Danza de dragones (73 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Skahaz os espera, alteza.

—Hacedlo subir.

El Cabeza Afeitada llegó con dos de sus bestias de bronce. Uno llevaba máscara de halcón, y el otro, de chacal. Detrás del metal solo se veían los ojos.

—Esplendor, a última hora de la tarde de ayer se vio a Hizdahr entrando en la pirámide de Zhak. No salió hasta bien avanzada la noche.

—¿Cuántas pirámides ha visitado ya? —preguntó Dany.

—Once.

—¿Cuántos días han transcurrido desde el último asesinato?

—Veintiséis.

Los ojos del Cabeza Afeitada desbordaban rabia. Había sido idea suya que las bestias de bronce siguieran al pretendiente y tomaran buena nota de todo lo que hiciera.

—Hasta ahora, Hizdahr ha cumplido su promesa.

—¿Cómo lo ha hecho? Los Hijos de la Arpía han envainado los cuchillos, pero ¿por qué? ¿Porque el noble Hizdahr se lo ha pedido con buenos modales? Es uno de ellos, os lo digo yo. Por eso lo obedecen. Tal vez sea la mismísima Arpía.

—Si es que hay una Arpía.

Skahaz estaba convencido de que los Hijos de la Arpía tenían en algún lugar de Meereen un cabecilla de alta cuna, un general secreto que dirigía su ejército de sombras. Dany no pensaba lo mismo. Las bestias de bronce habían capturado a docenas de hijos de la arpía, y los supervivientes se dedicaban a escupir nombres después del interrogatorio brusco. Demasiados nombres para su gusto. Habría sido maravilloso que todos los asesinatos fueran obra de un único enemigo al que pudieran capturar y matar, pero Dany se temía que no era así.

«Mis enemigos son legión.»

—Hizdahr zo Loraq es un hombre persuasivo y tiene muchos amigos. También es rico. Puede que haya comprado la paz con oro, o tal vez ha convencido a otros nobles de que nuestro matrimonio es lo que más les conviene.

—Si no es la Arpía, sabe quién es. Me será fácil averiguar la verdad. Dadme permiso para interrogar a Hizdahr, y os traeré su confesión.

—No. No me fío de esas confesiones. Me habéis traído demasiadas, todas inútiles.

—Pero, esplendor…

—He dicho que no.

El ceño fruncido hizo todavía menos atractivo el rostro del Cabeza Afeitada.

—Cometéis un error. El gran amo Hizdahr toma a vuestra adoración por estúpida. ¿Queréis meter una serpiente en vuestra cama?

«Quiero meter a Daario en mi cama, pero lo he alejado de mí por tu bien y el de los tuyos.»

—Podéis seguir vigilando a Hizdahr zo Loraq, pero no quiero que le pase nada malo. ¿Entendido?

—No estoy sordo, magnificencia. Se hará como decís. —Skahaz se sacó un pergamino de la manga—. Vuestra adoración tiene que ver esto. Es una lista de los barcos meereenos que toman parte en el bloqueo y de sus capitanes. Todos son grandes amos.

Dany examinó el pergamino, que enumeraba todas las familias gobernantes de Meereen: Hazkar, Merreq, Quazzar, Zhak, Rhazdar, Ghazeen, Pahl… Hasta Reznak y Loraq.

—¿Qué queréis que haga con una lista de nombres?

—Todos esos hombres tienen parientes en la ciudad: hijos, hermanos, esposa, madre… Permitid que mis bestias de bronce los tomen prisioneros. Así podréis recuperar esos barcos.

—Permitir que las bestias de bronce entren en las pirámides sería una declaración de guerra sin cuartel dentro de la ciudad. Tengo que confiar en Hizdahr. Tengo que mantener viva la esperanza de paz.

Sostuvo el pergamino sobre una vela para que las llamas devoraran los nombres, pese al ceño fruncido de Skahaz.

