Danza de dragones (113 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Este es grande y fuerte —anunció el subastador—. Tiene mucha rabia. Dará un buen espectáculo en los reñideros. ¿Quién ofrece trescientas monedas de plata?

Nadie.

Nadie, por lo visto.

Mormont no prestó la menor atención a la variopinta multitud; tenía los ojos clavados más allá de las líneas de asedio, en la ciudad lejana de la antigua muralla multicolor. Tyrion leyó su expresión como si fuera un libro abierto: «Tan cerca y, a la vez, tan lejos». El pobre diablo había regresado demasiado tarde. Daenerys Targaryen se había casado, según les habían comentado entre risas los guardias de los rediles. Había tomado como rey a un esclavista meereeno rico y noble, y en cuanto se firmara el fin de las hostilidades, las arenas de combate de Meereen se abrirían de nuevo. Algunos esclavos aseguraban que los guardias mentían, que Daenerys Targaryen jamás firmaría la paz con los esclavistas. La llamaban
mysha,
«madre». La reina de plata saldría pronto de su ciudad, aplastaría a los yunkios y rompería sus cadenas, se susurraban los esclavos entre sí.

«Sí, y luego nos hará un pastel de limón y nos curará las pupitas a besos», pensó el enano.

No tenía la menor fe en los rescates regios. Si se hacía necesario, buscaría la libertad por su cuenta. Las setas que llevaba escondidas en la punta de la bota bastarían para Penny y para él. Crujo y Cerdita Bonita tendrían que apañárselas.

Aya siguió instruyendo a los nuevos juguetes de su amo:

—Haced lo que os digan y nada más, y viviréis como pequeños señores, adorados y entre algodones —les prometió—. Desobedeced y… Pero no, no haríais semejante cosa, ¿a que no, mis pequeñines? —Se inclinó para pellizcar a Penny en la mejilla.

—¡Venga, doscientos! —pidió el subastador—. Un gigante como este vale el doble. ¡Será un gran guardaespaldas! ¡No habrá enemigo que se atreva a molestaros!

—Vamos, mis pequeños amigos —dijo Aya—. Os llevaré a vuestro nuevo hogar. En Yunkai residiréis en la pirámide dorada de Qaggaz y comeréis en vajilla de plata, pero aquí vivimos con sencillez, en las modestas tiendas de los soldados.

—¿Alguien me da cien? —casi suplicó el subastador.

Con eso consiguió por fin una puja, aunque fue solo de cincuenta monedas de plata. El pujador era un hombre flaco con delantal de cuero.

—Y una —anunció la vieja del
tokar
violeta.

Un soldado levantó a Penny en volandas para subirla al carro de la mula.

—¿Quién es esa vieja? —le preguntó Tyrion.

—Zahrina —respondió—. Lo suyo son los luchadores baratos; carne para los héroes. Vuestro amigo no tardará en morir.

«No era amigo mío.» Pero casi sin darse cuenta, Tyrion Lannister se dirigió hacia Aya.

—No podéis dejar que lo compre.

—¿Qué ruido es ese que has hecho? —Aya lo miró con los ojos entrecerrados.

—Forma parte de nuestro espectáculo. —Tyrion señaló al caballero—. El oso y la doncella. Jorah es el oso, Penny es la doncella y yo soy el valiente caballero que la rescata. Bailo a su alrededor y luego le pego una patada en los huevos. Tiene mucha gracia.

El capataz observó el estrado de la subasta.

—¿Seguro?

La puja por Jorah Mormont había llegado a las doscientas monedas de plata.

—Y una —dijo la vieja del
tokar
violeta.

—Ya. Es el oso. —Aya volvió a atravesar la multitud y se inclinó sobre el gigantesco yunkio amarillo de la litera para susurrarle al oído. Su señor asintió, con lo que le temblaron todas las papadas, y alzó el abanico.

—Trescientos —ofreció con voz jadeante.

