—Los dioses se han vuelto contra nosotros —se oyó decir al anciano lord Locke en el salón principal—. Así nos muestran su ira, con un viento frío como el infierno y nieve que nunca cesa. Estamos malditos.
—Stannis está maldito —replicó un hombre de Fuerte Terror—. Quien está ahí fuera a merced de la tormenta es él, no nosotros.
—Puede que lord Stannis tenga más calor de lo que nosotros creemos —replicó un jinete libre que no destacaba por su astucia—. Su hechicera invoca fuegos, y a lo mejor, el dios rojo que adora es capaz de derretir la nieve.
«Ha cometido un error», supo Theon al instante. El jinete había subido demasiado la voz, y al alcance del oído de Polla Amarilla, Alyn el Amargo y Ben Huesos. Cuando se lo contaron, lord Ramsay envió a los bribones del bastardo para que arrastraran a aquel hombre a la nieve.
—Ya que quieres tanto a Stannis, vamos a mandarte con él —dijo.
Damon Bailaparamí asestó unos cuantos golpes al jinete con su látigo largo engrasado. Luego, Ramsay ordenó que lo llevaran a la puerta de las Almenas mientras Desollador y Polla Amarilla cruzaban apuestas sobre cuánto tardaría en congelársele la sangre.
Las puertas principales de Invernalia estaban cerradas y atrancadas, y trabadas por el hielo y la nieve hasta tal punto que habría que picar para liberar el rastrillo antes de levantarlo. Lo mismo pasaba con la puerta del Cazador, aunque al menos ahí no había hielo, ya que se había utilizado hacía poco. No era el caso de la puerta del camino Real, cuyo puente levadizo tenía las cadenas congeladas y era imposible de manejar. Así que solo quedaba la puerta de las Almenas, un arco pequeño de la muralla interior. No era una de las entradas principales del castillo, porque aunque contaba con un puente levadizo para salvar el foso congelado, no daba a la puerta correspondiente de la muralla exterior, con lo que servía de acceso a los baluartes, pero no al mundo que se extendía más allá.
Llevaron al ensangrentado jinete, que no dejaba de protestar, al otro lado del puente y escaleras arriba. Una vez allí, Desollador y Alyn el Amargo lo cogieron por los brazos y las piernas y lo lanzaron al suelo, treinta varas más abajo. Los ventisqueros habían crecido tanto que engulleron el cuerpo, aunque, más tarde, los arqueros de las almenas juraron que lo habían visto avanzar por la nieve, arrastrando una pierna rota. Uno llegó a adornarle la grupa con una flecha.
—En menos de una hora estará muerto —garantizó lord Ramsay.
—O le estará chupando la polla a lord Stannis antes de que se ponga el sol —replicó Umber Mataputas.
—Pues que se vaya con cuidado —rio Rickard Ryswell—. Cualquiera que ande por ahí con este tiempo tendrá la polla congelada.
—Lord Stannis se habrá perdido en la tormenta —dijo lady Dustin—. Estará a muchas leguas de aquí, muerto o moribundo. Que el invierno se encargue de él y de su ejército; dentro de nada estarán enterrados en la nieve.
«Igual que nosotros», pensó Theon, asombrado ante tamaña estupidez. Lady Barbrey era del norte y debería medir mejor sus palabras. Tal vez los antiguos dioses estuvieran escuchando.
La cena consistió en puré de guisantes y pan del día anterior, lo que también hizo murmurar a los hombres, que veían como, en los asientos más privilegiados, los señores y los caballeros comían jamón.
Theon apuraba su ración de puré de guisantes, inclinado sobre el cuenco de madera, cuando un ligero roce en el hombro hizo que se le cayera la cuchara.
—No vuelvas a tocarme —dijo al tiempo que se precipitaba a recoger el cubierto antes de que las chicas de Ramsay se apoderasen de él—. No vuelvas a tocarme.
