Danza de dragones (151 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¿Es como una apuesta?

—En cierto sentido, aunque todos los capitanes esperan perder.

—Sí, pero si ganan…

—Pierden el barco, si no incluso la vida. El mar es peligroso, sobre todo en otoño. No cabe duda de que más de un capitán ha sentido alivio cuando se hundía enmedio de una tormenta, al pensar que gracias al contrato que firmó en Braavos, su viuda e hijos no pasarán necesidad. —Una sonrisa triste se dibujó en sus labios—. Pero una cosa es escribir un contrato, y otra, cumplirlo.

«Uno de esos hombres debe de odiarlo mucho —comprendió Gata—. Uno de ellos vino a la Casa de Blanco y Negro y rezó al dios para que se lo llevara.» Le habría gustado saber de quién se trataba, pero el hombre bondadoso no quiso decírselo.

—No es asunto tuyo. ¿Quién eres?

—Nadie.

—Nadie no hace preguntas. —Le cogió las manos—. Si te consideras incapaz de hacer esto, no tienes más que decirlo. No hay motivo para avergonzarse. Algunos han nacido para servir al Dios de Muchos Rostros, y otros, no. Solo tienes que decirlo, y te quitaré la carga de esta misión.

—Lo haré. Ya dije que lo haría, y lo haré.

Pero ¿cómo? Eso era lo más difícil.

Tenía dos guardias: un hombre alto y delgado, y otro bajo y corpulento. Lo acompañaban a todas partes, desde que salía de su casa por la mañana hasta que volvía por la noche, y no permitían que nadie se acercara al anciano sin su visto bueno. En cierta ocasión, un borracho tambaleante estuvo a punto de tropezar con él cuando salía del garito de sopas, pero el guardia más alto se interpuso entre ellos y derribó al borracho de un empujón. En el garito, el guardia más bajo siempre probaba en primer lugar el caldo de cebolla, y el viejo esperaba para beberlo hasta que estaba frío, tiempo suficiente para asegurarse de que su guardia se encontraba bien.

—Tiene miedo —comprendió—, o sabe que alguien quiere matarlo.

—No lo sabe, lo sospecha —corrigió el hombre bondadoso.

—Los guardias lo siguen hasta cuándo va a hacer aguas menores, pero él no los acompaña cuando van ellos. El alto es el más rápido. Esperaré hasta que vaya a aliviarse, entraré en el garito y le clavaré un puñal al viejo en el ojo.

—¿Qué hay del otro guardia?

—Es muy lento y torpe. También puedo matarlo.

—¿Acaso en el campo de batalla eres una carnicera que mata a todo el que se cruza en su camino?

—No.

—Eso creía. Sirves al Dios de Muchos Rostros, y los que servimos al Dios de Muchos Rostros solo entregamos su don a los elegidos, a los que llevan la marca.

«Matarlo a él. Solo a él», comprendió la niña.

Aún tuvo que observarlo tres días más antes de dar con la manera, y necesitó practicar un día entero con el dedal de cuchilla. Roggo el Rojo la había enseñado a utilizarlo, pero no había robado un monedero desde antes de que le quitaran los ojos y tenía que asegurarse de que no se le había olvidado.

«Con velocidad y sigilo, así, sin torpezas», se dijo mientras sacaba la cuchilla de la manga una y otra vez. Cuando supo con certeza que aún se le daba bien, afiló el acero con una piedra de amolar hasta que brilló con luz azul plateada a la llama de la vela. Lo que le faltaba era más complicado, pero contaba con la ayuda de la niña abandonada.

—Mañana entregaré el don a ese hombre —le anunció durante el desayuno.

—El Dios de Muchos Rostros estará complacido. —El hombre bondadoso se levantó—. Hay mucha gente que conoce a Gata de los Canales; si se sabe de esto, Brusco y sus hijas pueden tener problemas. Ya es hora de que dispongas de otro rostro.

La niña no sonrió, pero estaba satisfecha. Ya había perdido a Gata en una ocasión y la había llorado; no quería volver a perderla.

—¿Cómo seré?   .