La vieja soltó un bufido y dio media vuelta.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Penny en la lengua común.

«Buena pregunta —pensó Tyrion—. ¿Por qué?»

—Tu espectáculo se estaba volviendo aburrido. Todos los titiriteros tienen un oso que baila.

La chica le lanzó una mirada cargada de reproche y se sentó al fondo del carro, con los brazos en torno al cuello de Crujo, como si fuera el único amigo que le quedaba en el mundo.

«Tal vez lo sea.»

Aya regresó con Jorah Mormont, y dos de los soldados esclavos de su amo lo lanzaron al carro, entre los enanos. El caballero no opuso resistencia.

«Ya no le quedan ganas de luchar. Perdió las fuerzas cuando se enteró de que su reina se había casado —comprendió Tyrion. Unas palabras habían logrado lo que no consiguieron puños, palos ni látigos: quebrar su espíritu—. Debería haber dejado que lo comprara la vieja. Nos va a ser tan útil como los pezones en una coraza.»

Aya subió a la parte delantera del carro y cogió las riendas, y emprendieron la marcha por el campamento de asedio hacía la tienda de su nuevo amo, el noble Yezzan zo Qaggaz. Junto a ellos marchaban cuatro soldados esclavos, dos a cada lado del carro.

Penny no lloró, pero tenía los ojos enrojecidos y tristes, y no los apartaba de Crujo.

«¿Cree que todo esto se esfumará si no lo observa?»

Ser Jorah Mormont no miraba nada ni a nadie; se quedó sentado con sus cadenas, melancólico y meditabundo.

Tyrion lo miraba todo y a todos.

El campamento yunkio no era un campamento, sino un centenar de ellos amontonados en forma de media luna en torno a la muralla de Meereen; una ciudad de lona y seda con sus avenidas, sus callejones, sus tabernas, sus prostitutas, sus barrios buenos y sus barrios malos. Entre las líneas de asedio y la bahía, las tiendas habían brotado como setas amarillas. Las había pequeñas y míseras, apenas un trozo de lona sucia para resguardarse de la lluvia y del sol, pero junto a ellas se alzaban tiendas barracón en las que podían dormir cien hombres, y pabellones de seda grandes como palacios con arpías brillantes en los mástiles del techo. Algunos campamentos estaban bien organizados, con las tiendas distribuidas en círculos concéntricos en torno a una hoguera de cocina, con las armas y las armaduras en el círculo interior y los caballos en el exterior. En el resto imperaba el caos.

Las llanuras calcinadas que rodeaban Meereen estaban deforestadas en leguas a la redonda, pero los barcos yunkios habían transportado desde el sur madera suficiente para erigir seis grandes trabuquetes. Los habían colocado a tres lados de la ciudad, dejando libre solo el río, y en torno a ellos había montones de cascotes y barriles de brea y resina a la espera de una antorcha. Uno de los soldados que caminaban junto al carro vio que Tyrion los miraba, y le explicó con orgullo que cada trabuquete tenía un nombre:
Matadragones, Bruja, Hija de la Arpía
,
Mala Hermana
,
Fantasma de Astapor
y
Puño de Mazdhan.
Los trabuquetes se elevaban más de diez varas por encima de las tiendas, y eran sin duda lo más destacable del campamento.

—Nada más verlos, la reina dragón se puso de rodillas —alardeó—.

Y así va a quedarse, chupándole la noble polla a Hizdahr si no quiere que le echemos abajo la muralla.

Tyrion vio cómo azotaban a un esclavo hasta dejarle la espalda cubierta de sangre, en carne viva. Una fila de hombres encadenados pasó junto a ellos; llevaban lanzas y espadas cortas, pero las cadenas los unían tobillo con tobillo y muñeca con muñeca. El olor de la carne asada impregnaba el aire, y vio a un hombre desollar un perro para echarlo a la olla.

