

«Algún día», se prometió.

Al día siguiente, la galeaza de Xaro se había marchado, pero el «regalo» seguía en la bahía de los Esclavos. De los mástiles de las trece galeras qarthienses pendían largos gallardetes rojos que ondeaban al viento. Cuando Daenerys ocupó su lugar en la corte, un emisario de la flota la estaba esperando. Sin pronunciar palabra, puso a sus pies un cojín de seda negra sobre el que reposaba un solitario guante manchado de sangre.

—¿Qué quiere decir esto? —exigió saber el Cabeza Afeitada—. Un guante ensangrentado…

—… significa guerra —dijo la reina.

Jon

—Cuidado con las ratas, mi señor. —Edd el Penas guio a Jon escaleras abajo, con una linterna en la mano—. El chillido que sueltan cuando las pisan es asqueroso. Mi madre hacía un raido parecido cuando era niño. Ahora que lo pienso, seguro que tenía algo de rata. Pelo marrón, ojos pequeños y brillantes, debilidad por el queso… A lo mejor hasta tenía cola, nunca me dio por mirar.

Todo el subsuelo del Castillo Negro estaba conectado por un laberinto de túneles al que los hermanos denominaban gusaneras. Bajo tierra, todo era oscuridad, así que las gusaneras casi no se usaban durante el verano; pero en invierno, cuando el viento comenzaba a soplar y la nieve a caer, los túneles se convertían en el camino más rápido para moverse por el castillo, y los mayordomos ya estaban haciendo uso de ellos. A medida que iban recorriendo el túnel, acompañados por el eco de sus pisadas, Jon vio velas encendidas en varios nichos.

Bowen Marsh los esperaba en una intersección donde se cruzaban cuatro gusaneras. Con él estaba Wick Whittlestick, alto y delgado como una lanza.

—Este es el inventario de hace tres turnos —le dijo a Jon mientras le tendía un grueso fajo de papeles—, para compararlos con las reservas actuales. ¿Empezamos por los graneros?

Atravesaron la penumbra gris subterránea. Cada almacén tenía una puerta de roble macizo, cerrada con un candado de hierro del tamaño de un plato.

—¿Ha habido robos? —preguntó Jon.

—Aún no —contestó Bowen Marsh—, pero cuando llegue el invierno, su señoría haría bien en apostar unos cuantos guardias aquí abajo.

Wick Whittlestick llevaba las llaves en un aro que le colgaba del cuello. A Jon le parecían todas iguales, pero Wick siempre encontraba la que correspondía a cada puerta. Al entrar se sacaba del zurrón un pedazo de yeso del tamaño de un puño y marcaba cada tonel, cada saco y cada barril para contarlos, mientras Marsh comparaba el recuento anterior con el nuevo.

En los graneros había avena, trigo, cebada y barriles llenos de harina gruesa. En los sótanos había ristras de cebollas y ajos colgados de las vigas del techo, y bolsas de zanahorias, chirivías y rábanos, y las estanterías estaban repletas de nabos blancos y amarillos. En un almacén había quesos tan grandes que para moverlos hacían falta dos hombres. En el siguiente, las pilas de toneles de ternera, tocino, cordero y bacalao en salazón se alzaban hasta quince palmos. De las vigas del techo, bajo el ahumadero, colgaban trescientos jamones y tres mil morcillas. En el armario de las especias encontraron pimienta en grano, clavo, canela, semillas de mostaza y cilantro, salvia, amaro, perejil y bloques de sal. Por todas partes había toneles de peras, manzanas, guisantes e higos secos, bolsas de nueces, castañas y almendras, planchas de salmón ahumado, jarras de porcelana selladas con cera y llenas de aceitunas en salmuera… Otro almacén estaba abarrotado de cazuelas selladas de liebre, paletilla de ciervo en miel, y coles, remolachas, cebollas, huevos y arenques, todo en escabeche.

A medida que se adentraban en los almacenes, hacía más frío en las gusaneras. No pasó mucho tiempo antes de que Jon viera a la luz de la linterna como se le congelaba el aliento.

—Estamos bajo el Muro.

—Pronto estaremos dentro —contestó Marsh—. El frío mantiene fresca la carne. Para conservarla mucho tiempo es mejor que la sal.

La siguiente puerta con que se toparon era de hierro oxidado y llevaba a un tramo de peldaños de madera. Edd el Penas fue guiándolos con la linterna. Al llegar arriba se encontraron en un túnel tan largo como el salón principal de Invernalia, aunque no más ancho que las gusaneras, con las paredes de hielo revestidas de ganchos de hierro. De cada gancho colgaba un animal: ciervos y alces desollados, costillares de buey, cerdos enormes que se balanceaban desde el techo, ovejas y cabras sin cabeza, y hasta caballos y osos. Todo estaba cubierto de escarcha.

Mientras contaban, Jon se quitó el guante izquierdo y tocó una pata del venado que tenía más cerca. Sintió como se le pegaban los dedos, y al retirarlos perdió un poco de piel. Tenía las yemas de los dedos entumecidas.

