—Lote noventa y siete. —El subastador chasqueó el látigo—. Un par de enanos bien entrenados para vuestra diversión.
Habían plantado el estrado para la subasta allí donde el ancho y pardo Skahazadhan desembocaba en la bahía de los Esclavos. Tyrion Lannister detectó el olor de la sal en el ambiente, mezclado con el hedor de las zanjas que se usaban de letrinas tras los rediles de los esclavos. El calor no lo molestaba tanto como la humedad, porque era como si el aire le cayera a plomo en la cabeza y los hombros, como una manta caliente y húmeda.
—El lote incluye el perro y la cerda —anunció el subastador—. Los enanos los montan. Deleitad a vuestros huéspedes en el próximo banquete que celebréis, o usadlos para gastar bromas.
Los pujadores ocupaban los bancos de madera y bebían zumos. Algunos contaban con esclavos que los abanicaban. Se veían muchos
tokars,
el peculiar atuendo que vestía la Antigua Sangre en la bahía de los Esclavos, tan elegante como poco práctico. Otros llevaban ropa más sencilla: capas con capucha para los hombres y sedas coloridas para las mujeres, que probablemente eran prostitutas, o quizá sacerdotisas. En aquellas tierras orientales costaba establecer la diferencia.
Detrás de los bancos había un grupo de occidentales que intercambiaban bromas y se burlaban de la subasta. Tyrion supo al instante que eran mercenarios. Vio espadas largas, dagas, puñales, hachas arrojadizas y cota de malla bajo las capas. A juzgar por el rostro, el pelo y la barba, muchos de ellos procedían de las Ciudades Libres, pero había algunos que bien podían ser ponientis.
«¿Habrán venido a comprar, o solo a ver el espectáculo?»
—¿Quién abre la puja por esta pareja?
—Trescientas —ofreció una matrona desde un antiguo palanquín.
—Cuatrocientas —superó un yunkio monstruosamente gordo, desparramado en una litera como un leviatán. Iba enfundado en seda amarilla con ribete de oro y abultaba lo que cuatro Illyrios. Tyrion compadeció a los esclavos que tuvieran que portearlo.
«Al menos a nosotros no nos harán trabajar así. Qué lujo, ser un enano.»
—Y una —anunció una vieja vestida con un
tokar
violeta. —El subastador le lanzó una mirada cargada de inquina, pero no anuló la puja.
Los marineros esclavos de la
Selaesori Qhoran
se vendieron por separado; sus precios estuvieron entre las quinientas y las novecientas monedas de plata. Un hombre de mar curtido era un bien muy valioso. Ninguno había opuesto la menor resistencia cuando los esclavistas abordaron su maltrecha coca; para ellos solo era un cambio de propietario. Los contramaestres eran libres, pero la viuda de los muelles había firmado un contrato en el que se comprometía a pagar su rescate si se daba una situación como aquella. Los tres dedos de fuego supervivientes no habían salido aún a la venta, pero eran bienes muebles del Señor de Luz y sin duda los compraría algún templo rojo. Llevaban los contratos grabados en la cara, en forma de llamas tatuadas.
Tyrion y Penny no contaban con ninguna garantía semejante.
—Cuatrocientas cincuenta.
—Cuatrocientas ochenta.
—Quinientas.
Unas pujas llegaban en alto valyrio, y otras, en la lengua criolla de Ghis. Algunos compradores indicaban la puja señalando, con un giro de muñeca o con un movimiento del abanico.
—Menos mal que nos venden juntos —susurró Penny.
—¡Silencio! —El subastador les lanzó una mirada rápida.
Tyrion apretó el hombro de Penny. Los mechones de pelo rubio y negro se le pegaban a la frente, y los restos de la túnica, a la espalda, con una mezcla de sudor y sangre seca. No había sido tan idiota como Jorah Mormont y no se había enfrentado a los esclavistas, pero no por eso había escapado indemne. En su caso, los latigazos se los había ganado por hablar.