La mujer, otra de las lavanderas de Abel, se sentó a su lado, demasiado cerca. Aquella era joven; tendría quince o dieciséis años, con una pelambrera rubia que pedía a gritos un buen lavado y unos labios regordetes que pedían a gritos un buen beso.
—A muchas chicas nos gusta tocar —respondió con una sonrisita—. Me llamo Acebo, si a mi señor le parece bien.
«Acebo la puta», pensó; pero era bonita. En otros tiempos se habría echado a reír y se la habría sentado en el regazo. En otros tiempos.
—¿Qué quieres?
—Quiero ir a esas criptas. ¿Dónde están, mi señor? ¿Me las enseñaréis? —Acebo jugueteó con un mechón de pelo, enredándoselo en el meñique—. Dicen que son muy profundas y oscuras. Buen lugar para tocarse, con todos esos reyes muertos mirando.
—¿Te manda Abel?
—Puede. O puede que haya venido por mi cuenta. Pero si preferís a Abel, lo llamaré, y seguro que le canta a mi señor una canción muy dulce.
Con cada palabra que decía, Theon se convencía más y más de que se trataba de una trampa.
«Pero una trampa, ¿de quién? Y ¿para qué? —¿Qué podría querer Abel de él? No era más que un bardo, un alcahuete con un laúd y una sonrisa falsa—. Quiere saber cómo me apoderé del castillo, pero no para componer una canción. —De pronto se le ocurrió la respuesta—. Quiere saber cómo entré para saber cómo salir. —Lord Bolton había cerrado Invernalia a cal y canto, y nadie podía entrar ni salir sin su permiso—. Quiere huir con sus lavanderas.» Theon lo comprendía perfectamente.
—No quiero saber nada de Abel, de ti ni de ninguna de tus hermanas —dijo pese a ello—. Dejadme en paz.
En el exterior, la nieve se arremolinaba, danzaba. Theon se acercó renqueante a la muralla y la siguió hasta la puerta de las Almenas. Habría confundido a los guardias con un par de los muñecos de nieve de Walder el Pequeño, de no ser por las nubes de vaho de su aliento.
—Quiero pasear por la muralla —les dijo, con lo que su aliento también se condensó en el aire.
—Ahí arriba hace un frío de mil demonios —le advirtió uno.
—Aquí abajo hace un frío de mil demonios —replicó el otro—. Haz lo que quieras, cambiacapas. —Abrió la puerta para franquearle el paso.
Los peldaños estaban cubiertos de nieve, resbaladizos, traicioneros en la oscuridad. Cuando llegó al adarve, no le costó encontrar el lugar desde donde habían tirado al jinete libre. Apartó la nieve recién caída entre las almenas y se inclinó para mirar.
«Puedo saltar —pensó—. Si él ha sobrevivido, yo también puedo. —Sí, podía saltar, y luego…—. Luego, ¿qué? ¿Me rompo una pierna y muero bajo la nieve? ¿Me arrastro para morir congelado un poco más lejos? —Era una estupidez. Ramsay le daría caza con las chicas, y Jeyne la Roja, Jez y Helicent lo despedazarían. Eso si tenía suerte. Si no, lo capturarían con vida.
—Tengo que recordar mi nombre —susurró.
A la mañana siguiente, el viejo escudero de ser Aenys Frey apareció desnudo y muerto de frío en el cementerio del viejo castillo, con el rostro tan oculto por la escarcha que parecía que llevara una máscara. Ser Aenys aventuró que su escudero había bebido demasiado y se había extraviado en la tormenta, aunque nadie supo explicar por qué se había quitado la ropa para salir al patio.
«Otro borracho», pensó Theon. El vino tenía el poder de ahogar muchas sospechas.
Más adelante, antes de que acabara la jornada, un ballestero de los Flint apareció en los establos con el cráneo destrozado. Una coz de algún caballo, dictaminó lord Ramsay.
«Más bien parece un garrotazo», pensó Theon.