«¿Y qué esperabas? Tienes una montaña de hielo encima de la cabeza, muchas más toneladas de las que Bowen podría contar.» De todas formas, en aquella habitación hacía más frío del que debería.

—Es peor de lo que me temía, mi señor —anunció Marsh cuando terminó. Sonaba aún más funesto que Edd el Penas.

Jon tenía la impresión de que los rodeaba toda la carne del mundo. «No sabes nada, Jon Nieve.»

—¿Por qué? A mí esto me parece un montón de comida.

—Ha sido un verano largo. Ha habido muy buenas cosechas y los señores han sido generosos. Tenemos bastante para sobrevivir a un invierno de tres años; cuatro si recortamos un poco. Pero si tenemos que dar de comer a todos esos hombres del rey y a todos los salvajes… Solo en Villa Topo hay mil bocas inútiles, y siguen llegando. Ayer aparecieron otros tres en las puertas, y anteayer, una docena. No podemos seguir así. Dejar que se queden en el Agasajo, pase, pero es demasiado tarde para ponerse a cultivar. De aquí a que acabe el año solo nos quedarán nabos y puré de guisantes. Después tendremos que bebernos la sangre de nuestros caballos.

—Mmm —declaró Edd el Penas—. Nada mejor que una copa de sangre de caballo caliente para una noche fría. A mí me gusta con una pizca de canela.

—También habrá enfermedades —prosiguió el lord mayordomo, sin prestar atención a Edd—, como las que hacen que sangren las encías y se caigan los dientes. El maestre Aemon decía que eso se resuelve con zumo de lima y carne fresca, pero hace un año que se nos acabaron las limas y no tenemos suficiente forraje para mantener rebaños de los que obtener la carne. Deberíamos sacrificar a los animales que tenemos y dejar solo unas cuantas parejas para la crianza. No nos queda mucho tiempo. Otros inviernos llegaba comida por el camino Real desde el sur, pero ahora, con la guerra… Sé que aún estamos en otoño, pero mi consejo es que empecemos a racionar la comida como si fuera invierno, si mi señor está de acuerdo.

«A los hombres les va a encantar.»

—Si no hay más remedio, se hará. Rebajaremos una cuarta parte de la ración de cada hombre.

«Si mis hermanos ya se quejan de mí, ¿qué dirán cuando tengan que comer nieve y pasta de bellotas?»

—Sería de gran ayuda, mi señor. —El tono del lord mayordomo dejó claro que ni siquiera eso sería suficiente.

—Ahora entiendo por qué dejó pasar a los salvajes el rey Stannis. Quiere que nos los comamos —dijo Edd el Penas.

—No creo que lleguemos a eso. —Jon no pudo evitar sonreír.

—Oh, mucho mejor. Tienen pinta de ser bastante fibrosos, y ya no tengo los dientes tan afilados como cuando era joven.

—Si tuviéramos bastantes monedas, podríamos comprar comida del sur y traerla en barco —dijo el lord mayordomo.

«Podríamos —pensó Jon—, si tuviéramos oro y si alguien quisiera vendernos comida. —Pero no se daba ni una cosa ni la otra—. Lo mejor sería recurrir al Nido de Águilas.» El valle de Arryn era fértil, todo el mundo lo sabía, y no había sufrido daños durante la contienda. Jon se preguntó qué le parecería a la hermana de lady Catelyn dar de comer a bastardo de Ned Stark. Cuando era niño estaba convencido de que a aquella mujer le dolía en el alma cada bocado que se veía obligada a darle.

—Siempre nos queda la caza —aventuró Wick Wittlestick—. Aún queda algo en el bosque.

—También quedan salvajes, y cosas aún más temibles —comentó Marsh—. No enviaré afuera a ningún cazador. Me niego.

«Ya. Tú cerrarías las puertas para siempre y las sellarías con piedra y hielo.» Sabía que la mitad del Castillo Negro era de la opinión del lord mayordomo. La otra mitad se burlaba.

—Sellad las puertas y plantad el culo en el Muro, claro que sí, y veréis como el pueblo libre llega en masa por el Puente de los Cráneos o por cualquier otra puerta que creíais haber cerrado hace quinientos años —había declarado a voces el viejo forestal Dywen durante la cena dos días atrás—. No tenemos hombres suficientes para vigilar cien leguas de Muro, y esto también lo saben Tormund Culogigante y el puto Llorón ¿Habéis visto alguna vez a un pato congelado en un estanque, con las patas atrapadas en el hielo? A los cuervos les pasa lo mismo. —La mayoría de los exploradores apoyaba a Dywen, mientras que los mayordomos y los constructores se inclinaban en general por Bowen Marsh. Pero dejaría aquel problema para otro día. Por el momento, lo acuciante era la comida.

—No podemos dejar morir de hambre al rey Stannis y sus hombres, por mucho que nos apetezca —dijo Jon—. Recordad que podría llevarse todo esto a punta de espada; no tendríamos hombres para impedírselo. Y también tenemos que dar de comer a los salvajes.