—Ochocientas.
—Ochocientas cincuenta.
—Y una.
«Valemos tanto como un marinero —pensó Tyrion. Aunque tal vez los compradores pujaran por Cerdita Bonita—. Una cerda bien entrenada no se encuentra todos los días.» Lo que era obvio es que no estaban comprándolos al peso.
La puja empezó a aflojar cuando llegó a las novecientas monedas de plata, y se detuvo en novecientas cincuenta y una, ofrecidas por la vieja. Pero el subastador se había calentado y sabía que nada animaría tanto a los compradores como una muestra del espectáculo de los enanos. Mandó que subieran a los animales a la plataforma. Les resultó difícil montar sin silla ni riendas, así que nada más subirse, Tyrion resbaló de la grupa de la cerda y fue a aterrizar en la suya propia, lo que provocó una carcajada general entre los pujadores.
—Mil —ofreció el gordo grotesco.
—Y una. —Otra vez la vieja.
«Bien entrenados para vuestra diversión.» La boca de Penny estaba paralizada en un rictus que intentaba parecer una sonrisa. Donde quisiera que estuviera, probablemente en un pequeño infierno reservado para los enanos, su padre iba a tener que dar muchas explicaciones.
—Mil doscientas. —El leviatán de amarillo. Un esclavo que tenía al lado le ofreció una bebida.
«Limonada, seguro.» Aquellos ojos amarillos clavados en el estrado lo ponían nervioso.
—Mil trescientas.
—Y una. —La vieja.
«Mi padre dijo siempre que un Lannister valía diez veces más que ningún hombre corriente.»
Al llegar a las mil seiscientas monedas, la subasta volvió a enfriarse, de modo que el esclavista invitó a los posibles compradores a subir para examinar más de cerca a los enanos.
—La hembra es joven —garantizó—. Podéis cruzarlos y sacar un buen dinero por los cachorros.
—A este le falta media nariz —se quejó la vieja tras mirarlos a fondo. Una mueca de desagrado se dibujó en su rostro arrugado. Tenía la piel de un color blanco gusano, y con el
tokar
violeta parecía una ciruela pasa enmohecida—. Y tiene cada ojo de un color. Es un ultraje para la vista.
—Mi señora no ha visto aún mi lado bueno. —Tyrion se agarró la entrepierna, por si no lo había entendido.
La vieja siseó, ultrajada, y Tyrion se llevó en la espalda un latigazo que lo hizo caer de rodillas. La boca se le llenó de sangre; sonrió y escupió.
—Dos mil —ofreció una voz nueva desde los bancos.
«¿Para qué quiere dos enanos un mercenario?» Tyrion volvió a ponerse en pie y lo miró con atención. El nuevo pujador era un hombre de cierta edad y cabello blanco, pero erguido y en forma, con la piel bronceada, coriácea, y una barba entrecana bien recortada. Llevaba una espada larga y unos cuantos puñales medio ocultos bajo la descolorida capa morada.
—Dos mil quinientos. —En esa ocasión se trataba de una mujer, una joven de grandes caderas y senos generosos que vestía una armadura ornamentada. La coraza de acero negro tenía incrustaciones de oro que mostraban una arpía que alzaba el vuelo con cadenas entre las garras. Dos soldados esclavos la habían levantado a la altura de los hombros sobre un escudo.
—Tres mil. —El hombre de la piel curtida se abrió paso por la multitud, mientras sus camaradas mercenarios empujaban a los lados a los compradores para despejar el camino.
«Eso es, acércate más. —Tyrion sabía tratar con mercenarios. No pensó ni un momento que aquel hombre lo quisiera para animar sus banquetes—. Me conoce. Quiere llevarme de vuelta a Poniente y venderme a mi hermana. —Se frotó la boca para ocultar la sonrisa. Cersei y los Siete Reinos estaban a medio mundo de distancia; antes de que llegaran podían pasar muchas cosas—. Conseguí poner a Bronn de mi parte; puede que con este también me salga bien.»
