Danza de dragones (129 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Los norteños intercambiaron miradas.

—Rehenes —musitó el Norrey—. ¿Tormund está de acuerdo?

«Tenía que escoger entre eso y ver morir a su pueblo.»

—Él lo llama «mi precio de sangre» —dijo Jon Nieve—, pero lo pagará.

—Sí, ¿por qué no? —El Viejo Flint golpeó el hielo con el bastón—. Cuando Invernalia nos pedía muchachos, los llamábamos pupilos, pero en realidad eran rehenes, y tampoco era tan grave.

—Al menos mientras sus padres no llevaran la contraria a los reyes del Invierno —dijo el Norrey—, porque entonces volvían a casa con una cabeza menos. Así que decidme, muchacho: si esos salvajes amigos vuestros nos traicionan, ¿tenéis agallas para hacer lo necesario?

«Pregúntale a Janos Slynt.»

—Tormund Matagigantes es suficientemente listo para no ponerme a prueba. Puedo pareceros un novato, lord Norrey, pero sigo siendo hijo de Eddard Stark. —Ni siquiera aquello aplacó a su lord mayordomo.

—Decís que esos chicos servirán como escuderos. Eso no querrá decir que vais a entrenarlos con armas, ¿verdad?

—No, mi señor, voy a ponerlos a coser ropa interior de encaje. —Jon se encendió de ira—. Por supuesto que se entrenarán en las armas. También harán mantequilla, cortarán leña, limpiarán los establos, vaciarán los cubos de noche, enviarán mensajes… y en los ratos libres, los instruiremos en el manejo de la lanza, la espada y el arco.

Marsh se puso aún más rojo.

—Disculpadme si hablo con franqueza, lord comandante, pero no encuentro una manera mejor de decir esto: lo que proponéis es poco menos que una traición. Durante ochocientos años, los hombres de la Guardia de la Noche han permanecido en el Muro y han luchado contra esos salvajes. Ahora, pretendéis dejarlos pasar, darles cobijo en nuestros castillos, darles de comer, vestirlos y enseñarlos a luchar. ¿Debo recordaros que hicisteis un juramento?

—Recuerdo perfectamente lo que juré: Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. ¿Son las mismas palabras que pronunciasteis al hacer vuestros votos?

—Lo son, como sin duda sabéis, lord comandante.

—¿Seguro que no se me han olvidado unas cuantas? Las que hablan del rey y de sus leyes, y de cómo debemos defender cada palmo de su tierra y aferramos a cualquier castillo en ruinas. ¿Cómo era aquella parte? —Jon esperó respuesta, pero no la obtuvo—. Soy el escudo que defiende los reinos de los hombres. Eso dicen los votos. Así que dime, ¿qué son esos salvajes, sino hombres?

Bowen Marsh abrió la boca, pero de ella no salió palabra alguna. El rubor le subió por el cuello.

Jon Nieve se volvió. Los últimos rayos de sol empezaban a disiparse. Observó como las grietas del Muro pasaban del rojo al gris y después al negro; de vetas de fuego a ríos de hielo oscuro. Más abajo, lady Melisandre ya estaría encendiendo su hoguera nocturna y entonando: «Señor de Luz, defiéndenos, pues la noche es oscura y alberga horrores».

—Se acerca el invernó —Jon rompió por fin el tenso silencio—, y con él, los caminantes blancos. Es en el Muro donde debemos detenerlos; para eso se erigió. Pero alguien tiene que defender el Muro. Esta conversación ha terminado. Tenemos mucho que hacer antes de abrir la puerta. Tormund y los suyos necesitarán comida, ropa y refugio. Algunos están enfermos y precisarán cuidados. Esos serán asunto tuyo, Clydas; salva a tantos como puedas.

Clydas entrecerró los ojos irritados y apagados.

—Haré todo cuanto esté en mi mano, Jon, digo…, mi señor.

—Tenemos que preparar todos los carromatos disponibles para llevar al pueblo libre a su nuevo hogar. Esa es tu misión, Othell.

—A la orden —contestó torciendo el gesto.

—Lord Bowen, tú recogerás sus pertenencias. Oro, plata, ámbar, torques, pulseras y collares. Clasifícalo, cuéntalo y encárgate de que llegue intacto a Guardiaoriente.

—A la orden, lord Nieve.

«¿Cómo decía Melisandre? Hielo y cuchillos en la oscuridad. Sangre helada y roja, y acero desnudo.» Flexionó los dedos de la mano de la espada. Se estaba levantando viento.

Cersei

Cada noche era más fría que la anterior.

En la celda no había chimenea ni brasero. La única ventana estaba tan alta que no le permitía ver el exterior, y era tan estrecha que jamás habría podido pasar por ella, pero tenía tamaño más que suficiente para dejar entrar el frío. Cersei había destrozado la primera muda que le dieron, exigiendo que se le devolviera su ropa, pero solo había conseguido quedarse desnuda y aterida. Cuando le llevaron otra muda, se la puso y dio las gracias con palabras atragantadas.

La ventana también dejaba entrar los sonidos, y era la única manera que tenía la reina de saber qué pasaba en la ciudad, ya que las septas que le llevaban la comida no le contaban nada.

