Danza de dragones (148 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vuestro valor es admirable, lord Karstark, pero eso no basta para abrir una brecha en los muros de Invernalia. Decidme, ¿cómo pensáis tomar el castillo? ¿Con bolas de nieve?

—Talaremos árboles para construir arietes y poder derribar las puertas —respondió un nieto de lord Arnolf.

—Y moriréis.

—Haremos escalas para trepar por la muralla —intervino otro nieto.

—Y moriréis.

—Levantaremos torres de asedio. —Quien alzó la voz fue Arthor Karstark, el hijo menor de lord Arnolf.

—Y moriréis, y moriréis, y moriréis. —Ser Justin puso los ojos en blanco—. Dioses misericordiosos, ¿todos los Karstark estáis locos?

—¿Dioses? —le espetó Richard Horpe—. Olvidáis una cosa, Justin: solo tenemos un dios. No habléis aquí de demonios; ahora, solo el Señor de Luz puede salvarnos, ¿no os parece? —Acentuó sus palabras llevándose la mano al puño de la espada, pero no apartó los ojos del rostro de Justin Massey, que pareció encogerse bajo su mirada.

—El Señor de Luz, claro. Mi fe es tan sincera como la vuestra, ya lo sabéis.

—No pongo en duda vuestra fe, sino vuestro valor. Habéis pregonado la derrota a cada paso desde que salimos de Bosquespeso. A veces no sé de qué lado estáis.

—No estoy dispuesto a dejarme insultar —respondió Massey, mientras el rubor le subía por el cuello. Descolgó la capa húmeda de la pared con un tirón tan brusco que Asha oyó como se desgarraba, pasó junto a Horpe y cruzó la puerta. La ráfaga de aire frío que cruzó la estancia levantó cenizas de la zanja y avivó las llamas.

«No hace falta gran cosa para que se venga abajo —pensó Asha—. Mi campeón tiene los pies de barro.» Pese a todo, ser Justin era uno de los pocos que tal vez se opusieran a que los hombres de la reina la quemasen, así que se levantó, se puso la capa y se adentró en la ventisca para seguirlo. Ni había dado diez pasos que ya estaba perdida. Alcanzaba a ver el fuego que ardía en la atalaya, un débil resplandor anaranjado que flotaba en el aire, pero el resto de la aldea había desaparecido; estaba sola en un mundo blanco de silencio, abriéndose camino por una nieve que le llegaba a los muslos.

—¿Justin? —llamó. No obtuvo respuesta. A la izquierda oyó relinchar a un caballo.

«El pobre animal parece asustado; quizá sepa que va a convertirse en la cena de mañana.» Asha se arrebujó en la capa.

Por casualidad fue a dar al prado de la aldea. Las estacas de pino carbonizadas seguían en pie; el fuego no las había consumido por completo. Vio que las cadenas ya se habían enfriado, pero seguían aprisionando los cadáveres con su abrazo de hierro. Un cuervo, posado en una de ellas, arrancaba jirones de carne quemada de un cráneo ennegrecido. La nieve había cubierto las cenizas de la base de la pira y trepaba por las piernas del hombre, hasta el tobillo.

«Los antiguos dioses quieren darle sepultura —se dijo—. Esto no ha sido obra suya.»

—No te pierdas detalle, puta —dijo la voz grave de Clayton Suggs a su espalda—. Te quedarás igual de guapa cuando te asemos. Dime una cosa, ¿los calamares gritan?

«Dios de mis ancestros, si puedes oírme desde tus estancias acuosas, bajo las olas, dame tan solo un hacha pequeñita para que se la lance.» El Dios Ahogado no respondió; no solía responder, como ningún dios.

—¿Habéis visto a ser Justin?

—¿Ese imbécil arrogante? ¿Qué quieres de él, puta? Si necesitas un polvo, yo soy más hombre que Massey.

«Y dale con
puta.
—No acababa de entender que los hombres como Suggs usasen esa palabra para degradar a las mujeres, cuando las putas eran las únicas que querrían tener algo que ver con ellos. Y Suggs era peor que Liddle el de Enmedio—. Pero me lo llama en serio.»

