—Cientos. Miles. —Ben el Moreno se encogió de hombros—. Unos enfermos, otros heridos, otros quemados… Los gatos y los Hijos del Viento están en las colinas, acosándolos a lanza y a látigo, matando a los rezagados.
—Bocas con patas. ¡Y enfermos! —Reznak se retorció las manos—. Vuestra adoración no puede permitir que entren en la ciudad.
—Yo, desde luego, no lo permitiría —dijo Ben Plumm el Moreno—. No soy maestre ni nada parecido, pero sé que hay que separar las manzanas podridas de las sanas.
—No son manzanas, Ben —replicó Dany—. Son hombres y mujeres, enfermos, hambrientos y aterrados. —«Mis hijos»—. Tendría que haber ido a Astapor.
—Vuestra alteza no habría podido salvarlos —dijo ser Barristan—. Alertasteis al rey Cleon del peligro de esa guerra contra Yunkai. Era un imbécil y tenía las manos manchadas de sangre.
«¿Y yo las tengo más limpias?» Recordó lo que le había dicho Daario: que todo rey tenía que ser carne o carnicero.
—Cleon era el enemigo de nuestro enemigo. Si me hubiera unido a él en los Cuernos de Hazzat, juntos quizá habríamos aplastado a los yunkios.
—Si os hubierais llevado a los Inmaculados al sur, a Hazzat —objetó el Cabeza Afeitada—, los Hijos de la Arpía…
—Ya lo sé, ya lo sé. Otra vez lo de Eroeh.
—¿Quién es Eroeh? —Ben Plumm el Moreno la miró, desconcertado.
—Una muchacha a la que creí haber salvado de la violación y la tortura. Lo único que conseguí fue empeorar su situación. Y lo único que conseguí en Astapor fue crear diez mil Eroehs.
—Vuestra alteza no tenía manera de saber…
—Soy la reina. Mi obligación es saber.
—Lo hecho, hecho está —zanjó Reznak mo Reznak—. Adoración, os suplico que toméis como esposo al noble Hizdahr, y de inmediato. Él puede hablar con los sabios amos y conseguimos la paz.
—¿Con qué condiciones? —«Guardaos del senescal perfumado», le había dicho Quaithe. La mujer enmascarada había augurado la llegada de la yegua clara; ¿tendría razón también acerca del noble Reznak?—. Solo soy una niña y no comprendo el arte de la guerra, pero no soy un cordero que entre balando en la guarida de la arpía. Todavía tengo a mis Inmaculados. Tengo a los Cuervos de Tormenta y a los Segundos Hijos. Tengo tres compañías de libertos.
—Y dragones —añadió Ben Plumm el Moreno con una sonrisa.
—En la fosa, encadenados —sollozó Reznak mo Reznak—. ¿De qué sirve tener dragones si no es posible controlarlos? Hasta los inmaculados tienen miedo cuando llega la hora de abrir las puertas para darles de comer.
—¿Cómo? ¿Temen a los adorables animalitos de la reina?
Los ojos de Ben el Moreno rebosaban risa. El viejo capitán de los Segundos Hijos era un claro ejemplo de las compañías libres, un mestizo con sangre de doce pueblos diferentes en las venas, pero siempre había tenido cariño a los dragones, y ellos a él.
—¿Animalitos? —aulló Reznak—. ¡Monstruos, diréis! Monstruos que se alimentan de niños; no podemos…
—¡Silencio! —ordenó Daenerys—. No hablamos de eso.
Reznak se encogió visiblemente para protegerse de la furia de su voz.
—Perdonadme, magnificencia, no debería…
Ben Plumm el Moreno lo hizo callar sin miramientos.
—Alteza, los yunkios tenían tres compañías de libertos para enfrentarse a las dos nuestras, y se dice que han enviado emisarios a Volantis para traer de vuelta a la Compañía Dorada. Esos hijos de puta son más de diez mil. Yunkai tiene además cuatro legiones ghiscarias como mínimo, y tengo entendido que han enviado jinetes por el mar dothraki para lanzar contra nosotros a algunos de los
khalasares
grandes. Me parece que necesitamos a los dragones.