También vio a los muertos y oyó a los moribundos. Por debajo de los jirones de humo, el olor de los caballos y el intenso aroma de la sal que llegaba de la bahía, se podía detectar el hedor de la sangre y la mierda.

«La colerina —comprendió al ver a dos mercenarios sacar de una tienda el cadáver de un tercero. Sintió un escalofrío. En cierta ocasión había oído decir a su padre que esa enfermedad podía acabar con un ejército más deprisa que cualquier batalla—. Razón de más para escapar; cuanto antes, mejor.»

Ciento cincuenta pasos más adelante descubrió buenas razones para recapacitar. Se había formado un corro en torno a tres esclavos fugitivos a los que habían capturado.

—Estoy seguro de que mis tesoritos van a ser buenos y obedientes —comentó Aya—. Mirad lo que les pasa a los que tratan de huir.

Los prisioneros estaban atados a una hilera de cruces, y un par de hombres los utilizaba para probar su puntería con la honda.

—Son tolosios —les comentó un guardia—. Nadie maneja la honda como ellos. En vez de piedras, lanzan bolas de plomo blando.

Tyrion nunca había entendido para qué servían las hondas, cuando los arcos tenían mucho más alcance, pero tampoco había visto nunca a un tolosio en acción. Sus proyectiles de plomo causaban muchísimo más daño que las piedras lisas que utilizaban otros honderos, y hasta más que ningún arco. Uno de ellos acertó a un prisionero en la rodilla, que reventó con una explosión de sangre y hueso, y le dejó la parte inferior de la pierna colgando de un tendón rojo oscuro.

«Uno que ya no irá muy deprisa si intenta escapar otra vez», reconoció Tyrion mientras el hombre empezaba a gritar. Sus alaridos se mezclaron en el aire matutino con las risotadas de los vivanderos y los juramentos de los que habían apostado a que el hondero fallaría. Penny apartó los ojos, pero Aya la agarró por la barbilla y le giró la cabeza para obligarla a mirar.

—Presta atención —ordenó—. Tú también, oso.

Jorah Mormont alzó la cabeza y miró a Aya. Tyrion advirtió que se le tensaban los brazos.

«Se va a lanzar contra él, y ese será nuestro fin.» Pero el caballero se limitó a poner cara de pocos amigos y volverse para contemplar el sanguinario espectáculo.

Al este, la gigantesca muralla de ladrillo de Meereen parecía relucir bajo el sol de la mañana. Era el refugio que tanto habían deseado alcanzar aquellos pobres imbéciles.

«Pero quizá no siga siendo un refugio mucho tiempo.»

Los tres esclavos que habían intentado fugarse ya estaban muertos cuando Aya volvió a coger las riendas y el carro reanudó la marcha.

El campamento de su amo estaba al sudeste de la Bruja, casi a su sombra, y se extendía varias fanegas. La sencilla tienda de Yezzan Qaggaz era un palacio de seda color limón. En las puntas de cada uno de sus nueve tejados picudos aparecía una arpía dorada que refulgía bajo el sol, y estaba rodeada de tiendas menos lujosas.

—Ahí viven los cocineros, las concubinas, los guerreros y los parientes menos favorecidos de nuestro noble amo —les explicó Aya—, pero vosotros, mis tesoritos, tendréis el privilegio de compartir su pabellón. Le gusta tener cerca sus posesiones más preciadas. —Miró a Mormont con el ceño fruncido—. Eso no va contigo, oso. Eres muy grande y muy feo; a ti te encadenaremos fuera. —El caballero no respondió—. Lo primero será poneros la argolla al cuello.

Eran de hierro, con un fino baño dorado para que brillaran a la luz. Llevaban grabado el nombre de Yezzan en glifos valyrios, e incluían unas campanillas debajo de las orejas, para que cada paso de sus portadores sonara con un tintineo alegre. Jorah Mormont aceptó su argolla con un silencio hosco, pero Penny se echó a llorar cuando el armero cerró la suya.

