«Alteza.» Aquella palabra la emocionó. Durante el largo cautiverio, sus carceleras no solían tomarse la molestia de tratarla con cortesía.
—Su altísima santidad os aguarda —dijo la septa Unella.
Cersei agachó la cabeza, humilde y obediente.
—¿Se me podría permitir que me bañara antes? No estoy en condiciones de presentarme ante él.
—Podéis bañaros más tarde, si su altísima santidad lo permite —respondió la septa Unella—. Lo que debería importaros es la limpieza de vuestra alma inmortal, no las vanidades de la carne.
Las tres septas la escoltaron por las escaleras de la torre; la septa Unella iba delante, mientras que Moelle y Scolera le pisaban los talones como si tuvieran miedo de que saliera volando.
—Hace tanto que no recibo visitas… —murmuró Cersei mientras bajaban—. ¿El rey se encuentra bien? Es la pregunta de una madre que se preocupa por su hijo.
—Su alteza goza de buena salud —dijo la septa Scolera—, y está bien protegido, día y noche. La reina no se aparta de su lado ni un solo momento.
«¡La reina soy yo!» Tragó saliva y sonrió.
—Me alegro, me alegro. Tommen le tiene mucho cariño. Nunca presté oído a esas cosas tan horribles que se decían sobre ella. —¿Acaso Margaery Tyrell se había librado de las acusaciones de fornicio, adulterio y alta traición?—. ¿Ya se ha celebrado el juicio?
—Será pronto —respondió la septa Scolera—, pero su hermano…
—¡Silencio! —La septa Unella se volvió para mirar a Scolera con severidad—. Hablas demasiado, vieja idiota. No nos corresponde a nosotras contarle esas cosas.
—Te ruego que me perdones. —Scolera agachó la cabeza.
Ninguna volvió a decir palabra durante el tiempo que duró el descenso.
El Gorrión Supremo la recibió en su santuario, una estancia austera de siete paredes de piedra, desde las que los rostros de los Siete, tallados de manera rudimentaria, los contemplaban con expresión casi tan amargada y desaprobadora como la de su altísima santidad. Cuando llegó Cersei, lo encontró sentado a una mesa de madera basta, escribiendo. No había cambiado nada desde la última vez que la habían llevado ante su presencia, el día en que la tomaron prisionera: seguía siendo un viejo flaco y canoso, de rostro tan demacrado que parecía muerto de hambre, anguloso y surcado de arrugas, con ojos desconfiados, y vestido con una túnica informe de lana cruda que le llegaba por los tobillos.
—Alteza —saludó—, tengo entendido que deseáis confesar.
Cersei se hincó de rodillas.
—Así es, altísima santidad. La Vieja vino a verme mientras dormía, con su farol en alto…
—Claro, claro. Unella, por favor, quédate para tomar nota de lo que diga su alteza. Scolera, Moelle, podéis retiraros.
Apretó las yemas de los dedos, en un gesto idéntico al que Cersei había visto hacer a su padre mil veces. Cuando la septa Unella se sentó detrás de ella, estiró un pergamino y mojó la pluma en tinta de maestre, la reina sintió un aguijonazo de terror.
—Cuando confiese, ¿se me permitirá…?
—Trataremos a vuestra alteza según la gravedad de vuestros pecados.
«Este hombre es implacable», comprendió. Respiró profundamente para recuperar la compostura.
—Entonces, que la Madre se apiade de mí. He yacido con hombres fuera del vínculo del matrimonio. Lo confieso.
—¿Con quiénes? —Los ojos del septón supremo estaban clavados en ella.
Cersei oyó escribir a Unella. La pluma rasgaba el papel con un sonido tenue.