—Lo siento, Ben —suspiró Dany—. No me atrevo a soltarlos.
Saltaba a la vista que no era la respuesta que Plumm quería oír. Se rascó las patillas canosas.
—En fin, si no podemos poner los dragones sobre la mesa… Deberíamos marchamos antes de que esos cabrones yunkios cierren la trampa. Pero si los esclavistas van a vernos la espalda, al menos que paguen por ello. Si pagan a los
khals
para que dejen en paz sus ciudades, ¿por qué no van a pagarnos a nosotros? Podemos venderles Meereen y emprender el viaje hacia Poniente con carros de oro, gemas y demás.
—¿Estáis sugiriendo que saquee Meereen y huya? Ni hablar. Gusano Gris, ¿mis libertos están preparados para la batalla?
—No son inmaculados, pero no os dejarán en mal lugar. —El eunuco se cruzó de brazos—. Uno os lo jura sobre la espada y la lanza, adoración.
—Bien. Muy bien. —Daenerys contempló los rostros que la rodeaban: el ceño fruncido del Cabeza Afeitada; las arrugas y los tristes ojos azules de ser Barristan; la piel pálida y sudorosa de Reznak mo Reznak; las canas y la cara curtida como el cuero viejo de Ben el Moreno; la expresión impávida del lampiño Gusano Gris.
«Daario debería estar aquí, y mis jinetes de sangre —pensó—. Si va a haber una batalla, la sangre de mi sangre tendría que estar conmigo. —También echaba de menos a ser Jorah Mormont—. Me mintió, informó sobre mí, pero me apreciaba y siempre me dio buenos consejos.»
—Ya he derrotado a los yunkios y volveré a derrotarlos. Lo que no sé aún es dónde ni cómo.
—¿Queréis salir a campo abierto? —La voz del Cabeza Afeitada rezumaba incredulidad—. Sería una locura. Nuestra muralla es más alta y gruesa que la de Astapor, y nuestros defensores, más valientes. A los yunkios no les resultará tan fácil tomar la ciudad.
—No, no podemos permitir que nos asedien —protestó ser Barristan—. Su ejército es una amalgama; esos esclavistas no son soldados. Si los pillamos desprevenidos…
—Es improbable —replicó el Cabeza Afeitada—. Los yunkios tienen muchos amigos dentro de la ciudad; se enterarán.
—¿Cómo es de numeroso el ejército que podemos reunir? —preguntó Dany.
—Si me perdonáis que os lo diga, no lo suficiente —replicó Ben Plumm el Moreno—. ¿Qué opina Naharis? Si vamos a luchar, necesitamos a sus Cuervos de Tormenta.
—Daario sigue fuera. —«Dioses, ¿qué he hecho? ¿Lo he enviado a la muerte?»—. Ben, necesito que los Segundos Hijos informen sobre nuestros enemigos. Quiero saber dónde están, a qué velocidad avanzan, cuántos hombres tienen y cómo están dispuestos.
—Necesitaremos provisiones, y también caballos descansados.
—Claro. Encargaos de todo, ser Barristan.
Ben el Moreno se rascó la barbilla.
—Tal vez podríamos atraer a algunos a nuestro bando. Si a vuestra alteza le sobran unas cuantas sacas de oro y piedras preciosas, para que sus capitanes nos entiendan mejor… Bueno, ¿quién sabe?
—¿Comprarlos? ¿Por qué no? —asintió Dany. Sabía que era cosa habitual entre las compañías libres de las Tierras de la Discordia—. Sí, buena idea. Encargaos vos, Reznak. Cuando salgan los Segundos Hijos, cerrad las puertas y doblad la vigilancia en la muralla.
—Se hará como decís, magnificencia —dijo Reznak mo Reznak—. ¿Qué hacemos con los astaporis?
«Mis hijos.»
—Vienen en busca de ayuda, amparo, protección. No podemos darles la espalda.