—Pesa mucho —se quejó.

—Es de oro macizo —mintió Tyrion al tiempo que le apretaba la mano—. En Poniente, las damas de alta cuna sueñan con llevar un torque como este.

«Y más vale que nos pongan una argolla a que nos marquen a fuego. Una argolla siempre se puede quitar.» Recordó a Shae, y recordó también cómo brillaba la cadena de oro cuando la estranguló con ella.

Aya ordenó que engancharan las cadenas de ser Jorah a una estaca, cerca de la hoguera de cocina, y acompañó a los dos enanos a la tienda de su amo para señalarles el sitio donde les correspondía dormir: en una alcoba alfombrada separada de la tienda principal por tabiques de seda amarilla. Compartirían el espacio con otros tesoros de Yezzan: un niño con «patas de cabra» retorcidas y velludas, una chica de Mantarys que tenía dos cabezas, una mujer barbuda y una criatura esbelta llamada Golosina, ataviada con adularias y encaje de Myr.

—Os preguntáis si soy hombre o mujer —dijo Golosina a los enanos. Se levantó las faldas y les mostró lo que tenía debajo—. Las dos cosas, y el amo me aprecia más que a nada.

«Es una colección de monstruos —comprendió Tyrion—. En algún sitio hay un dios que se está riendo de mí.»

—Qué maravilla —le dijo a Golosina, que tenía el pelo morado y los ojos violeta—. Y nosotros que pensábamos que en esta ocasión seríamos los guapos, para variar.

Golosina soltó una risita, pero a Aya no le hizo gracia.

—Guárdate las bromas para esta noche, cuando actúes ante nuestro noble amo. Si lo complaces, tendrás una buena recompensa. Si no… —lo abofeteó.

—Será mejor que os andéis con cuidado con Aya —les dijo Golosina cuando salió el capataz—. Aquí solo hay un monstruo, y es él.

La mujer barbuda hablaba un dialecto incomprensible del ghiscario, y el chico cabra, la lengua del comercio, una mezcolanza gutural propia de los marineros. La chica de dos cabezas era retrasada; una de las cabezas era del tamaño de una naranja y no decía nada, mientras que la otra tenía los dientes afilados y gruñía a quien se acercara a su jaula. Golosina, en cambio, dominaba cuatro idiomas, entre ellos el alto valyrio.

—¿Cómo es el amo? —preguntó Penny, nerviosa.

—Tiene los ojos amarillos y huele fatal —respondió Golosina—. Hace diez años viajó a Sothoros, y desde entonces se está pudriendo por dentro. Si le hacéis olvidar que se muere, aunque solo sea un rato, será de lo más generoso. No le digáis que no a nada.

Apenas tuvieron aquella tarde para familiarizarse con el hecho de ser una propiedad. Los esclavos de Yezzan llenaron una bañera con agua caliente y permitieron que los enanos se bañaran, primero Penny y luego Tyrion. A continuación, otro esclavo le untó un ungüento en las heridas de la espalda; le escoció mucho, pero impediría que se gangrenaran. Luego le aplicaron unas cataplasmas refrescantes. A Penny le cortaron el pelo y a Tyrion le arreglaron la barba, y también les dieron zapatillas y ropa sencilla pero limpia.

Cuando cayó la noche, Aya regresó para decirles que era hora de representar su número. Yezzan tenía como invitado al comandante supremo de los yunkios, el noble Yurkhaz zo Yunzak, y tenían que actuar ante él.

—¿Le quitamos las cadenas a vuestro oso?

—No, esta noche no —replicó Tyrion—. Hoy solo justaremos para nuestro amo, y guardaremos al oso para otra ocasión.

—Muy bien. Cuando termine vuestro número, ayudaréis a servir el vino y la comida. No se la echéis encima a un invitado, o lo pagaréis caro.

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