—Fea. Las mujeres apartarán la mirada al verte, los niños te señalarán con el dedo y los hombres fuertes se compadecerán de ti; puede que alguno hasta derrame una lágrima. Cualquiera que te vea tardará en olvidarte. Vamos.

El hombre bondadoso descolgó la lámpara de hierro del gancho y la guio más allá del estanque de aguas negras y las hileras de dioses oscuros y silenciosos, hasta los peldaños de la parte trasera del templo. Bajaron por ellos, seguidos por la niña abandonada. Ninguno decía una palabra; solo se oía el susurro quedo de las zapatillas en los escalones. Los dieciocho peldaños los llevaron a las criptas, donde se abrían cinco pasadizos abovedados, dispuestos como los dedos de una mano. Al llegar allí, los escalones se volvían más estrechos y empinados, pero la niña los había subido y bajado corriendo mil veces, y no la asustaban. Otros veintidós peldaños los llevaron al subsótano, donde los túneles eran angostos y retorcidos, como gusaneras negras que se adentraban en el corazón de la gran roca. Un pasaje estaba bloqueado por una fuerte puerta de hierro. El sacerdote colgó la lámpara de un gancho y se sacó una llave ornamentada de los pliegues de la túnica.

«El santuario.» A la niña se le erizó el vello de los brazos. Todavía tenían que bajar más, hasta el tercer nivel, donde se encontraban las cámaras secretas a las que solo podían acceder los sacerdotes.

El hombre bondadoso hizo girar la llave tres veces, con un sonido quedo, y la puerta se abrió en silencio gracias a las bisagras de hierro bien aceitadas. Al otro lado había más peldaños, labrados en la roca. El sacerdote volvió a coger la lámpara y bajó, seguido por la niña, que iba contando los escalones.

«Cuatro, cinco, seis, siete. —Ojalá se hubiera llevado el bastón—. Diez, once, doce.» Sabía cuántos escalones había entre el templo y la bodega, y entre la bodega y el subsótano; hasta había contado los de la escalera de caracol que subía a la buhardilla, y los de la escalerilla de madera que llevaba a la trampilla del tejado que daba paso a la alcándara del exterior, siempre azotada por los vientos.

Pero aquella escalera no la conocía de nada y, por tanto, era peligrosa.

«Veintiuno, veintidós, veintitrés. —El aire parecía más frío a cada paso. Cuando llegó a treinta se dio cuenta de que estaban por debajo de los canales. —Treinta y cuatro, treinta y cinco.» ¿Hasta dónde iban a bajar?

Llevaba contados cincuenta y cuatro peldaños cuando por fin se detuvieron ante otra puerta de hierro. Aquella no estaba cerrada con llave. El hombre bondadoso la abrió y la cruzó, y ella lo siguió con la niña abandonada pisándole los talones. Las pisadas de los tres resonaban en la oscuridad. El hombre bondadoso alzó la lámpara y abrió los postigos, y la luz bañó las paredes que los rodeaban.

Un millar de rostros la contemplaban desde las alturas.

Estaban colgados de las paredes, ante ella y detrás de ella, a mayor o menor distancia, mirase hacia donde mirase, se volviese hacia donde se volviese. Vio rostros viejos y jóvenes, de piel clara y oscura, tersa y arrugada, con pecas y con cicatrices, caras hermosas y poco agraciadas, hombres y mujeres, niños y niñas, bebés, rostros sonrientes, rostros huraños, rostros que reflejaban codicia, lujuria o rabia, rostros lampiños y barbudos.

«Son máscaras —se dijo—, no son más que máscaras», pero mientras lo pensaba, sabía que no era verdad. Se trataba de pieles.

—¿Te dan miedo, niña? —preguntó el hombre bondadoso—. Aún estás a tiempo de dejarnos. ¿De verdad es esto lo que quieres?

Arya se mordió el labio. No sabía qué quería.

«Si me marcho, ¿adónde puedo ir? —Habia lavado y desnudado cientos de cadáveres; las cosas muertas no le daban miedo—. Los traen aquí abajo y les cortan la cara. ¿Y qué? —Era la loba de la noche; no se asustaba por unos trozos de piel—. Son como caretas de cuero; no pueden hacerme daño.»