—Alteza —intervino ser Barristan con el ceño fruncido—, no sería la primera vez que la colerina sangrienta destruye ejércitos enteros. El senescal tiene razón: no podemos permitir que se extienda. No podemos dejar que los astaporis entren en Meereen.
Dany lo miró, impotente. Menos mal que los dragones no lloraban.
—Se hará como decís. Los mantendremos fuera de la ciudad hasta que… hasta que esta maldición haya seguido su curso. Tenemos que montarles un campamento junto al río, al oeste de la muralla. Les enviaremos los alimentos que podamos. Tal vez podamos separar a los sanos de los enfermos. —Todos se quedaron mirándola—. ¿Me vais a obligar a decirlo dos veces? Id a hacer lo que os he ordenado.
Dany se levantó, apartó a un lado a Ben el Moreno y subió hacia la soledad de su terraza.
Había doscientas leguas entre Meereen y Astapor, pero le pareció que el cielo era más oscuro hacia el sudoeste, sucio y nublado por el humo de la agonía de la Ciudad Roja. «Con adoquines y sangre se construyó Astapor; y con adoquines y sangre, su gente.» La antigua cancioncilla resonó en su cabeza: «Huesos y cenizas es Astapor; huesos y cenizas, su gente». Trató de recordar el rostro de Eroeh, pero los rasgos de la muchacha muerta se le seguían borrando.
Cuando por fin se volvió, Daenerys se encontró con ser Barristan, que aguardaba cerca, envuelto en su capa blanca para protegerse del relente.
—¿Podemos presentar batalla? —le preguntó.
—Siempre se puede presentar batalla, alteza. Preguntadme mejor si podemos vencer. Morir es fácil, pero la victoria cuesta más de conseguir. Vuestros libertos están poco entrenados y no tienen experiencia. Vuestros mercenarios sirvieron antes al enemigo, y cuando un hombre se ha cambiado de capa una vez, no tiene escrúpulos por volverse a cambiar. Tenéis dos dragones que no podéis controlar, y tal vez hayáis perdido al tercero. Más allá de esta muralla, vuestros únicos amigos son los lhazareenos, que no gustan de la guerra.
—Pero mi muralla es alta.
—No más que cuando éramos nosotros los que estábamos al otro lado, y dentro están también los Hijos de la Arpía. También están los grandes amos: los que no matasteis y los hijos de los que sí matasteis.
—Lo sé. —La reina suspiró—. ¿Qué me aconsejáis?
—Luchar —respondió ser Barristan—. Meereen está atestada y sobran bocas hambrientas, y dentro tenéis demasiados enemigos. Mucho me temo que no podremos resistir un asedio largo. Permitidme salir al encuentro del enemigo, que sea yo quien elija el campo de batalla.
—Al encuentro del enemigo —repitió ella—, con los libertos que acabáis de decir que están poco entrenados y no tienen experiencia.
—Ninguno de nosotros tenía experiencia la primera vez, alteza. Los Inmaculados nos reforzarán. Si contara con quinientos caballeros…
—Si contarais aunque fuera con cinco… Pero si os cedo a los Inmaculados, solo contaré con las Bestias de Bronce para defender Meereen.
Ser Barristan no se lo discutió, y Dany cerró los ojos.
«Dioses —rezó—, os llevasteis a Khal Drogo, que era mi sol y estrellas. Os llevasteis a mi valeroso hijo antes de su primer aliento. Ya os he dado mucha sangre. Os lo ruego, ayudadme ahora. Dadme sabiduría para ver el camino y fuerza para hacer lo necesario para proteger a mis hijos.»
Los dioses no respondieron. Dany abrió los ojos de nuevo.
—No puedo luchar contra dos enemigos, uno dentro y otro fuera. Si he de defender Meereen, tengo que contar con la ciudad. Con toda la ciudad. Necesito… Necesito… —No conseguía decirlo.
—¿Alteza? —la animó ser Barristan con voz amable.
«Una reina no se pertenece a sí misma, sino a su reino.»
—Necesito a Hizdahr zo Loraq.