—Vuestro rey castra a los violadores —le recordó.

—El rey se ha quedado medio ciego de tanto mirar al fuego —replicó ser Clayton con una risita—. Pero no tengas miedo, puta, no voy a violarte; después tendría que matarte, y prefiero verte arder.

—¿Habéis oído eso? —De nuevo le llegó el relincho del caballo.

—¿El qué?

—Un caballo. No, más de uno. —Inclinó la cabeza para escuchar. La nieve distorsionaba el sonido, y era difícil saber de dónde procedía.

—¿Es un truco de calamares? No oigo… —Suggs frunció el ceño—. ¡Maldita sea! ¡Jinetes! —Tanteó en busca de la espada, con manos torpes por culpa de los guantes de piel y cuero, hasta que consiguió arrancarla de la vaina.

Ya tenían encima a los jinetes.

Salieron de la tormenta como un escuadrón fantasmagórico: hombres corpulentos, que parecían aún más grandes por las gruesas pieles que vestían, montados en caballitos. Las espadas que llevaban al cinto cantaban la suave canción del acero al repiquetear en la vaina. Asha vio un hacha de guerra colgada de una silla de montar, y un hombre con un martillo a la espalda; también llevaban escudos, pero tan cubiertos de hielo y nieve que era imposible distinguir los blasones. Pese a todas las capas de lana, pieles y cuero endurecido, Asha se sintió desnuda.

«Un cuerno, necesito un cuerno para alertar al campamento.»

—¡Corre, puta estúpida! —gritó ser Clayton—. ¡Corre a avisar al rey! ¡Lord Bolton se nos echa encima! —Por muy bruto que fuera, Suggs no andaba falto de valor. Espada en mano, avanzó por la nieve y se interpuso entre los jinetes y la atalaya del rey, cuya almenara resplandecía tras él como el ojo anaranjado de algún dios extraño—. ¿Quién vive? ¡Alto! ¡Alto!

El jinete que iba en cabeza detuvo el caballo ante él. Había otros detrás, quizá hasta una veintena. Asha no tenía tiempo de contarlos. Podía haber centenares ocultos por la tormenta, pisándoles los talones; podían ser todas las huestes de Roose Bolton agazapadas en la oscuridad y en los remolinos de nieve, a punto de caer sobre ellos. Pero…

«Son demasiados para ser exploradores y muy pocos para ser una avanzadilla. —Y dos iban de negro—. La Guardia de la Noche», comprendió de pronto.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

—Amigos —respondió una voz vagamente conocida—. Estuvimos buscándoos en Invernalia, pero solo encontramos a Umber Carroña repicando tantos tambores y soplando tantos cuernos como podía. Nos ha llevado cierto tiempo encontraros. —El jinete saltó de la silla, se quitó la capucha e hizo una reverencia. Tenía la barba tan espesa y encostrada de hielo que Asha tardó un momento en reconocerlo.

—¿Tris? —dijo por fin.

—Mi señora. —Tristifer Botley se arrodilló—. He venido con la Doncella, Roggon, Lenguamarga, Dedos, Grajo… Somos seis, todos los que estábamos en condiciones de montar. Cromm murió de sus heridas.

—¿Qué pasa aquí? —exigió saber ser Clayton Suggs—. ¿Eres de los suyos? ¿Cómo has escapado de las mazmorras de Bosquespeso?

—Sybelle Glover recibió un generoso rescate por liberarnos, y decidió aceptarlo en nombre del rey. —Tris se levantó y se sacudió la nieve de las rodillas.

—¿De qué rescate hablas? ¿Quién iba a pagar nada por la escoria del mar?

