—Los huesos resultaron de gran ayuda —dijo Melisandre—. Los huesos tienen memoria. Los hechizos más poderosos se componen de cosas así: las botas de un muerto, un mechón de pelo, un saquito de falanges… Unos susurros y una plegaria pueden sacar de esos objetos la sombra de un hombre y envolver a otro con ella, como si fuera una capa. La esencia de quien la lleva no cambia; solo su aspecto.
Hacía que pareciera fácil, sencillo. Nadie que la escuchara imaginaría nunca lo difícil que le había resultado ni cuánto le había costado. Era una lección que había aprendido mucho antes de ir a Asshai: cuanto más fácil parecía la magia, más temor inspiraría el mago. Cuando las llamas lamieron a Casaca de Matraca, el rubí de Melisandre se calentó tanto que tuvo miedo de que le quemara el cuello. Por suerte, lord Nieve la salvó de aquel sufrimiento con sus flechas. El desafío enfureció a Stannis, pero para ella fue un alivio.
—Nuestro falso rey tiene mal carácter, pero no os traicionará —dijo a Jon Nieve—. Tenemos a su hijo, como bien sabéis, y además os debe la vida.
—¿A mí? —Nieve se sobresaltó.
—¿A quién si no, mi señor? Vuestras leyes afirman que sus crímenes solo se pueden castigar con sangre, y Stannis no es hombre que vaya contra la ley… Pero, como tan sabiamente apuntasteis, las leyes de los hombres terminan en el Muro. Os dije que el Señor de Luz escucharía vuestras plegarias. Buscabais una manera de salvar a vuestra hermanita sin mancillar el honor que os es tan caro; sin violar los votos que pronunciasteis ante vuestro dios de madera. —Señaló con un dedo blanco—. Ahí lo tenéis, lord Nieve. La salvación de Arya. Un regalo del Señor de Luz… y mío.
Lo primero que oyó fueron los ladridos de las chicas que volvían a casa. El retumbar de los cascos contra las losas hizo que se pusiera en pie de un salto, con las cadenas tintineando. La que le ataba los tobillos medía poco más de un palmo, así que solo podía caminar con pasos cortos, arrastrando los pies. De esa manera era difícil moverse deprisa, pero lo intentó lo mejor que pudo, a saltitos. Ramsay Bolton había regresado y enseguida querría que su Hediondo lo atendiera.
En el exterior, bajo el cielo frío del otoño, una riada de cazadores entraba por las puertas. Ben Huesos iba a la cabeza, y las chicas lo rodeaban sin parar de ladrar y aullar. Tras él llegaron Desollador, Alyn el Amargo y Damon Bailaparamí con su largo látigo engrasado, y después los Frey con los potros que les había regalado lady Dustin. Su señoría iba a lomos de Sangre, un semental alazán que competía con él en cuestión de temperamento. Estaba riéndose, cosa que, como bien sabía Hediondo, podía ser muy buena o muy mala.
Antes de que pudiera discernir si se trataba de lo uno o lo otro, las perras le cayeron encima, atraídas por su olor. Le habían cobrado afecto: pasaba en la perrera más noches que en ningún otro sitio, y a veces, Ben Huesos le dejaba compartir su cena. La jauría corrió por el patio entre ladridos; las perras lo rodeaban, saltaban para lamerle la cara sucia y le mordisqueaban las piernas. Helicent le atrapó la mano izquierda entre los dientes, juguetona, pero con tanta energía que Hediondo tuvo miedo de perder dos dedos más. Jeyne la Roja le plantó las patas en el pecho y lo derribó: era esbelta y toda músculo, mientras que Hediondo era todo piel gris y huesos frágiles, un muerto de hambre de pelo blanco. Apenas había conseguido empujar a Jeyne la Roja a un lado y ponerse de rodillas cuando los jinetes ya estaban desmontando. Dos docenas de ellos habían salido del castillo y dos docenas volvían, de modo que la búsqueda había fracasado. Mala cosa. A Ramsay no le gustaba el fracaso.