Todo le resultaba demasiado familiar, como una representación de títeres que ya hubiera visto, solo que los actores eran otros. Roose Bolton interpretaba el papel que había correspondido a Theon la vez anterior, y los muertos, los que habían correspondido a Aggar, Gynir Napiarroja y Gelmarr el Torvo.
«Hediondo también estaba —recordó—, pero era un Hediondo distinto, un Hediondo con las manos ensangrentadas y los labios llenos de mentiras dulces como la miel. Hediondo, Hediondo, rima con trasfondo.»
Las muertes hicieron que los señores de Roose Bolton discutieran sin tapujos en el salón principal. A algunos se les estaba agotando la paciencia.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos cruzados de brazos, esperando a un rey que no llega nunca? —exigió saber ser Hosteen Frey—. Lo que tendríamos que hacer es salir al encuentro de Stannis y acabar con él.
—¿Abandonar el castillo? —graznó el manco Harwood Stout, con un tono que indicaba que antes preferiría que le cortaran el otro brazo—. ¿Queréis que ataquemos a ciegas, enmedio de la nieve?
—Para acabar con lord Stannis, previamente tendríamos que dar con él —señaló Roose Ryswell—. Nuestros exploradores salen por la puerta del Cazador, pero últimamente ya no vuelven.
—Puerto Blanco no teme cabalgar con vos, ser Hosteen. —Lord Wyman Manderly se dio unas palmadas en la enorme barriga—. Encabezad la marcha y mis caballeros os seguirán.
—Sí, de cerca. —Ser Hosteen se volvió hacia el gordo—. Lo suficiente como para clavarme una lanza en la espalda. ¿Dónde están mis parientes, Manderly? Vuestros invitados, los que os devolvieron a vuestro hijo.
—Querréis decir sus huesos. —Manderly pinchó un trozo de jamón con el puñal—. Los recuerdo muy bien: Rhaegar, el de los hombros caídos, con su lengua de miel; el valeroso ser Jared, siempre presto a desenvainar el acero; Symond, el amo de espías, contando dinero sin parar. Me entregaron los huesos de Wendel. Quien me devolvió a Wylis sano y salvo, tal como me había prometido, fue Tywin Lannister, un hombre de palabra, los Siete lo tengan en su gloria. —Lord Wyman se metió la carne en la boca, la masticó con estrépito y chasqueó los labios—. Los caminos son azarosos. Entregué regalos a vuestros hermanos cuando nos despedimos en Puerto Blanco, y juramos que nos volveríamos a ver aquí, en la boda. Hubo muchos, muchos testigos.
—¿Muchos, muchos? —le imitó Aenys Frey—. ¿O vos y los vuestros?
—¿Qué insinuáis, Frey? —El señor de Puerto Blanco se limpió la boca con la manga—. No me gusta vuestro tono. No, no me gusta ni una gota.
—Sal al patio, montaña de grasa, y de lo que no te va a quedar ni una gota es de sangre —replicó ser Hosteen.
Wyman Manderly se echó a reír, pero media docena de sus caballeros se pusieron en pie al instante. Roger Ryswell y Barbrey Dustin tuvieron que calmarlos con palabras sosegadas. Roose Bolton, en cambio, no dijo nada, pero Theon Greyjoy vio en sus ojos claros una expresión que no le había visto hasta entonces: incomodidad y hasta un atisbo de miedo.
Aquella noche, los nuevos establos se derrumbaron bajo el peso de la nieve. Veintiséis caballos y dos mozos de cuadra murieron aplastados por la techumbre, y tardaron casi toda la mañana en sacar los cadáveres. Lord Bolton se dejó ver un momento en el palenque para inspeccionar el lugar, y luego ordenó que llevaran adentro a los caballos que hubieran sobrevivido, así como a los que quedaban atados a la intemperie. Justo cuando acababan de recuperar los cadáveres de los mozos y de descuartizar a los caballos, descubrieron otra muerte.