—Pero ¿cómo, mi señor? —preguntó Bowen Marsh.

—Ya veremos. —«Ojalá lo supiera.»

Cuando regresaron a la superficie, las sombras de la tarde ya se estaban alargando. Las nubes surcaban el cielo como los jirones de un estandarte, grises, blancas y desgarradas. El patio de la armería estaba desierto, pero dentro, el escudero del rey estaba esperando a Jon. Devan era un muchacho delgado de unos doce años, con ojos y pelo castaños. Lo encontraron junto a la forja, paralizado, mientras Fantasma lo olisqueaba por todas partes.

—No va a hacerte daño —dijo Jon. Al oírlo, el chico dio un respingo, y el movimiento repentino hizo que Fantasma enseñara los dientes—. ¡No! Déjalo en paz, Fantasma. ¡Aparta! —El lobo volvió en silencio a su hueso de buey. Devan estaba casi tan pálido como él, con el rostro perlado de sudor.

—M-mi señor. Su alteza os ordena que acudáis a su presencia. —El chico vestía el dorado y el negro de la casa Baratheon, con el corazón de los hombres de la reina cosido sobre el suyo.

—Querrás decir que lo solicita —dijo Edd el Penas—. Su alteza solicita que acudáis a su presencia. Así es como debes decirlo.

—Déjalo, Edd. —Jon no estaba de humor para discusiones.

—Ser Richard y ser Justin acaban de llegar —dijo Devan—. ¿Vendréis, mi señor?

«Los exploradores que se equivocaron de camino.» Massey y Horpe habían cabalgado hacia el sur, no hacia el norte. Lo que fuera que hubieran visto no era asunto de la Guardia de la Noche, pero Jon tenía curiosidad por saberlo.

—Como desee su alteza. —Siguió al joven escudero por el patio, y Fantasma echó a andar tras ellos—. ¡No! Quédate aquí. —El huargo no se quedó, sino que salió corriendo.

Al llegar a la Torre del Rey, Jon tuvo que dejar las armas antes de ser admitido en presencia real. La estancia estaba cálida y atestada. Stannis y sus capitanes se apiñaban alrededor del mapa del norte, junto a los exploradores que se habían equivocado de camino. También estaba Sigorn, el joven magnar de Thenn, vestido con una túnica de cuero con discos de bronce. Casaca de Matraca se arañaba las esposas que llevaba en las muñecas con una uña rota y amarilla. Una barba de tres días le cubría las mejillas hundidas y el mentón, y sucios mechones de pelo le caían por los ojos.

—Aquí viene —dijo cuando vio acercarse a Jon— el valiente muchacho que mató a Mance Rayder cuando estaba atado y enjaulado. —La enorme piedra preciosa de talla cuadrada que adornaba su pulsera de acero desprendió un brillo rojizo—. ¿Te gusta mi rubí, Nieve? Es una muestra del amor de lady Roja. —Jon no le hizo caso y se arrodilló frente a Stannis.

—Alteza —anunció Devan el escudero—, os he traído a lord Nieve.

—Ya lo veo. Lord comandante, creo que ya conocéis a mis caballeros y capitanes.

—He tenido el honor.

Se había propuesto aprenderse los nombres de todos los hombres que rodeaban al rey.

«Son todos hombres de la reina.» A Jon lo sorprendió que no hubiera hombres del rey con el rey, pero así parecía ser. Si los rumores que habían llegado a sus oídos eran ciertos, los hombres del rey habían despertado la ira de Stannis en Rocadragón.

—Puedo ofreceros vino. O agua hervida con limón.

—No, gracias.

—Como deseéis. Tengo un regalo para vos, lord Nieve. —El rey hizo un gesto con la mano hacia Casaca de Matraca—. Él.

—Dijisteis que necesitabais hombres, lord Nieve, y el Señor de los Huesos es tan hombre como el que más —intervino lady Melisandre con una sonrisa.

—Alteza, no se puede confiar en él. —Jon estaba horrorizado—. Si lo retengo aquí, alguien le cortará el cuello. Si lo envío de explorador, volverá con los salvajes.

—No. No pienso volver con esa pandilla de idiotas —Casaca de Matraca se dio unos golpecitos en el rubí que llevaba en la muñeca—. Pregúntale a tu bruja roja, bastardo.

Melisandre murmuró unas palabras en una lengua extraña. El rubí de su cuello empezó a centellear lentamente, y Jon vio que la piedra más pequeña que llevaba Casaca en la muñeca también brillaba y se oscurecía.

—Mientras lleve la gema está sometido a mí en cuerpo y alma —dijo la sacerdotisa roja—. Este hombre os servirá con lealtad. Las llamas no mienten, lord Nieve.

«Las llamas no, pero tú sí.»

—Seré tu explorador, bastardo —afirmó Casaca—. Te daré sabios consejos o te cantaré bonitas canciones, como prefieras. Incluso lucharé por ti. Pero no me pidas que vista el negro.

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