«Querrá hacerle daño a alguien.» Últimamente, su señor había tenido que controlarse, porque en Fuerte Túmulo había muchos hombres de los que la casa Bolton tenía necesidad, y Ramsay sabía cómo comportarse cuando andaban cerca los Dustin, los Ryswell u otros señores menores. Con ellos era todo cortesía y sonrisas, pero cuando se cerraban las puertas, todo cambiaba.
Ramsay Bolton iba vestido como correspondía al señor de Hornwood y heredero de Fuerte Terror: con un manto de piel de lobo que se cerraba al hombro derecho con los dientes amarillentos de la cabeza del animal para protegerse del gélido otoño. Llevaba a un lado del cinto una falcata ancha y pesada como un cuchillo de carnicero, y al otro, un puñal largo y un cuchillo de desollar de punta curva, muy afilado. Las tres armas tenían empuñaduras parecidas, de hueso amarillo.
—¡Hediondo! —gritó su señoría desde lo alto de la silla de Sangre—. Hueles a rayos. Me ha llegado la peste nada más entrar en el patio.
—Ya lo sé, mi señor —tuvo que responder Hediondo—. Perdonadme.
—Te he traído un regalo. —Ramsay buscó algo que llevaba atrás, colgado de la silla, y se lo tiró—. ¡Atrapa!
Entre las cadenas, las esposas y los dedos amputados, Hediondo era mucho más torpe que antes de aprender su nombre. La cabeza le chocó contra las manos mutiladas, rebotó contra los muñones de los dedos y cayó al suelo, a sus pies, entre una lluvia de gusanos. Estaba tan sucia de sangre seca que los rasgos resultaban irreconocibles.
—Te he dicho que la atraparas —dijo Ramsay—. Cógela.
Hediondo intentó levantar la cabeza por una oreja, pero no había manera: la carne estaba verde de podrida, y se quedó con la oreja entre los dedos. Walder el Pequeño se echó a reír, y los demás no tardaron en corear las carcajadas.
—Venga, dejadlo ya —rio Ramsay—. Tú, encárgate de Sangre. Le he dado con todo al pobre cabrón.
—Sí, mi señor, como ordenéis. —Hediondo corrió hacia el caballo, dejando la cabeza cortada a los perros.
—Hoy hueles a mierda de cerdo, Hediondo —apuntó Ramsay.
—Toda una mejora para él. —Damon Bailaparamí sonrió al tiempo que enrollaba el látigo.
—Encárgate también de mi caballo, Hediondo —ordenó Walder el Pequeño, descabalgando—. Y del de mi primito.
—De mi caballo me ocupo yo —replicó Walder el Mayor.
Walder el Pequeño se había convertido en el favorito de lord Ramsay y cada día se le parecía más, pero el Frey más menudo era distinto, y rara vez tomaba parte en los juegos y crueldades de su primo.
Hediondo, sin hacer el menor caso a los escuderos, llevó a Sangre a los establos, procurando apartarse a saltitos cada vez que el semental trataba de darle una coz. Los cazadores entraron en el edificio, pero Ben Huesos se quedó para apartar a los perros de la cabeza cortada.
Walder el Mayor lo siguió a los establos con su caballo. Hediondo lo miró a hurtadillas mientras le quitaba el bocado a Sangre.
—¿Quién era? —preguntó en voz baja para que no lo oyeran los mozos de cuadras.
—Nadie. —Walder el Mayor desensilló al ruano—. Un viejo que nos cruzamos por el camino. Iba con una cabra y cuatro cabritillos.
—¿Su señoría lo mató por los cabritos?
—Su señoría lo mató por llamarlo lord Nieve, pero los cabritos estaban buenos. Nos los comimos asados. A la madre la ordeñamos.