Era algo que no podía soportar. Jaime acudiría presto a rescatarla, pero ¿cómo iba a enterarse de su llegada? Cersei esperaba que no cometiera la necedad de adelantarse a su ejército: le harían falta todas sus espadas para enfrentarse a la harapienta horda de clérigos humildes que rodeaba el Gran Septo. Preguntó muchas veces por su hermano mellizo, pero las carceleras no le dieron respuesta. También preguntó por ser Loras. Según el último informe, el Caballero de las Flores estaba agonizando en Rocadragón tras sufrir heridas terribles durante la toma del castillo.

«Pues que se muera, y cuanto antes», pensó Cersei. La muerte del muchacho crearía una vacante en la Guardia Real, y ahí podía residir su salvación. Lo malo era que las septas guardaban tanto silencio sobre Loras Tyrell como sobre Jaime.

Lord Qyburn había sido su último visitante, y también el único. En el mundo de Cersei, la población era de cuatro personas: ella y sus tres carceleras, tan piadosas como intransigentes. La septa Unella era hombruna y corpulenta, fea, con las manos encallecidas y el ceño siempre fruncido. La septa Moelle tenía el pelo blanco y tieso, y unos ojillos permanentemente entrecerrados en gesto de desconfianza, incrustados en un rostro anguloso y surcado de arrugas. La septa Scolera era baja y rechoncha, de pechos grandes, piel olivácea y olor acre, como de leche a punto de agriarse. Le llevaban a Cersei comida y agua; le vaciaban el orinal y, cada dos días, le quitaban la ropa para lavársela, con lo que tenía que acurrucarse desnuda bajo la manta hasta que se la devolvían. A veces, Scolera le leía fragmentos de
La estrella de siete puntas
o
El libro de la sagrada oración,
pero al margen de eso, ninguna le dirigía la palabra ni respondía a sus preguntas.

Cersei las detestaba y despreciaba a las tres, casi tanto como detestaba y despreciaba a los hombres que la habían traicionado.

Amigos espurios, sirvientes desleales, hombres que le habían jurado amor eterno y hasta la sangre de su sangre: todos la habían abandonado cuando más los necesitaba. El debilucho de Osney Kettleblack se había quebrado bajo el látigo y había llenado los oídos del Gorrión Supremo de secretos que debería haberse llevado a la tumba, y sus hermanos, basura plebeya que ella había encumbrado, se habían quedado cruzados de brazos. Aurane Mares, su almirante, había huido por mar con los dromones que ella le había construido. Orton Merryweather había corrido a esconderse en Granmesa y se había llevado a su esposa, Taena, que había sido la única amiga sincera de la reina en aquellos tiempos espantosos. Harys Swyft y el gran maestre Pycelle la habían abandonado en su cautiverio para poner el reino en manos de aquellos que habían conspirado contra ella. Meryn Trant y Boros Blount, los protectores juramentados del rey, habían desaparecido de la faz de la Tierra. Hasta su primo Lancel, que tanto amor decía profesarle, era uno de sus acusadores. Su tío se había negado a ayudarla, y eso que ella lo habría convertido en mano del rey.

Y Jaime…

No, eso no podía creerlo; eso no estaba dispuesta a creerlo. Jaime llegaría en cuanto supiera de sus cuitas. «Vuelve ahora mismo —le había escrito—. Ayúdame. Sálvame. Te necesito como no te había necesitado jamás. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Vuelve ahora mismo.» Qyburn le había jurado que haría llegar la misiva a manos de su hermano, que se encontraba con su ejército en las tierras de los ríos. Pero Qyburn no había vuelto a visitarla. Bien podía estar muerto, y su cabeza, clavada en una estaca en las puertas de la ciudad, o tal vez languideciera en cualquiera de las celdas negras situadas bajo la Fortaleza Roja, sin haber enviado su carta. Había preguntado por él un centenar de veces, pero sus carceleras no respondían. Lo único que sabía con seguridad era que Jaime no había acudido a su llamada.

«Aún no —se dijo—. Pero vendrá pronto. Y cuando venga, el Gorrión Supremo y esas putas van a saber lo que es bueno.»

No soportaba sentirse impotente.

Había proferido amenazas, que fueron recibidas con rostros pétreos y oídos sordos. Había dado órdenes, pero nadie les hizo el menor caso. Había invocado la misericordia de la Madre, apelando al entendimiento natural entre mujeres, pero las tres septas arrugadas habían perdido cualquier vestigio de feminidad al pronunciar sus votos. Había tratado de congraciarse con ellas, hablándoles con dulzura y aceptando mansamente cada nuevo ultraje, pero se mostraron impertérritas. Les había ofrecido recompensas, el indulto, honores, oro y puestos en la corte, pero daban a sus promesas el mismo trato que a sus amenazas.

