Danza de dragones (114 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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La primera atracción de aquella noche fue un malabarista, al que siguió un trío de veloces acróbatas. Luego llegó el turno del chico con patas de cabra, que salió y dio unos saltitos grotescos al tiempo que un esclavo de Yurkhaz tocaba una flauta de hueso. Tyrion estuvo tentado de preguntarle si se sabía «Las lluvias de Castamere». Mientras les llegaba el turno de actuar, se dedicó a observar a Yezzan y a sus invitados. La ciruela pasa humana que ocupaba el lugar de honor debía de ser el comandante supremo yunkio; tenía un aspecto tan temible como una diarrea. Otros doce señores yunkios se afanaban por atender todas sus necesidades, y también contaba con dos capitanes mercenarios, cada uno de ellos acompañado por una docena de hombres. Uno de los capitanes era un pentoshi elegante de pelo blanco, que llevaba ropa de seda y una capa que parecía un harapo, de franjas de tela desgarradas y ensangrentadas. El otro era el hombre que había tratado de comprarlos aquella mañana, el pujador de piel curtida y barba entrecana.

—Es Ben Plumm el Moreno —informó Golosina—, capitán de los Segundos Hijos.

«Un ponienti y un Plumm. Esto se pone cada vez mejor.»

—Vosotros vais a continuación —les comunicó Aya—. Sed divertidos, tesoritos míos, o lo lamentaréis.

Tyrion no dominaba todavía ni la mitad de los trucos de Céntimo, pero era capaz de montar a lomos de la cerda, caerse cuando le tocaba, rodar por el suelo y ponerse en pie de un salto. Todo eso fue muy bien recibido. Por lo visto, dos personas pequeñas balanceándose como si estuvieran borrachas y pegándose con armas de madera resultaban tan hilarantes en un campamento de asedio de la bahía de los Esclavos como en el banquete de bodas de Joffrey, en Desembarco del Rey.

«Desprecio —pensó Tyrion—, el idioma universal.»

Su amo, Yezzan, era el que más se reía cada vez que uno de sus esclavos caía al suelo o recibía un golpe, y su gigantesco cuerpo temblaba como la gelatina durante un terremoto; sus invitados esperaron a ver cómo reaccionaba Yurkhaz no Yunkaz antes de unirse a las risas. El comandante supremo tenía un aspecto tan frágil que Tyrion temió que una carcajada pudiera matarlo. Cuando el yelmo de Penny salió volando y fue a caer en el regazo de un yunkio de rostro agrio que vestía un
tokar
verde y dorado, Yurkhaz cloqueó como una gallina, y cuando el yunkio metió la mano en el yelmo y sacó una sandía de pulpa chorreante, resolló hasta que se le puso la cara del color de la fruta. Se volvió hacia su anfitrión y le dijo algo que lo hizo reír y chasquear los labios…, aunque a Tyrion le pareció que en los ojos amarillos entrecerrados había un atisbo de ira.

Más tarde, los enanos se quitaron la armadura de madera y las prendas empapadas de sudor que llevaban debajo, y se pusieron túnicas amarillas limpias para servir la cena. A Tyrion le encomendaron una frasca de vino tinto, y a Penny, otra de agua, y pasearon por la tienda para ir rellenando las copas con suaves pisadas que arrancaban susurros a las gruesas alfombras. Era un trabajo más duro de lo que parecía a simple vista, y Tyrion no tardó en sentir calambres en las piernas. Se le abrió una de las heridas de la espalda y la mancha roja atravesó el lino amarillo de la túnica, pero se mordió la lengua y siguió sirviendo vino.

Casi ningún invitado les prestaba más atención que a los otros esclavos, pero un yunkio borracho declaró que Yezzan debería poner a los dos enanos a follar, y otro quiso saber qué le había pasado a Tyrion en la nariz.