«Lord Nieve.» Hediondo asintió, y sus cadenas tintinearon mientras forcejeaba con las correas de la silla de Sangre. Lo llamaran como lo llamaran, era mejor no encontrarse cerca de Ramsay cuando estaba furioso. Ni cuando no lo estaba.
—¿Habéis encontrado a vuestros primos, mi señor?
—No. Ya me lo temía. Están muertos, seguro; lord Wyman los habrá mandado matar. Es lo que habría hecho yo en su lugar.
Hediondo no dijo nada. Cuando su señoría estaba en el castillo, era mejor no decir ciertas cosas, ni siquiera en los establos. Una sola palabra fuera de lugar le costaría otro dedo del pie, o peor aún, de la mano.
«Pero no la lengua. La lengua no me la cortará jamás. Le gusta oírme suplicar que me libere del dolor. Le gusta hacerme pedirlo.»
Los jinetes habían estado de caza dieciséis días, durante los que solo habían comido pan duro y carne en salazón, aparte de algún que otro cabrito confiscado, de modo que lord Ramsay ordenó que se organizara aquella noche un banquete para celebrar su regreso a Fuerte Túmulo. Su anfitrión, un canoso señor menor manco llamado Harwood Stout, tuvo suficiente sentido común para no negarse, aunque a aquellas alturas, su despensa debía de estar casi vacía. Hediondo había oído a los criados protestar en voz baja de como el Bastardo y sus hombres estaban acabando con las provisiones para el invierno.
—Dice que va a acostarse con la hija pequeña de lord Eddard, pero a los que está jodiendo es a nosotros —se quejó la cocinera de Stout sin saber que Hediondo la escuchaba—. Ya lo veréis cuando empiecen las nieves.
Pero lord Ramsay había ordenado que se celebrara un banquete, así que banquete habría. Dispusieron mesas sobre caballetes en el salón principal de Stout; sacrificaron un buey, y cuando se puso el sol, los cazadores fracasados se atiborraron de asado, costillas, pan de cebada y puré de zanahorias y guisantes, todo ello regado con ingentes cantidades de cerveza.
A Walder el Pequeño le correspondió la misión de mantener llena la copa de lord Ramsay, mientras que Walder el Mayor servía a los demás comensales de la mesa principal. Hediondo estaba encadenado junto a las puertas para que su olor no cortara el apetito a los asistentes al banquete. A él le tocaría comer más tarde, con las sobras que lord Ramsay quisiera echarle. Los perros, en cambio, podían corretear por la estancia y arrancaban carcajadas a todos, sobre todo cuando Maude y Jeyne la Gris atacaron a un sabueso de lord Stout para disputarle un hueso con mucha carne que les había tirado Will Menudo. Hediondo fue el único que no observó la pelea de los tres perros. Tenía los ojos clavados en Ramsay Bolton.
La pelea no terminó hasta que el perro del dueño del castillo estuvo muerto. El viejo animal de Stout no había tenido la menor posibilidad: era uno contra dos, y las perras de Ramsay eran jóvenes, fuertes y fieras. Ben Huesos, que profesaba más cariño a los perros que a su amo, le había contado a Hediondo que cada una llevaba el nombre de alguna campesina a la que Ramsay había cazado, violado y matado cuando aún era un bastardo e iba acompañado por el primer Hediondo en sus correrías.
—Al menos las que le proporcionaron una buena caza. Las que lloraron, suplicaron y se negaron a correr no tuvieron el honor de renacer en las perras.
A Hediondo no le cabía duda de que en la siguiente camada que saliera de Fuerte Terror habría una Kyra.
—También las tiene entrenadas para matar lobos —le había confiado Ben Huesos.
Hediondo no dijo nada. Sabía bien a qué lobos debían matar las chicas, pero no tenía ninguna gana de verlas disputarse uno de sus dedos cortados.