Y había rezado. ¡Cómo había rezado! Querían plegarias, así que plegarias les había dado, de rodillas como si fuera una prostituta callejera y no una hija de la Roca. Había rezado pidiendo alivio, liberación, la llegada de Jaime. Había suplicado en voz alta a los dioses que defendieran su inocencia; en silencio, rezaba para que sus acusadores sufrieran una muerte repentina y dolorosa. Rezó hasta que se le quedaron las rodillas en carne viva, hasta que notó la lengua tan pesada que casi habría podido ahogarse con ella. Cersei recordó en aquella celda todas las oraciones que le habían enseñado de niña, inventó otras a medida que las iba necesitando y clamó a la Madre, a la Doncella, al Padre, al Guerrero, a la Vieja y al Herrero. Incluso llegó a rezar al Desconocido.

«Cualquier dios sirve durante una tormenta. —Los Siete se mostraron tan sordos como sus siervos terrenales. Cersei les entregó todas las palabras que conocía; les entregó todo menos sus lágrimas—. Eso, nunca. —No soportaba sentirse débil—. ¡Qué no daría yo por tener una espada y saber manejarla!» Si los dioses le hubieran dado la fuerza que otorgaron a Jaime y al imbécil fanfarrón de Robert, habría escapado por sus propios medios. Tenía el corazón de un guerrero, pero esos dioses, en su ciega crueldad, la habían encerrado en el débil cuerpo de una mujer. La reina había tratado de luchar, pero las septas la habían dominado; eran demasiadas, y más fuertes de lo que aparentaban: aquellas viejas feas tenían los músculos duros como raíces de tanto rezar, fregar y tratar a palos a las novicias.

Además, no le permitían descansar. Día y noche, cada vez que cerraba los ojos para dormir, una de sus carceleras acudía a despertarla para exigir que confesara sus pecados. La acusaban de adulterio, fornicio, alta traición y hasta asesinato, pues Osney Kettleblack había confesado que asfixió al septón supremo anterior por orden suya.

«Vengo a escuchar la confesión de tus asesinatos y fornicios», gruñía pomposa la septa Unella tras sacudir a la reina para despertarla. La septa Moelle decía que eran los pecados los que la impedían dormir.

—Solo los inocentes conocen la paz del sueño reparador. Confiesa tus pecados, y dormirás con la tranquilidad de un recién nacido.

Despertar, dormir, despertar otra vez… Las manos de sus torturadoras rompían todas las noches en mil pedazos, y cada noche era más fría y severa que la anterior. La hora del búho, la hora del lobo, la hora del ruiseñor, la salida de la luna, la puesta de la luna, el ocaso y el amanecer; todos ellos se tambaleaban como borrachos. ¿Qué hora era? ¿Qué día era? ¿Dónde se encontraba? ¿Soñaba o había despertado? Los diminutos fragmentos de sueño que le permitían se habían convertido en navajas que le rebanaban el cerebro. Cada día estaba más embotada que el anterior, más agotada y febril. Había perdido la noción del tiempo que llevaba prisionera en aquella celda, en lo alto de una de las siete torres del Gran Septo de Baelor.

«Envejeceré y moriré aquí», pensó, desesperada.

Pero no estaba dispuesta a permitirlo. Su hijo la necesitaba. El reino la necesitaba. Tenía que salir, por arriesgado que fuera. Su mundo se había reducido a una celda de tres pasos por tres con un orinal, un lecho de paja y una fina manta de lana marrón que le irritaba la piel, pero seguía siendo la heredera de lord Tywin, hija de la Roca.

Extenuada por la falta de sueño, tiritando a causa del frío que se colaba por la noche en la celda de la torre, febril la mitad del tiempo y desfallecida de hambre la otra mitad, Cersei comprendió por fin que debía confesar.

Aquella noche, cuando la septa Unella llegó para despertarla, se encontró a la reina de rodillas.

—He pecado —dijo Cersei. Le costaba vocalizar, y tenía los labios resecos y agrietados—. He cometido pecados espantosos. Ahora lo sé. ¿Cómo he podido estar tan ciega, tanto tiempo? La Vieja me ha visitado con su farol en alto, y a su santa luz he visto el camino que debo recorrer. Quiero volver a estar limpia. No deseo más que la absolución. Por favor, buena septa, os suplico que me llevéis ante el septón supremo para que pueda confesar mis crímenes y fornicios.

—Se lo diré, alteza —respondió la septa Unella—. Su altísima santidad estará muy satisfecho. La confesión y el arrepentimiento sincero son la única manera en que podemos alcanzar la salvación para nuestras almas.

La dejaron dormir durante el resto de aquella larga noche; horas y horas de maravilloso descanso. Por una vez, el búho, el lobo y el ruiseñor pasaron de largo inadvertidos, mientras Cersei disfrutaba de un largo y hermoso sueño en el que Jaime era su esposo y el hijo de ambos seguía vivo.

Cuando llegó la mañana, la reina casi había vuelto a su ser. Cuando sus carceleras fueron a buscarla, balbuceó más tonterías piadosas de nuevo e insistió en lo decidida que estaba a confesar sus pecados para recibir el perdón por sus actos.

—Nos regocijamos —dijo la septa Moelle.

—Vais a quitaros un enorme peso del alma —aportó la septa Scolera—. Después os sentiréis mucho mejor, alteza.

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