«Que se la metí en el coño a tu mujer y me la arrancó de un mordisco», estuvo a punto de responder… Pero la tormenta lo había persuadido de que no deseaba morir todavía.

—Me la cortaron como castigo por mi insolencia, mi señor —fue lo que dijo.

Más tarde, un señor con
tokar
azul ribeteado con ojos de tigre recordó que Tyrion había alardeado durante la subasta de su maestría en el
sitrang.

—Vamos a ver si es cierto —dijo.

De inmediato llevaron un tablero y unas piezas, y poco después, el señor, con el rostro congestionado de rabia, volcó el tablero y dispersó las piezas por toda la alfombra coreado por las risas de los yunkios.

—Tendrías que haberle dejado ganar —susurró Penny.

—Ahora voy yo, enano. —Ben Plumm el Moreno recogió el tablero con una sonrisa—. Cuando era joven, los Segundos Hijos estuvieron al servicio de Volantis, y allí aprendí a jugar.

—Solo soy un esclavo. Mi noble amo decide cuándo y con quién juego. —Tyrion se volvió hacia Yezzan—. ¿Mi señor?

Aquello le hizo mucha gracia al señor amarillo.

—¿Qué apuesta sugerís, capitán?

—Si gano, me dais a este esclavo.

—Ni hablar —replicó Yezzan zo Qaggaz—. Pero si derrotáis a mi enano, os daré lo que pagué por él, en oro.

—Trato hecho.

Recogieron las piezas de la alfombra y se sentaron a jugar.

Tyrion ganó la primera partida, y Plumm la segunda, y se doblaron las apuestas. Cuando empezó la tercera, el enano estudió a su adversario. Tenía la piel oscura, con las mejillas y el mentón cubiertos por una barba hirsuta entrecana bien recortada, mil arrugas en el rostro, unas cuantas cicatrices antiguas y aspecto afable, sobre todo cuando sonreía.

«El siervo fiel —decidió Tyrion—. El tío favorito de todos, siempre presto a la risa y a las frases hechas, con cierto aire de hombre de mundo. —Todo era artificial. Las sonrisas nunca llegaban a los ojos de Plumm, donde la codicia se ocultaba tras un velo de cautela—. Es ambicioso, pero precavido.»

El mercenario jugaba casi tan mal como el señor yunkio, pero con un estilo más tenaz y sólido que osado. Cada una de sus aperturas era diferente, pero coincidían en algo: siempre eran pasivas, defensivas, cautas.

«No juega a ganar. Juega a no perder.»

Le salió bien en la segunda partida, cuando el hombre pequeño se extralimitó con un ataque poco meditado, pero no en la tercera, en la cuarta ni en la quinta, que fue también la última.

Ya cercano el final de la última partida, con la fortaleza en ruinas, el dragón muerto, rodeado de elefantes y con la caballería pesada en retaguardia, Plumm alzó la vista, sonriente.

—Yollo vuelve a ganar. Muerte en cuatro jugadas.

—Tres. —Tyrion dio unos toquecitos a su dragón—. He tenido suerte. Deberíais frotarme la cabeza a conciencia antes de la próxima partida, capitán. Igual se os pega la suerte a los dedos. —«Perderás igual, pero igual eres un rival medio decente».

Sonrió, se levantó, cogió la frasca de vino y volvió a servir, con un Yezzan zo Qaggaz mucho más rico y un Ben Plumm el Moreno mucho más pobre. Su gigantesco amo, borracho como una cuba, se había quedado dormido en la tercera partida, y la copa se le había resbalado de entre los dedos amarillos para derramar su contenido en la alfombra, pero quizá se sintiera satisfecho cuando despertara.

La salida del comandante supremo Yurkhaz zo Yunzak, apoyado en un par de esclavos corpulentos, fue la señal para que el resto de los invitados también se retirasen. Una vez vacía la tienda, Aya reapareció para decir a los sirvientes que podían darse un banquete con las sobras.