Más tarde, cuando ser Barristan le dijo que su hermano Rhaegar habría estado orgulloso de ella, Dany recordó lo que le había dicho ser Jorah en Astapor: «Rhaegar luchó con valentía. Rhaegar luchó con nobleza. Y Rhaegar murió».

Cuando bajó a la sala de mármol violeta, la encontró casi desierta.

—¿Hoy no hay peticionarios? —preguntó a Reznak mo Reznak—. ¿Ningún sediento de justicia? ¿Nadie que pida plata por sus ovejas?

—No, adoración. La ciudad tiene miedo.

—No hay nada que temer.

Pero había mucho que temer, tal como descubrió aquella misma tarde. Cuando Miklaz y Kezmya, dos de sus jóvenes rehenes, estaban sirviéndole una sencilla ensalada de brotes de otoño y una sopa de jengibre, Irri se presentó para anunciarle que había llegado Galazza Galare con tres gracias azules del templo.

—También ha venido Gusano Gris,
khaleesi.
Suplican hablar con vos; es muy urgente.

—Que pasen a la sala, y llama a Reznak y a Skahaz. ¿La gracia verde ha dicho de qué se trata?

—De Astapor —respondió Irri.

Fue Gusano Gris quien empezó el relato:

—El hombre surgió de la bruma matinal, moribundo, a lomos de una yegua blanca que se aproximaba a la ciudad tambaleándose. La yegua tenía los flancos losados de sangre y espuma, y los ojos desencajados de terror. El jinete gritó: «¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!», y cayó de la silla. Hicieron llamar a uno, que dio orden de que llevaran al jinete ante las gracias azules. Cuando vuestros siervos lo introducían en la ciudad, gritó de nuevo: «¡Está ardiendo!». Bajo el
tokar
no era más que un esqueleto, todo huesos y carne febril.

—Los inmaculados lo llevaron al templo —prosiguió una de las gracias azules—, donde lo desnudamos y lo bañamos con agua fría. Tenía la ropa manchada, y mis hermanas le encontraron media flecha clavada en el muslo; había roto el astil, pero la punta se le había quedado dentro y la herida se le había infectado, envenenándole el cuerpo. Murió en menos de una hora, sin dejar de gritar que estaba ardiendo.

—Está ardiendo —repitió Daenerys—. ¿Qué está ardiendo?

—Astapor, esplendor —aportó otra gracia azul—. Lo dijo en una ocasión. Astapor está ardiendo.

—Puede que la fiebre hablara por su boca.

—Su esplendor dice palabras sabias —intervino Galazza Galare—, pero Ezzara vio algo más.

La gracia azul llamada Ezzara cruzó las manos.

—Mi reina —murmuró—, la fiebre no se la había causado la flecha. Ese hombre se había ensuciado encima, no una, sino muchas veces. Los excrementos le llegaban a las rodillas, y en ellos encontramos sangre seca.

—Dice Gusano Gris que la yegua sangraba.

—Así es, alteza —confirmó el eunuco—. Hizo sangre a la yegua clara con las espuelas.

—Es posible, esplendor —dijo Ezzara—, pero la sangre del hombre estaba mezclada con los excrementos, y le había manchado la ropa interior.

—Le sangraban las entrañas —dijo Galazza Galare.

—No estamos seguros —siguió Ezzara—, pero puede que las lanzas de los yunkios no sean la peor amenaza a la que se enfrenta Meereen.

—Hemos de rezar —dijo la gracia verde—. Los dioses nos han enviado a ese hombre. Es un augurio, una señal.

—¿Una señal de qué? —quiso saber Dany.

—Una señal de ira y destrucción.

La reina se negó a creerlo.

—No era más que un hombre, un hombre enfermo con una flecha en la pierna. Lo trajo un caballo, no un dios. —«Una yegua clara.» Dany se levantó bruscamente—. Os doy las gracias por vuestros consejos y por todo lo que hicisteis por ese pobre hombre.

Antes de salir, la gracia verde besó los dedos de Dany.

—Rezaremos por Astapor.