En las habitaciones de Melisandre no reinaba nunca la oscuridad. En el alféizar de la ventana ardían tres velas de sebo que mantenían a raya a los terrores que acechaban en la noche, y otras cuatro titilaban a toda hora junto a su cama, dos a cada lado. La primera lección que aprendían los que entraban a su servicio era que el fuego no debía apagarse nunca, jamás.
La sacerdotisa roja cerró los ojos, y volvió a abrirlos después de rezar para contemplar la chimenea.
«Una vez más.» Tenía que asegurarse; no sería la primera que caía víctima de visiones falsas, al ver lo que deseaba ver y no lo que le enviaba el Señor de Luz. Stannis, el rey que cargaba sobre sus hombros con el destino del mundo, Azor Ahai redivivo, corría un gran peligro en su marcha hacia el sur. R’hllor no dejaría de enviar a Melisandre un atisbo del destino que le esperaba.
«Muéstrame a Stannis, mi Señor —rezó—. Muéstrame a tu rey, al instrumento de tu voluntad.»
Ante sus ojos bailaron visiones rojas y doradas que se formaban, se fundían y se mezclaban. Eran extrañas, terroríficas, seductoras. Volvió a ver los rostros sin ojos que la miraban desde cuencas vacías que lloraban sangre; luego las torres cercanas al mar que se derrumbaban azotadas por la marea negra que se alzaba de las profundidades. Sombras con forma de calavera, calaveras que se tornaban niebla, cuerpos entrelazados en abrazos lujuriosos que rodaban y se retorcían. A través de los cortinajes de fuego, grandes sombras aladas volaban por un implacable cielo azul.
«Tengo que encontrar a la muchacha. Tengo que encontrar a la muchacha del caballo moribundo. —Jon Nieve no tardaría en exigírselo. Querría saber más, querría el cuándo y el dónde, y ella no podía decírselo. Solo había visto a la muchacha una vez—. Era una chica gris como la ceniza, y se desmoronó y desapareció ante mis ojos. —Un rostro cobró forma en la chimenea—. ¿Stannis? —pensó durante un momento. Pero no, no eran sus rasgos—. Un rostro de madera, de palidez cadavérica. —¿Aquel era el enemigo? Un millar de ojos rojos flotaba en las llamas crecientes—. Me ve.» A su lado, un niño con cara de lobo echó la cabeza atrás y aulló.
La sacerdotisa roja se estremeció. La sangre le corrió muslo abajo, negra y humeante. El fuego estaba dentro de ella; era una agonía, era un éxtasis que la invadía, que la abrasaba, que la transformaba. Visos de calor trazaban líneas sobre su piel, insistentes como las manos de un amante. Voces extrañas la llamaban desde el pasado. «Melony», oyó sollozar a una mujer. «Lote siete», anunció un hombre. Melisandre lloraba; sus lágrimas eran llamas, pero pese a todo, se zambulló en sus visiones.
Los copos de nieve caían en remolinos de un cielo negro, y las cenizas se alzaban para recibirlos; el gris y el blanco se abrazaban mientras las flechas llameantes describían arcos sobre la empalizada de madera y seres muertos deambulaban silenciosos por el frío, al pie de un inmenso acantilado gris con un centenar de cuevas en las que ardían hogueras. El viento empezó a soplar de repente y llegó una niebla blanca, de un frío inimaginable, que fue apagando las hogueras una tras otra. Solo quedaron calaveras.
«Muerte —pensó Melisandre—. Las calaveras significan muerte.»
Las llamas chisporrotearon, y Melisandre oyó en aquel sonido el nombre susurrado de Jon Nieve. Su rostro alargado flotó ante ella envuelto en lenguas rojas y anaranjadas; apareció y desapareció una y otra vez, como una sombra apenas entrevista tras una cortina agitada por el viento. Era un hombre; luego, un lobo; luego, un hombre otra vez. Pero las calaveras también estaban presentes, lo rodeaban. No era la primera vez que lo veía en peligro, y había intentado ponerlo sobre aviso. Enemigos alrededor, cuchillos en la oscuridad… Pero él no le prestaba atención.