Aquella no hubo manera de atribuirla al tropezón de un borracho ni a la coz de un caballo. El muerto era uno de los favoritos de Ramsay, el rechoncho y repulsivo soldado al que llamaban Polla Amarilla. Habría sido difícil decir si hacía honor a su mote, porque le habían cortado el miembro y se lo habían metido en la boca con tanta fuerza que le habían roto tres dientes. Cuando los cocineros lo encontraron junto a las cocinas, enterrado hasta el cuello en un ventisquero, tenía la polla y todo lo demás azules del frío.
—Quemad el cadáver —ordenó Roose Bolton—, y que no se hable de esto. No quiero que corra la voz.
Pero la voz corrió, y a mediodía, casi toda Invernalia se había enterado de lo sucedido, muchos por boca de Ramsay Bolton, ya que Polla Amarilla era su «chico».
—Cuando demos con el que ha hecho esto, lo desollaré de los pies a la cabeza —prometió Ramsay—. Luego freiré la piel hasta que quede bien crujiente y se la haré comer.
También se dijo que el nombre del culpable valdría un dragón de oro.
Al atardecer, el hedor del salón principal ya era notable. Cientos de caballos, hombres y perros se amontonaban bajo el mismo techo, y los suelos eran un lodazal de barro, nieve derretida y excrementos de caballo, perro y hasta hombre; el aire apestaba a perro mojado, a lana mojada y a mantas de caballo empapadas, y los bancos atestados no ofrecían cobijo alguno, pero había comida. Los cocineros sirvieron grandes tajadas de carne de caballo fresca, tostada por fuera y muy cruda por dentro, con cebollitas y nabos asados… Por una vez, los soldados comieron tan bien como los señores y los caballeros.
La carne de caballo estaba demasiado dura para los destrozados dientes de Theon, y cuando intentó masticarla, el dolor fue insoportable, de modo que aplastó los nabos y las cebollas con la hoja del puñal, para hacerse un puré, y luego cortó la carne en trocitos diminutos para chuparlos bien antes de escupirlos. Así al menos le quedaban el sabor, y parte del alimento, en forma de sangre y grasa. Con el hueso no podía hacer nada, y se lo tiró a las perras. Jeyne la Gris se hizo con él y salió corriendo, seguida por Sara y Willow, que le lanzaban dentelladas.
Lord Bolton ordenó a Abel que actuara durante la comida, y el bardo entonó «Lanzas de hierro» y «La doncella del invierno.» Por petición de Barbrey Dustin, que solicitó algo más alegre, cantó «La reina se quitó la sandalia y el rey se quitó la corona» y «El oso y la doncella». Los Frey se unieron a los cánticos, y hasta algunos norteños golpearon la mesa con el puño al tiempo que aullaban: «¡Un oso! ¡Un oso!», pero el ruido asustó a los caballos, así que tuvieron que callarse, y la música no tardó en cesar.
Los bribones del Bastardo se reunieron bajo un candelabro con una antorcha que despedía mucho humo. Luton y Desollador se pusieron a jugar a los dados; Gruñón se sentó a una mujer en el regazo para manosearle el pecho, y Damon Bailaparamí se dedicó a engrasar su látigo.
—Hediondo —llamó. Le dio unos golpecitos en la pantorrilla, como si fuera un perro—. Empiezas a oler mal otra vez.
—Sí —dijo Theon con voz queda; no tenía otra respuesta.
—Cuando termine todo esto, lord Ramsay tiene intención de cortarte los labios —dijo Damon al tiempo que pasaba un trapo aceitado a lo largo del látigo.
«Mis labios han estado entre las piernas de su dama. Tamaña insolencia no puede quedar sin castigo.»
—Como digáis.
—Me parece que le hace ilusión —se burló Luton.
—Lárgate, Hediondo —bufó Desollador—. Tu olor me revuelve el estómago.
Los demás se echaron a reír, y él salió a toda prisa, antes de que cambiaran de idea. Sus torturadores no lo seguirían afuera mientras quedara comida, bebida, mujeres fáciles y hogueras acogedoras. Cuando se marchó, Abel estaba cantando «Las doncellas que florecen en primavera».