—Yo, mi señor. —El que había hablado se adelantó a lomos de su caballo. Era muy alto y delgado, con las piernas tan largas que resultaba increíble que no le arrastraran los pies—. Necesitaba una escolta fuerte para llegar sano y salvo hasta el rey, y lady Sybelle necesitaba menos bocas que alimentar. —Las facciones del hombre alto quedaban ocultas tras el embozo, pero llevaba el sombrero más extraño que había visto Asha desde la última vez que visitó Tyrosh: sin ala, de una tela muy lisa, una torre formada por tres cilindros apilados—. Tengo entendido que el rey Stannis está aquí. Es muy urgente que hable con él de inmediato.

—Por el hedor de los siete infiernos, ¿quién sois vos?

—Tengo el privilegio de ser Tycho Nestoris, humilde servidor del Banco de Hierro de Braavos. —El hombre alto desmontó del caballo con un movimiento elegante, se quitó el peculiar sombrero e hizo una reverencia.

De todas las cosas raras que podían haber llegado a caballo en mitad de la noche, lo último que habría esperado Asha Greyjoy era un banquero braavosi; era tan absurdo que no tuvo más remedio que echarse a reír.

—El rey Stannis se ha asentado en la atalaya. Ser Clayton estará encantado de conduciros hasta él, estoy segura.

—Muy amable por su parte. El tiempo apremia. —El banquero la examinó con unos ojos oscuros y suspicaces—. La dama Asha de la casa Greyjoy, si no me equivoco.

—Sí, soy Asha de la casa Greyjoy, aunque en lo de
dama
no todos están de acuerdo.

—Os traemos un regalo —dijo el braavosi con una sonrisa, e hizo una seña a los hombres que lo seguían—. Esperábamos dar con el rey en Invernalia, pero por desgracia, el castillo se halla envuelto en esta misma tormenta. Al pie de la muralla nos encontramos con Mors Umber y una tropa de novatos que esperaban a su alteza, y nos dio esto.

«Una muchacha y un viejo», pensó Asha cuando los arrojaron de mala manera sobre la nieve, ante ella. La chica era presa de fuertes temblores, pese a las pieles que la arropaban; de no haber estado tan asustada, hasta podía ser bonita, aunque la punta de la nariz se le había ennegrecido por la congelación. En cuanto al viejo, daba un poco de repelús; había visto espantapájaros con más carne. La cara era una calavera cubierta de piel, y tenía el pelo blanco como el marfil, y mugriento. Y apestaba. Solo con verlo, a Asha se le revolvieran las tripas.

Entonces, el viejo levantó la mirada.

—Hermana. Ya ves, esta vez te he reconocido.

—¿Theon? —El corazón de Asha dio un vuelco.

Retrajo los labios para esbozar lo que tal vez fuera una sonrisa. Le faltaba la mitad de los dientes, y los que le quedaban estaban rotos y astillados.

—Theon —repitió—. Me llamo Theon. Tengo que recordarlo.

Victarion

En un mar negro, bajo una luna de plata, la Flota de Hierro cayó sobre su presa.

La avistaron en los estrechos que separaban la isla de los Cedros de las colinas rocosas de la costa astapori, tal como había predicho Morroqo, el sacerdote negro.

—¡Ghiscarios! —gritó Longwater Pyke desde la cofa.

En el castillo de proa, Victarion Greyjoy observaba la vela del barco; se iba haciendo más grande. No tardaría en oír el movimiento rítmico de los remos y divisar a la luz de la luna la larga estela blanca que dejaba a su paso, como una cicatriz que cruzara el mar.

«No es un navío de guerra —advirtió—. Es una galera mercante, de las grandes.» Sería un buen trofeo. Hizo una seña a sus capitanes para que empezara la persecución. Abordarían el barco y se harían con él.

Para entonces, el capitán de la galera ya se había apercibido del peligro. Viró al oeste, poniendo proa a la isla de los Cedros, quizá buscando refugio en alguna cala oculta o con la esperanza de arrastrar a sus perseguidores contra las rocas dentadas que sobresalían a lo largo de la costa noreste, pero transportaba mucha carga, y los hijos del hierro tenían el viento a favor. El
Dolor
y el
Victoria de Hierro
interceptaron a su presa, mientras que el veloz
Gavilán
y el ágil
Danzarín del Dedo
se dispusieron tras ella. Ni siquiera entonces arrió sus estandartes el capitán ghiscario. Cuando el
Lamento
se situó a la altura del trofeo, raspándole el casco de babor y destrozándole los remos, los dos navíos se encontraban ya tan cerca de las ruinas malditas de Gohzai que les llegaba el parloteo de los monos, mientras la primera luz del alba se derramaba sobre las pirámides derruidas de la ciudad.