La vieja y la chica del escudo abandonaron la puja cuando llegó a tres mil monedas de plata, pero no así el gordo de amarillo, que escudriñó a los mercenarios con sus ojos amarillos y se pasó la lengua por los dientes amarillos.
—Cinco mil por todo el lote.
El mercenario frunció el ceño, se encogió de hombros y dio media vuelta.
«Siete Infiernos.» Si algo tenía claro Tyrion, era que no quería convertirse en propiedad del inmenso lord Ballenamarilla. Se le ponían los pelos de punta solo con ver aquella mole de carne temblorosa en la litera, con ojillos porcinos y unas tetas más grandes que las de Cerdita Bonita, apenas contenidas por la seda del
tokar.
Y el olor que emanaba llegaba hasta el estrado.
—Si no hay más pujas…
—¡Siete mil! —gritó Tyrion.
Una risotada recorrió los bancos.
—El enano quiere comprarse a sí mismo —dijo la chica del escudo.
—Un esclavo listo merece un amo listo. —Tyrion le dirigió una sonrisa lasciva—. Lo malo es que todos vosotros parecéis idiotas.
Eso provocó otra carcajada entre los pujadores y una mueca de desagrado en el subastador, que pasó el dedo por el látigo, indeciso, mientras trataba de dilucidar si le saldría bien la jugada.
—¡Cinco mil es un insulto! —siguió Tyrion—. Sé justar y cantar, y digo cosas muy graciosas. Me follaré a vuestra esposa y la haré gritar. O a la esposa de vuestro enemigo si lo preferís, ¿qué mejor manera de humillarlo? Soy mortífero con la ballesta, y hombres tres veces más altos que yo tiemblan cuando me ven al otro lado de un tablero de
sitrang.
Hasta cocino, aunque no mucho. ¡Ofrezco diez mil monedas de plata por mí! ¡Y las valgo! ¡Las valgo! Mi padre me enseñó a pagar siempre mis deudas.
El mercenario de la capa morada dio media vuelta. Su mirada se encontró con la de Tyrion por encima de las hileras de pujadores, y le sonrió.
«Tiene una sonrisa cálida —pensó el enano—, amistosa. Pero vaya con sus ojos, ¡qué fríos son! A lo mejor prefiero que no nos compre.»
La mole amarilla se agitó en la litera, con una expresión de disgusto en la torta enorme que tenía por cara, y masculló unas palabras secas en ghiscario. Tyrion no las entendió, pero el tono lo decía todo.
—¿Eso ha sido otra puja? —El enano ladeó la cabeza—. Ofrezco todo el oro de Roca Casterly.
Oyó el silbido del látigo, agudo y siseante, antes de sentir el golpe. Dejó escapar un gruñido, pero consiguió mantener el equilibrio. No pudo evitar recordar el comienzo de aquel viaje, cuando su problema más acuciante era qué vino tomar con los caracoles a media mañana.
«Mira lo que pasa por perseguir dragones.» Se le escapó una carcajada, con lo que salpicó de sangre y saliva a la primera fila de compradores.
—Se cierra la venta —anunció el subastador. Luego le dio otro latigazo, porque sí. Esta vez, Tyrion cayó.
Un guardia lo incorporó bruscamente y otro empujó a Penny con el asta de la lanza para bajarla de la plataforma. La mercancía que se ofrecía a continuación ya estaba subiendo para ocupar su lugar: era una chica de quince o dieciséis años que no viajaba a bordo de la
Selaesori Qhoran.
Tyrion no la conocía.
«Debe de tener la misma edad que Daenerys Targaryen. —El esclavista no tardó en desnudarla—. Al menos a nosotros no nos han humillado así.»