—Comed deprisa. Esto tiene que quedar limpio antes de que os vayáis a dormir.

Tyrion estaba de rodillas, con las piernas doloridas y la espalda ensangrentada, tratando de limpiar la mancha del vino que el noble Yezzan había derramado en la alfombra del noble Yezzan, cuando el capataz le dio un golpecito en la mejilla con la punta del látigo.

—Has estado muy bien, Yollo, y tu mujer, igual.

—No es mi mujer.

—Vale, tu puta. Levantaos los dos.

Tyrion se incorporó, inseguro, arrastrando una pierna temblorosa. Tenía los muslos agarrotados y con unos calambres tan dolorosos que Penny tuvo que ayudarlo levantarse.

—¿Qué hemos hecho?

—Mucho, mucho —respondió el capataz—. Aya os dijo que, si complacíais a vuestro padre, seríais recompensados, ¿verdad? Pues aunque, como habéis visto, el noble Yezzan no quiere perder a sus tesoritos, Yurkhaz zo Yunkaz lo ha convencido de que sería egoísta que se guardara unos juguetes tan entretenidos. ¡Alegraos! Para celebrar el acuerdo de paz, tendréis el honor de justar en el reñidero de Daznak. ¡Vendrán a veros miles de personas! ¡Decenas de miles! ¡Y cómo nos vamos a reír!

Jaime

El Árbol de los Cuervos era antiguo. Entre sus viejas piedras crecía un musgo espeso que trepaba por las paredes como las venas por las piernas de una vieja. Dos grandes torreones flanqueaban la entrada principal del castillo, y otros más pequeños defendían los ángulos de la muralla. Todos eran cuadrados. Las torres cilíndricas y las semicirculares protegían mejor de los ataques con catapultas, ya que era más probable que las piedras se desviaran contra una pared curva, pero el Árbol de los Cuervos se había erigido antes de que los constructores cayeran en la cuenta.

El castillo dominaba las amplias llanuras fértiles que tanto mapas como hombres denominaban valle Bosquenegro. Era un valle, sí, pero allí no había crecido bosque alguno, negro, marrón o verde, en miles de años. Sí había existido en otros tiempos, pero hacía mucho que el hacha había acabado con el último árbol. En el lugar de robles crecían casas, molinos y torreones. El terreno era un lodazal yermo salpicado por parches de nieve a medio derretir.

En cambio, dentro del castillo quedaba una pequeña parte del bosque. La casa Blackwood seguía adorando a los antiguos dioses, al igual que los primeros hombres anteriores a la llegada de los ándalos a Poniente. Se decía que algunos árboles de su bosque de dioses eran tan viejos como las torres cuadradas de la fortaleza, sobre todo el árbol corazón, un arciano de tamaño colosal cuyas ramas superiores se veían a leguas de distancia, como dedos huesudos que arañaran el cielo.

Poco quedaba de los cultivos, huertos y granjas que en otros tiempos habían rodeado el Árbol de los Cuervos; lo único que encontraron Jaime Lannister y su escolta en las colinas ondulantes que daban acceso al valle fue barro y ceniza, y en ocasiones, las ruinas calcinadas de casas y molinos. En aquel erial crecían espinos y matorrales, pero nada parecido a un cultivo. Mirase hacia donde mirase, Jaime veía la mano de su padre, incluso en los huesos que se atisbaban de cuando en cuando junto al camino. Casi todos eran de oveja, pero también los había de caballo y de vaca, y también se veía alguna que otra calavera humana o un esqueleto sin cabeza con hierbajos entre las costillas.