«Y por mí. Rezad por mí, mi señora.» Si Astapor había caído, no quedaba nada que impidiera a Yunkai volverse hacia el norte. Se dirigió a ser Barristan.

—Mandad emisarios a las colinas para que hagan venir a mis jinetes de sangre. Convocad también a Ben el Moreno y a los Segundos Hijos.

—¿Qué hay de los Cuervos de Tormenta, alteza?

«Daario.»

—Sí. Claro. —Hacía tan solo tres noches había soñado que Daario yacía muerto junto al camino, con los ojos abiertos mirando hacia el cielo sin ver y los cuervos disputándose sus restos. Otras noches daba vueltas en la cama imaginando que la había traicionado como traicionó a los otros capitanes de los Cuervos de Tormenta. «Me trajo sus cabezas.» ¿Y si había guiado a sus hombres de vuelta a Yunkai para venderla por un cofre de oro? «Daario no haría eso. ¿Verdad?»—. A los Cuervos de Tormenta, también. Enviad jinetes en su busca.

Los Segundos Hijos fueron los primeros en llegar, ocho días después de que la reina enviara a sus emisarios. Cuando ser Barristan le dijo que el capitán quería hablar con ella, a Dany le saltó el corazón en el pecho al pensar que se trataba de Daario, pero el caballero se refería a Ben Plumm el Moreno.

Ben el Moreno tenía el rostro curtido y lleno de cicatrices, con la piel del color de la teca vieja, el pelo blanco y marcadas patas de gallo. Dany se alegró tanto de verlo que le dio un abrazo, y en los ojos del hombre brilló una chispa de diversión.

—Me habían dicho que vuestra alteza iba a casarse, pero no que era conmigo. —Rieron juntos sin hacer caso de la indignación de Reznak, pero las carcajadas duraron poco—. Hemos capturado a tres astaporis. Vuestra adoración tiene que escuchar lo que dicen.

—Hacedlos pasar.

Daenerys los recibió en la majestuosidad de su salón, entre cirios que ardían junto a las columnas de mármol. Al ver que los astaporis estaban famélicos ordenó llevar comida al instante. Aquellas tres personas eran las únicas que quedaban del grupo de doce que había salido de la Ciudad Roja: un albañil, una tejedora y un zapatero.

—¿Qué ha sido de vuestros compañeros? —preguntó la reina.

—Los mataron —respondió el zapatero—. Las colinas del norte de Astapor están plagadas de mercenarios yunkios que dan caza a los que huyen de las llamas.

—Entonces, ¿ha caído la ciudad? Su muralla era gruesa.

—Cierto —dijo el albañil, un hombre encorvado de ojos legañosos—, pero también era vieja y se estaba desmoronando.

—Día tras día nos asegurábamos de que la reina dragón iba a volver. —La tejedora tenía los labios finos y los ojos apagados, hundidos en el rostro demacrado—. Se rumoreaba que Cleon os habían enviado mensajeros y que pronto volveríais.

«Me envió mensajeros —pensó Dany—, hasta ahí es verdad.»

—Al otro lado de la muralla, los yunkios esquilmaban nuestras cosechas y mataban a nuestro ganado —intervino el zapatero—. En la ciudad nos moríamos de hambre. Nos comimos los gatos, las ratas, todo el cuero. Una piel de caballo era un banquete. El Rey Asesino y la Reina Puta se acusaron mutuamente de comerse la carne de los muertos. Hombres y mujeres se reunían en secreto para hacer un sorteo y devorar al que sacara la piedra negra. La pirámide de Nakloz fue expoliada e incendiada por los que aseguraban que el culpable de todas nuestras desdichas era Kraznys mo Nakloz.

—Hubo quien decía que la culpable era Daenerys —dijo la tejedora—, pero la mayoría de nosotros os seguía amando. «Ya está en camino —nos decíamos—. Viene a la cabeza de un gran ejército y trae comida para todos.»

«Casi no puedo alimentar a mi propio pueblo. Si hubiera marchado a Astapor, habría perdido Meereen.»