—Con mi primo, Lancel Lannister. Y con Osney Kettleblack. —Los dos habían confesado que se habían acostado con ella, así que no le serviría de nada negarlo—. Y también con sus hermanos. Con los dos. —No sabía qué habían dicho Osfryd y Osmund, y más le valía pasarse en sus confesiones que quedarse corta—. No es excusa para mi pecado, altísima santidad, pero tenía miedo y estaba sola. Los dioses me arrebataron al rey Robert, mi esposo y protector. Me quedé sin nadie a quien recurrir, rodeada de conspiradores, amigos engañosos y traidores que tramaban para asesinar a mis hijos. No sabía en quién confiar, así que… Así que usé los únicos medios de que disponía para procurarme la ayuda de los Kettleblack.
—¿Os referís a vuestras partes femeninas?
—Mi carne. —Se estremeció y ocultó la cara entre las manos. Cuando las retiró, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Sí. Que la Doncella se apiade de mí. Lo hice por mis hijos, por el reino, y no me proporcionó ningún placer. Los Kettleblack… son hombres duros y crueles que me usaron sin miramientos, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que rodear a Tommen de hombres de mi confianza.
—Su alteza ya contaba con la protección de la Guardia Real.
—La Guardia Real no sirvió de nada cuando murió su hermano Joffrey, asesinado en su propio banquete de bodas. Ya he visto morir a un hijo, ¡no puedo perder a otro! He pecado, he cometido fornicio, pero lo hice por Tommen. Perdonadme, altísima santidad, pero me abriría de piernas para todo hombre de Desembarco del Rey con tal de proteger a mis hijos.
—El perdón solo viene de los dioses. ¿Qué hay de ser Lancel, que era primo vuestro y escudero de vuestro señor esposo? ¿También a él os lo llevasteis a la cama para procuraros su lealtad?
—Lancel. —Cersei titubeó. «Cuidado. Lancel se lo habrá contado todo»—. Lancel me amaba. Era casi un niño, pero nunca tuve dudas de su devoción hacia mi hijo y hacia mí.
—Y aun así, lo corrompisteis.
—Me sentía sola. —Contuvo un sollozo—. Había perdido a mi esposo, a mi hijo y a mi señor padre. Era la regente, pero una reina sigue siendo una mujer, y las mujeres somos frágiles vasijas proclives a caer en la tentación… Su altísima santidad sabe que es así. Hasta se sabe de santas septas que han pecado. Me dejé consolar por Lancel. Era bueno y cariñoso, y yo necesitaba a alguien. Estuvo mal, lo sé, pero no tenía a nadie más… Una mujer necesita que la amen, necesita tener a un hombre a su lado, es… es… —Empezó a sollozar de manera incontrolable.
El septón supremo no hizo ademán de consolarla, sino que se quedó sentado, mirándola sin pestañear mientras lloraba, tan pétreo como las estatuas de los Siete del septo que se alzaba sobre ellos. Pasó un largo rato antes de que se le agotaran las lágrimas, aunque los ojos le quedaron hinchados y enrojecidos, y se sentía al borde del desmayo. Pero el Gorrión Supremo no había terminado con ella.
—Esos son pecados comunes —dijo—. De todos es sabido que las viudas son malvadas, y todas las mujeres tienen un corazón lascivo y no dudan en usar su belleza y todo tipo de artimañas para imponer su voluntad a los hombres. En eso no hay traición, siempre que no violarais los votos matrimoniales en vida de su alteza el rey Robert.
—Eso nunca —susurró ella—. ¡Nunca, lo juro!
—Hay otras acusaciones contra vuestra alteza —continuó, sin prestarle atención—. De crímenes mucho más graves que el simple fornicio. Admitís que ser Osney Kettleblack era vuestro amante, y ser Osney jura que asfixió a mi predecesor porque vos se lo ordenasteis. También insiste en que presentó falso testimonio contra la reina Margaery y sus primas, que inventó falsedades de fornicio, adulterio y alta traición, siempre siguiendo vuestras órdenes.