No había grandes ejércitos alrededor del Árbol de los Cuervos, como los había en Aguasdulces. El asedio era más íntimo; se trataba del último paso de un baile que había empezado hacía siglos. Jonos Bracken tenía como mucho quinientos hombres en torno al castillo, y Jaime no vio torres de asedio, arietes ni catapultas. Bracken no tenía intención de derribar las puertas del Árbol de los Cuervos ni tomar por asalto su alta muralla. No había ayuda en perspectiva, así que se daba por satisfecho con rendir por hambre a su enemigo. Sin duda, había habido incursiones y escaramuzas al principio del asedio, y habían volado flechas en ambas direcciones, pero medio año después, todos estaban demasiado cansados para hacer tonterías, y se habían impuesto la rutina y el aburrimiento, enemigos mortales de la disciplina.

«Ya iba siendo hora de que esto terminara —pensó Jaime Lannister. Con Aguasdulces en manos de su familia, el Árbol de los Cuervos era el último vestigio del breve reinado del Joven Lobo. Cuando se rindiera, su misión a lo largo del Tridente habría concluido, y tendría libertad para volver a Desembarco—. Con el rey —se dijo. Pero una vocecita interior susurró—: "Con Cersei".»

Sabía que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse a ella; eso, si el septón supremo no la había ajusticiado antes de que volviera a la ciudad. «Vuelve ahora mismo —le había escrito en la carta que Peck había quemado en Aguasdulces—. Ayúdame. Sálvame. Te necesito como no te había necesitado jamás. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Vuelve ahora mismo.» A Jaime no le cabía duda de que lo necesitaba de verdad. En cuanto a lo demás…

«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna.»

Aunque hubiera vuelto, no habría podido salvarla. Era culpable de todas las traiciones de que la acusaban, y a él le faltaba la mano de la espada.

La columna llegó al trote entre los campos, y los centinelas la miraron con más curiosidad que temor. Ninguno dio la voz de alarma, cosa que a Jaime le pareció de maravilla. Tampoco les resultó difícil localizar el pabellón de lord Bracken: era el más grande del campamento y el mejor situado, en la cima de una pequeña loma, junto al río, desde donde tenía una buena vista de las dos puertas del Árbol de los Cuervos.

La tienda era marrón y tenía un mástil central, como la mayoría, con el corcel rojo rampante de la casa Bracken en su escudo dorado. Jaime dio orden de desmontar y les dijo a sus hombres que podían mezclarse con los acampados si lo deseaban.

—Vosotros dos, no —dijo a sus portaestandartes—. Quedaos conmigo. No tardaremos mucho.

Jaime se bajó de Honor y se encaminó hacia la tienda de Bracken con la espada envainada. Los guardias apostados junto a la entrada se miraron, nerviosos.

—¿Queréis que os anunciemos, mi señor? —preguntó uno.

—Ya me anuncio yo. —Jaime apartó la lona de la tienda con la mano dorada y se agachó para entrar.

Los encontró en plena acción, tan concentrados en el apareamiento que no se percataron de su llegada. La mujer tenía los ojos cerrados y las manos engarfiadas en torno a la espalda peluda de Bracken, y gemía con cada embestida. Su señoría tenía la cabeza enterrada entre sus pechos y la agarraba por las caderas. Jaime carraspeó.

—Lord Jonos…

La mujer abrió los ojos de golpe y dejó escapar un grito de sobresalto. Jonos Bracken rodó hacia un lado, echó mano de la vaina y se levantó entre maldiciones con el acero desnudo en la mano.

—Por los siete putos infiernos, ¿quién…? —Entonces vio la capa blanca y la coraza dorada de Jaime, y enseguida bajó la espada—, ¿Lannister?

—Siento interrumpiros en tan buen momento, mi señor —se excusó Jaime con un atisbo de sonrisa—, pero la verdad es que tengo un poco de prisa. ¿Podemos hablar?

—Sí. Claro. —Lord Joños envainó la espada. No era tan alto como Jaime, pero si más corpulento, con hombros anchos y brazos que habrían sido la envidia de un herrero. La barba incipiente que le cubría las mejillas y el mentón era castaña, del mismo color que los ojos en los que no acababa de disimular la rabia.

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