—Quiero seguir.

El sacerdote la guio hacia el otro extremo de la estancia, pasando frente a una hilera de túneles que conducían a pasadizos laterales; la lámpara iba iluminándolos a su paso. Un túnel tenía las paredes cubiertas de huesos humanos, y el techo reposaba sobre columnas de calaveras. Otro daba a una escalera de caracol que descendía más aún.

«¿Cuántos sótanos hay? —se preguntó—. Bajan, y bajan, y bajan… ¿Es que no acaban nunca?»

—Siéntate —le ordenó el sacerdote; ella obedeció—. Ahora, cierra los ojos. —Eso hizo—. Esto te dolerá, pero el dolor es el precio del poder. No te muevas.

«Inmóvil como una piedra», pensó. Se sentó, completamente quieta. El corte fue rápido; la hoja era muy afilada. Debería haber notado el metal frío contra la piel, pero era cálido. Notó como le corría la sangre cara abajo, como un velo, cubriéndole la frente, las mejillas y la barbilla, y comprendió por qué le había hecho cerrar los ojos el sacerdote. Cuando le llegó a los labios, le supo a sal y a cobre. Se los lamió y se estremeció.

—Tráeme la cara —dijo el hombre bondadoso. La niña abandonada no respondió, pero se oyeron sus pisadas contra el suelo de piedra—. Bebe esto —le dijo a Arya al tiempo que le ponía una copa en la mano.

Se bebió el contenido de un trago. Era muy ácido, como morder un limón. Mil años atrás había conocido a una niña que adoraba los pasteles de limón.

«No, aquella no era yo, solo era Arya.»

—Los titiriteros se cambian de cara con artificios —le explicó el hombre bondadoso—, y los hechiceros tejen sus apariencias con luces, sombras y deseos, para engañar a la vista. Aprenderás esas artes, pero lo que hacemos aquí es más profundo. Los hombres sabios pueden ver lo que ocultan los artificios, y las apariencias se disuelven bajo una mirada atenta, pero el rostro que vas a ponerte será tan sólido y verdadero como aquel con el que naciste. No abras los ojos. —Le echó el pelo hacia atrás con los dedos—. Quédate quieta. Vas a notar una sensación extraña; puede que te marees un poco, pero no te muevas.

Sintió un tirón y oyó un susurro cuando le extendieron la cara nueva sobre la antigua. La piel, seca y rígida, le arañó la frente, pero cuando su sangre la empapó se tornó más suave y elástica. Las mejillas se le caldearon y sonrojaron. Sintió que el corazón le aleteaba en el pecho, y durante un momento fue incapaz de respirar. Unas manos se le cerraron en torno al cuello, duras como la piedra, para ahogarla; alzó las suyas para defenderse del atacante, pero no había nadie. La invadió un miedo espantoso, y entonces oyó un sonido, un crujido estremecedor, acompañado por una oleada cegadora de dolor. Ante ella flotó un rostro, gordo, barbudo, cruel, con la boca deformada por la rabia.

—Respira, niña. Respira y expulsa el miedo. Expulsa las sombras. Él está muerto. Ella está muerta y ya no sufre. Respira.

Se llenó los pulmones con una respiración entrecortada y se dio cuenta de que era verdad. Nadie la estrangulaba ni la golpeaba, pero aun así le temblaba la mano cuando se la llevó a la cara. La sangre seca se desmoronó en escamas cuando la rozó con los dedos, negra a la luz de la lámpara. Se palpó las mejillas, se tocó los ojos y se siguió con el dedo la línea de la barbilla.

—Sigo teniendo la misma cara.

—¿De verdad? ¿Estás segura?

¿Estaba segura? No había notado ningún cambio, pero tal vez fuera una de esas cosas que no se notaban. Se pasó la mano por la cara, de arriba abajo, como había visto hacer a Jaqen H’ghar en Harrenhal. Cuando lo hizo él, su cara onduló y cambió. Cuando lo hizo ella, no pasó nada.

—La noto igual.

—Eso te parece —replicó el sacerdote—. Pero ha cambiado.