—No —replicó Cersei—. No es cierto. Margaery es como una hija para mí. En cuanto a lo otro… Reconozco que tenía quejas contra el septón supremo, sí. Ocupó ese puesto gracias a Tyrion; era débil y corrupto, una afrenta para la sagrada fe. Vuestra altísima santidad lo sabe tan bien como yo. Tal vez Osney pensara que su muerte me complacería. Si es así, me corresponde parte de la culpa… pero jamás pensé en asesinarlo. De eso soy inocente. Llevadme al septo y lo juraré ante el Padre.
—Cada cosa a su tiempo —replicó el septón supremo—. También se os acusa de conspirar para asesinar a vuestro señor esposo, nuestro amado rey Robert, el primero de su nombre.
«Lancel», pensó Cersei.
—A Robert lo mató un jabalí. ¿Qué pasa? ¿Ahora soy una cambiapieles? ¿Se me acusa también de matar a Joffrey, mi amado hijo, mi primogénito?
—No, solo a vuestro esposo. ¿Lo negáis?
—Sí, lo niego. Lo niego ante los dioses y ante los hombres.
—Por último, lo más grave: hay quienes dicen que vuestros hijos no fueron hijos del rey Robert, sino bastardos nacidos del incesto y el adulterio.
—Eso es lo que dice Stannis —replicó Cersei al instante—. Mentira, ¡mentira! Stannis quiere el Trono de Hierro, y los hijos de su hermano se interponen en su camino; por eso alega que no son de su hermano. En esa sucia carta que mandó no hay ni una letra que sea verdad. ¡Todo mentiras!
El septón supremo apoyó en la mesa las palmas de las manos y se levantó.
—Bien. Lord Stannis se ha apartado de la verdad de los Siete para adorar al demonio rojo, y no hay lugar en los Siete Reinos para su falsa fe. —Aquello casi resultaba tranquilizador. Cersei asintió—. Pese a todo, son acusaciones muy graves —siguió su altísima santidad—, y el reino tiene que saber la verdad. Si es cierto lo que dice vuestra alteza, en el juicio se demostrará vuestra inocencia.
«En el juicio; pese a todo, habrá juicio.»
—Pero si he confesado…
—… algunos pecados, sí. Otros los negáis. En el juicio se pondrán de manifiesto la verdad y la mentira. Pediré a los Siete que perdonen los pecados que habéis confesado, y rezaré para que seáis hallada inocente de las demás acusaciones.
—Me inclino ante la sabiduría de vuestra altísima santidad. —Cersei se levantó muy despacio—. Pero, si me permitís suplicar aunque sea una gota de la misericordia de la Madre…, hace tanto que no veo a mi hijo… Por favor…
Los ojos del anciano eran esquirlas de pedernal.
—No sería oportuno dejar que os acercarais al rey antes de quedar limpia de todas vuestras maldades. Pero habéis dado el primer paso para volver al camino del bien, y a la luz de este progreso permitiré que recibáis otras visitas. Una al día.
La reina se echó a llorar de nuevo, y en aquella ocasión fueron lágrimas sinceras.
—Sois demasiado clemente conmigo. Gracias.
—La misericordia viene de la Madre; dadle las gracias a ella.
Moelle y Scolera la esperaban para encabezar el camino de vuelta a la celda de la torre, y Unella cerraba la marcha.
—Todas estábamos rezando por vuestra alteza —dijo la septa Moelle mientras subían.
—Sí —asintió la septa Scolera—, Seguro que ahora os sentís mucho más ligera; limpia e inocente como una doncella en la mañana del día de su boda.
«En la mañana del día de mi boda estuve follando con Jaime», recordó la reina.
—Así es —dijo—. Es como si me hubieran abierto un forúnculo infectado y ya pudiera empezar a curarse. Casi podría volar. —Se imaginó lo bien que se sentiría estampando un codo en el rostro de la septa Scolera para mandarla rodando escaleras abajo. Los dioses mediante, la vieja puta chocaría con la septa Unella y se la llevaría por delante.