Dos criados se llevaron los restos del perro muerto y una mujer entró con un cubo, una fregona y un rastrillo para cambiar la paja empapada de sangre. En aquel momento, las puertas de la estancia se abrieron como empujadas por una ráfaga de viento, y entraron doce hombres con cota de malla gris y yelmo de hierro, apartando a un lado a los abotargados guardias de Stout, con sus brigantinas de cuero y sus capas oro y bermellón. Un silencio repentino se hizo en la estancia. El único que reaccionó fue lord Ramsay que soltó el hueso que estaba mordisqueando, se limpió los labios con la manga y esbozó una sonrisa grasienta, húmeda.
—¡Padre! —saludó.
El señor de Fuerte Terror contempló sin gran interés los restos del banquete, el perro muerto, los tapices de las paredes y a Hediondo con sus cadenas.
—Fuera —dijo en una voz que era apenas un murmullo—. Fuera todos de aquí. Ahora mismo.
Los hombres de lord Ramsay se apartaron de las mesas, dejando las copas y la comida. Ben Huesos llamó a gritos a las chicas, que trotaron en pos de él aún con huesos en las fauces. Harwood Stout hizo una rígida reverencia y abandonó su propia estancia sin decir palabra.
—Desencadena a Hediondo y llévatelo —gruñó Ramsay a Alyn el Amargo, pero su padre levantó una mano de piel blanca.
—No, déjalo.
Hasta los guardias de lord Roose se retiraron y cerraron las puertas a sus espaldas. Cuando se apagó el sonido de los pasos, Hediondo se encontró a solas en la estancia con los dos Bolton, padre e hijo.
—No has encontrado a los Frey desaparecidos. —Por la forma en que lo dijo Roose Bolton era una afirmación, no una pregunta.
—Cabalgamos hasta el lugar donde dice lord Lamprey que se separaron, pero las chicas no encontraron ningún rastro.
—Preguntaste por ellos en los pueblos y en los fortines.
—Una pérdida de tiempo. Para lo que ven, tanto daría que esos campesinos estuvieran ciegos. —Ramsay se encogió de hombros—. Pero ¿qué más da? Nadie echará de menos a unos cuantos Frey. Si nos hace falta otro, hay muchos en Los Gemelos.
Lord Roose arrancó un trocito de corteza de pan y se lo comió.
—Hosteen y Aenys están destrozados.
—Pues que vayan a buscarlos si quieren.
—Lord Wyman se culpa de lo sucedido. A juzgar por sus lloriqueos, parece que le había cogido mucho cariño a Rhaegar.
Lord Ramsay se estaba enfureciendo. Hediondo se lo notaba en la boca, en su manera de fruncir los gruesos labios, en cómo le resaltaban los tendones del cuello.
—Ese par de idiotas tendría que haberse quedado con Manderly.
—La litera de lord Wyman va a paso de tortuga. —Roose Bolton se encogió de hombros—. Además, la salud y la corpulencia de su señoría solo le permiten viajar durante unas pocas horas cada día, con paradas muy frecuentes para comer. Los Frey estaban deseosos de llegar a Fuerte Túmulo para reencontrarse con su familia; es normal que se adelantaran.
—Si es que se adelantaron. ¿Crees lo que dice Manderly?
—¿A ti qué te parece? —Los ojos claros de su padre centellearon—. De todos modos, su señoría parece muy alterado.
—No tanto como para perder el apetito. Lord Cerdo debe de haberse traído la mitad de las provisiones de Puerto Blanco.
—Cuarenta carromatos llenos de comida: toneles de vino e hidromiel, barriles de lampreas recién pescadas, un rebaño de cabras, una piara de un centenar de cabezas, cajones de ostras y cangrejos, un bacalao monstruoso… puede que no te hayas dado cuenta, pero a lord Wyman le gusta comer.
—De lo que me he dado cuenta es de que no ha traído rehenes.
—Sí, yo también me he fijado.
—¿Qué piensas hacer?
—No encuentro solución buena. —Lord Roose cogió una jarra vacía, la limpió con el mantel y la llenó de una frasca —Por lo visto, Manderly no es el único que organiza banquetes.