Amanecer Ghiscario:
así se llamaba su trofeo, según le dijo a Victarion el capitán de la galera cuando lo llevaron encadenado ante él. Había partido del Nuevo Ghis y volvía por Yunkai después de comerciar en Meereen. No hablaba ninguna lengua civilizada, solo el ghiscario: gutural, todo gruñidos y silbidos; era el idioma más espantoso que Victarion Greyjoy hubiera oído jamás. Morroqo tradujo las palabras del capitán a la lengua común de Poniente. Según afirmaba, la guerra por Meereen ya tenía un vencedor. La reina dragón había muerto, y un noble ghiscario llamado Hizdak gobernaba la ciudad.

Victarion hizo que le arrancaran la lengua por mentiroso. Morroqo le había asegurado que Daenerys Targaryen seguía con vida. R’hllor, su dios rojo, se la había mostrado en sus llamas sagradas. El capitán del hierro no toleraba las mentiras, de modo que ordenó que ataran de pies y manos al capitán ghiscario y lo arrojasen por la borda como sacrificio al Dios Ahogado.

—Tu dios rojo recibirá lo suyo —le prometió a Morroqo—, pero los mares son el dominio del Dios Ahogado.

—No hay más dioses que R’hllor y el Otro, aquel cuyo nombre no se debe pronunciar.

Toda la indumentaria del sacerdote brujo era negra, salvo por los detalles de hilo dorado en el cuello, las mangas y el dobladillo. No había tela roja a bordo del
Victoria de Hierro,
pero no resultaba apropiado que Morroqo siguiera luciendo los harapos estropeados por la sal que llevaba cuando el Cobaya lo rescató del mar, así que Victarion ordenó a Tom Tidewood que le confeccionara ropa nueva con lo que tuviera a mano, e incluso ofreció algunas de sus túnicas para tal fin. Eran doradas y negras, pues el escudo de la casa Greyjoy mostraba un kraken dorado sobre campo de sable, y los estandartes y las velas de sus barcos tenían los mismos colores. Las túnicas escarlata de los sacerdotes rojos resultaban chocantes para los hijos del hierro, pero Victarion albergaba la esperanza de que sus hombres tolerasen mejor a Morroqo cuando luciese los colores de los Greyjoy.

Pero sus esperanzas demostraron ser vanas. Vestido de negro de pies a cabeza y con la máscara de llamas rojas y anaranjadas tatuada, el sacerdote resultaba aún más siniestro. La tripulación lo rehuía cuando caminaba por cubierta, y los hombres escupían cuando su sombra los rozaba por casualidad. Incluso el Cobaya, que había rescatado al sacerdote rojo, presionaba a Victarion para que se lo ofreciese al Dios Ahogado.

Pero Morroqo, a diferencia de los hombres del hierro, conocía aquellas costas extrañas, así como los secretos de los dragones.

«Ojo de Cuervo se rodea de hechiceros; ¿por qué voy a ser menos?» Su brujo negro era más poderoso que los tres de Euron juntos, incluso aunque los metiese en un caldero y los fundiese para convertirlos en uno. El Pelomojado no estaría de acuerdo, pero Aeron y sus beaterías estaban muy lejos de allí. Victarion apretó el puño de la mano quemada.

—Amanecer Ghiscario
no es nombre digno de un barco de la Flota de Hierro. Por ti, hechicero, lo rebautizaré
Cólera del Dios Rojo.

Other books

In Between by Jenny B. Jones
The Unwanted Wife by Natasha Anders
Chicken by Chase Night
The Telltale Heart by Melanie Thompson
The Nonesuch by Georgette Heyer