—Me alegra veros sonreír —comentó Scolera.
—Su altísima santidad dijo que podía recibir visitas.
—Cierto —asintió la septa Unella—. Vuestra alteza solo tiene que decirnos a quién quiere ver, y le enviaremos recado.
«A Jaime, necesito a Jaime » Pero si su hermano mellizo estaba en la ciudad, ¿por qué no había acudido a verla? Sería mejor que dejara a Jaime para cuando tuviera una noción más clara de lo que sucedía al otro lado de los muros del Gran Septo de Baelor.
—A mi tío —dijo—. Ser Kevan Lannister, el hermano de mi padre. ¿Sabéis si se encuentra en la ciudad?
—Sí —respondió la septa Unella—. El lord regente reside ahora en la Fortaleza Roja. Mandaremos a buscarlo.
—Gracias. —«Lord regente, ¿eh?» No podía fingir sorpresa.
Resultó que el corazón contrito y humilde tenía otras ventajas, aparte de limpiar el alma de pecados. Aquella noche trasladaron a la reina a una celda más grande, dos pisos más abajo, con una ventana que sí le permitía ver el exterior y una cama con mantas cálidas y suaves. A la hora de la cena, en vez de pan duro y gachas de avena le sirvieron capón asado, un cuenco de ensalada con nueces picadas y una montaña de puré de nabos flotando en mantequilla. Se metió en la cama con el estómago lleno por primera vez desde que la habían encerrado, y durmió de un tirón.
Al día siguiente, con el amanecer, llegó su tío.
Cersei estaba desayunando cuando se abrió la puerta y entró ser Kevan Lannister.
—Dejadnos a solas —dijo a las carceleras.
La septa Unella mandó salir a Scolera y Moelle, y las siguió para luego cerrar desde fuera. La reina se puso en pie.
Ser Kevan parecía envejecido. Era un hombre corpulento, de hombros anchos y cintura amplia, con una barba rubia muy recortada que le perfilaba la fuerte mandíbula y amplias entradas en el pelo rubio corto. Vestía una gruesa capa de lana carmesí, que se sujetaba al hombro con un broche dorado con forma de cabeza de león.
—Gracias por venir —dijo la reina.
—Será mejor que te sientes —replicó su tío con el ceño fruncido—. Hay cosas que debo decirte.
Pero Cersei no quería sentarse.
—Sigues enfadado conmigo, te lo noto en la voz. Perdóname, tío. Hice mal en tirarte el vino, pero…
—¿Crees que lo que me importa es una copa de vino? Lancel es mi hijo, Cersei, ¡es tu propio sobrino! Por eso estoy furioso contigo. Tendrías que haber cuidado de él; deberías haberle buscado una chica adecuada, de buena familia, y en vez de eso…
—Lo sé. Lo sé. —«Lancel me deseaba más que yo a él, y me juego lo que sea a que sigue igual»—. Estaba sola, tío, fui débil. Perdóname, te lo ruego. Me alegro tanto de verte otra vez… He hecho cosas horribles, lo sé, pero no soportaría que me odiaras. —Le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla—. Perdóname. Perdóname.
Ser Kevan soportó el abrazo un momento antes de devolvérselo con torpeza, brevemente.
—Ya basta —dijo con una voz que seguía siendo fría, átona—. Te perdono. Ahora, siéntate. Lo que debo contarte no es halagüeño.
—¿Le ha pasado algo a Tommen? —preguntó, aterrada—. No, por favor, no. He pasado tanto miedo por mi hijo… Nadie quería contarme nada. Por favor, dime que Tommen está bien.
—Su alteza se encuentra perfectamente y pregunta por ti a menudo. —Ser Kevan le puso las manos en los hombros para apartarla.
—Entonces, ¿es Jaime? ¿Le ha pasado algo a Jaime?
—No. Jaime sigue en las tierras de los ríos, no sabemos dónde.