Tyrion contempló las murallas de Meereen, al otro lado del campamento yunkio. ¡Qué cercanas parecían aquellas puertas! Y, si era cierto lo que se decía en los rediles de los esclavos, Meereen seguía siendo una ciudad libre… por el momento. Dentro de sus ruinosas murallas estaban prohibidos la esclavitud y el tráfico de esclavos. Solo tenía que llegar a aquellas puertas y cruzarlas, y volvería a ser un hombre libre. Pero sería imposible, a menos que abandonara a Penny.
«Querría traerse al perro y a la cerda.»
—No será tan terrible, ¿verdad? —susurró Penny—. Ha pagado mucho por nosotros; nos tratará bien, ¿verdad?
«Sí, mientras le resultemos divertidos.»
—Valemos demasiado para que nos maltrate —dijo para tranquilizarla mientras aún le corría por la espalda la sangre de los dos últimos latigazos.
«Pero cuando se aburra de nuestro espectáculo… Y se aburrirá; nuestro espectáculo aburre.»
El capataz de su amo estaba esperando para hacerse cargo de ellos, con dos soldados y un carro tirado por una mula. Tenía el rostro alargado y enjuto, una barbita larga y fina atada con alambre dorado, y el pelo rojo y negro, que le brotaba muy tieso de las sienes para formar dos manos de uñas largas.
—¡Qué criaturitas más adorables! —dijo—. Me recordáis a mis hijos… No, mejor dicho, me recordaríais a mis hijos si no fuera porque están muertos. Yo me encargo de vosotros. ¿Cómo os llamáis?
—Penny. —Su voz era un susurro quedo, asustado.
«Tyrion de la casa Lannister, señor de Roca Casterly, maldito gusano.»
—Yollo.
—Yollo el Valiente, Penny la Bella, sois propiedad del noble y valeroso Yezzan zo Qaggaz, erudito y guerrero, reverenciado entre los sabios amos de Yunkai. Habéis tenido mucha suerte, porque Yezzan es un amo considerado y benévolo. Será como un padre para vosotros.
«Qué bien», pensó Tyrion, pero en esa ocasión consiguió mantener la boca cerrada. Pronto tendrían que actuar para su nuevo amo, y era mejor que no le dieran otro latigazo.
—Vuestro padre adora sus tesoros especiales por encima de todas las cosas, y os tendrá en muy alta estima —siguió el capataz—. En cuanto a mí, seré como el aya que os cuidaba cuando erais niños. Todos mis niños me llaman así, Aya.
—Lote noventa y nueve —anunció el subastador—. Un guerrero.
La chica se había vendido enseguida y ya se la estaban llevando a su nuevo amo, mientras se sujetaba la ropa, hecha un ovillo, contra los pechos pequeños de pezones rosados. Dos esclavos arrastraron a Jorah Mormont al estrado para que ocupara su lugar. El caballero no llevaba nada aparte de los calzones; tenía la espalda en carne viva por los latigazos y el rostro tan hinchado que resultaba irreconocible. Iba encadenado de pies y manos.
«Ahora prueba el metal, como me hizo probarlo a mí», pensó Tyrion; pero, sin que supiera por qué, la desgracia del caballero no le proporcionaba el menor placer.
Mormont tenía un aspecto temible hasta con las cadenas: era una bestia, una mole de brazos gruesos y hombros poderosos, con tanto vello en el pecho que parecía más fiera que hombre. Le habían dejado los dos ojos morados, pozos oscuros en un rostro hinchado de forma grotesca. Llevaba una marca en la mejilla: una máscara de demonio.
Cuando los esclavistas abordaron en oleadas la
Selaesori Qhoran,
ser Jorah los recibió con la espada en la mano, y consiguió matar a tres antes de que lo subyugaran. Los piratas lo habrían matado de buena gana, pero el capitán se lo impidió; siempre se podía obtener una buena cantidad de plata por un guerrero. Así que encadenaron a Mormont a un remo, le dieron palizas de muerte, le hicieron pasar hambre y lo marcaron, pero no lo mataron.