El zapatero les dijo que la gracia verde de Astapor había tenido una visión según la cual el Rey Carnicero los salvaría de los yunkios, de modo que desenterraron su cadáver, le pusieron una armadura, ataron los hediondos restos a un caballo famélico y lo colocaron al frente de los nuevos inmaculados para que encabezara una incursión, pero la pequeña tropa cabalgó directamente hacia los dientes de acero de una legión del Nuevo Ghis, que acabó con todos.

—A la gracia verde la empalaron en la plaza del Castigo. En la pirámide de Ullhor, los supervivientes celebraron un gran banquete que duró hasta bien entrada la noche, y lo remataron con vino envenenado para no tener que despertar a la mañana siguiente. Después llegó la enfermedad, la colerina sangrienta que acabó con tres hombres de cada cuatro, hasta que una turba de moribundos enloqueció y mató a los guardias de la puerta principal.

—No —interrumpió el viejo albañil—. Eso fue obra de los que aún tenían salud y querían huir de la enfermedad.

—¿Qué más da? —replicó el zapatero—. El caso es que descuartizaron a los guardias y abrieron las puertas. Las legiones del Nuevo Ghis entraron en Astapor, seguidas por los yunkios y los mercenarios a caballo. La Reina Puta murió con una maldición en los labios, luchando contra ellos. El Rey Asesino se rindió, y lo arrojaron a un reñidero para que lo despedazara una manada de perros hambrientos.

—Incluso entonces había quien decía que ibais a llegar —dijo la tejedora—. Decían que os habían visto a lomos de un dragón, sobrevolando los campos de los yunkios. Os esperábamos día tras día.

«No podía ir —pensó la reina—. No me atrevía.»

—¿Cayó la ciudad? —preguntó Skahaz—. ¿Qué pasó después?

—Después empezó la matanza. El templo de las Gracias estaba lleno de enfermos que habían ido a pedir a los dioses que los sanaran. Las legiones cerraron las puertas y prendieron fuego al edificio. En menos de una hora había focos de incendio en toda la ciudad, que se unieron y se extendieron. Las calles estaban llenas de gente que corría de un lugar a otro para huir de las llamas, pero no había escapatoria. Los yunkios controlaban las puertas.

—Pero vosotros lograsteis escapar —señaló el Cabeza Afeitada—. ¿Cómo?

—Soy albañil de oficio —dijo el anciano—; me dedico a la construcción, igual que mi padre y mi abuelo. Mi abuelo construyó nuestra casa contra la muralla de la ciudad, así que me resultó fácil aflojar unos cuantos ladrillos cada noche. Cuando se lo conté a mis amigos, me ayudaron a apuntalar el túnel para que no se derrumbara. Todos pensamos que no sería mala idea tener preparada una salida.

«Os dejé un consejo para que os gobernara —pensó Dany—: un sanador, un sabio y un sacerdote. —Recordaba cómo era la Ciudad Roja cuando la vio por primera vez: seca y polvorienta tras su muralla de ladrillo rojizo, llena de sueños lúgubres, pero también de vida—. En el Gusano había islas donde se besaban los amantes, pero en la plaza del Castigo les arrancaban la piel a tiras a los hombres y los dejaban como pasto de las moscas.»

—Me alegro de que hayáis venido —dijo a los astaporis—. En Meereen estaréis a salvo.

El zapatero le dio las gracias y el viejo albañil le besó el pie, pero la tejedora la miró con ojos duros como la piedra.

«Sabe que miento —pensó la reina—. Sabe que no los mantendré a salvo. Astapor está ardiendo, y Meereen sufrirá el mismo destino.»

—Están llegando más —le anunció Ben el Moreno cuando los astaporis salieron de la estancia—. Estos tres iban a caballo; la mayoría viene a pie.

—¿Cuántos son? —preguntó Reznak.

Other books

Love Thy Neighbor by Sophie Wintner
Cold Silence by James Abel
Murder at Morningside by Sandra Bretting
The Jigsaw Puzzle by Jan Jones