—A ojos de otros, tienes rotas la nariz y la mandíbula —intervino la niña abandonada—. También tienes un pómulo hundido y te falta la mitad de los dientes.

Se recorrió la boca con la lengua, pero no encontró agujeros ni dientes rotos.

«Es brujería —pensó—. Tengo una cara nueva. Una cara fea, maltratada.»

—Puede que sufras pesadillas una temporada —le advirtió el hombre bondadoso—. Su padre le daba palizas tan brutales y frecuentes que no dejó de sentir miedo y dolor hasta que vino a vernos.

—¿Lo matasteis?

—Pidió el don para sí, no para él.

«Pues tendríais que haberlo matado a él.»

Fue como si el sacerdote le leyera la mente.

—La muerte acabó por acudir a buscarlo, como les sucede a todos los hombres. Como le sucederá mañana a un hombre concreto. —Cogió la lámpara—. Ya no tenemos nada más que hacer aquí.

«Por ahora.» Las pieles que colgaban sobre ellos parecían seguirlos con los agujeros vacíos de los ojos cuando desanduvieron el camino hacia las escaleras. Durante un momento, casi le pareció que movían los labios y se susurraban secretos con palabras tan quedas que no alcanzaba a oírlas.

Aquella noche tardó en conciliar el sueño. Enredada en las sábanas, en la habitación fría y oscura, se agitaba sin parar, pero seguía viendo las caras en cualquier lado hacia el que se volviera.

«No tienen ojos, pero me ven. —Había distinguido el rostro de su padre en la pared, y a su lado, el de su señora madre. Bajo ellos, en fila, estaban los de sus tres hermanos—. No. Esa es otra niña. Yo soy Nadie, y mis únicos hermanos visten túnicas blancas y negras.» Pero allí estaba el bardo negro, y también el mozo de cuadra al que había matado con
Aguja,
y el escudero regordete de la posada de la encrucijada, y más allá, el guardia al que había degollado en Harrenhal. El Cosquillas también colgaba de la pared, con los agujeros negros de los ojos cargados de maldad. Solo con verlo volvió a sentir el peso del puñal en la mano mientras se lo clavaba en la espalda una y otra vez.

Cuando por fin amaneció sobre Braavos, el día llegó gris y encapotado. Había albergado la esperanza de que hubiera niebla, pero los dioses desoyeron sus plegarias, como solían hacer los dioses. La mañana era fría y despejada, y el viento, cortante.

«Un buen día para morir —pensó. La plegaria acudió a sus labios sin que pudiera evitarlo—. Ser Gregor, Dunsen, Raff el Dulce. Ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei.» Pronunció los nombres en silencio. En la Casa de Blanco y Negro no se sabía nunca quién podía estar escuchando.

Los sótanos estaban llenos de ropa, de indumentaria recogida de los que acudían a la Casa de Blanco y Negro para beber la paz del estanque del templo. Había de todo, desde harapos de mendigo hasta sedas y terciopelos de gran valor.

«Una niña fea tiene que llevar ropa fea», decidió, así que eligió una capa marrón sucia y deshilachada, una túnica verde mohosa que olía a pescado y unas botas pesadas. Por último ocultó el dedal de cuchilla.

No tenía ninguna prisa, de modo que se dirigió al puerto Púrpura por el camino más largo, cruzando el puente que conducía a la isla de los Dioses. Gata de los Canales vendía berberechos y mejillones allí, entre los templos, cuando Talea, la hija de Brusco, tenía la sangre de la luna y se quedaba postrada en cama. Casi esperaba verla vendiendo aquel día, tal vez junto a la Casa de las Mil Habitaciones, que alojaba los altares abandonados de los dioses menores caídos en el olvido, pero era una estupidez. Hacía demasiado frío, y a Talea nunca le había gustado madrugar. La estatua que adornaba la entrada del santuario de la Dama Doliente de Lys derramaba lágrimas de plata cuando la niña fea pasó junto a ella. Los jardines de Gelenei estaban adornados con un árbol de cuarenta varas chapado en oro, con las hojas de plata batida. Tras las vidrieras del pabellón de madera del Señor de la Armonía brillaban unas antorchas, que iluminaban medio centenar de mariposas de vivos colores.

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