Danza de dragones (126 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Un hombre quiso hacerse el héroe.

Se trataba de uno de los lanceros que habían salido a por el jabalí. Quizá estuviera borracho, o loco; quizá estuviera enamorado de Barsena Pelonegro en secreto, o hubiera oído rumores sobre la pequeña Hazzea; quizá solo fuera un hombre normal que soñaba con que los bardos cantasen sobre él. Se lanzó hacia delante, espontón en mano, levantando arena roja con los pies, y las gradas prorrumpieron en gritos. Drogon alzó la cabeza, con los dientes chorreantes de sangre. El héroe se encaramó a su espalda de un brinco y clavó la punta de hierro del espontón en la base del cuello largo y escamoso del dragón.

Dany y Drogon gritaron al unísono.

El héroe se apoyó en la lanza y utilizó su peso para hundir más la punta. Drogon se arqueó hacia arriba con un siseo de dolor y movió la cola como un látigo. Dany lo vio girar la cabeza, que remataba el largo cuello sinuoso, y desplegar las alas negras. El matadragones perdió pie y cayó en la arena; cuando intentó incorporarse, los dientes del dragón se le cerraron firmemente en torno al antebrazo.

—¡No! —fue todo lo que alcanzó a gritar. Drogon le arrancó el brazo y lo arrojó a un lado, como un perro a un roedor en un reñidero de ratas.

—Matadlo —gritó Hizdahr zo Loraq a los lanceros que quedaban—. ¡Matad a esa bestia!

—No miréis, alteza. —Ser Barristan la sujetó con fuerza.

—¡Soltadme! —Dany se liberó de su abrazo. Cuando salvó el pretil, el tiempo pareció transcurrir más despacio. Perdió una sandalia al aterrizar en el reñidero. Mientras corría sentía la arena en los dedos, caliente y áspera; ser Barristan la llamaba y Belwas el Fuerte no dejaba de vomitar. Echó a correr más deprisa.

Los lanceros también corrían. Algunos se abalanzaban sobre el dragón, espontón en ristre; otros corrían en dirección contraria, soltando el arma durante la huida. El héroe se sacudía en la arena; le manaba sangre brillante de la desgarradura del hombro. El espontón seguía clavado en la espalda de Drogon, y se mecía con cada batir de alas. De la herida salía humo. Cuando se acercaron los otros lanceros, el dragón escupió fuego y bañó a dos hombres en llamas negras. Sacudió la cola y partió por la mitad al sobrestante, que intentaba acercarse con sigilo. Otro atacante trató de clavarle el espontón en el ojo, pero el dragón lo atrapó entre las fauces y lo destripó. Los meereenos gritaban, maldecían y aullaban. Dany oía golpes a su espalda.

—Drogon —gritó—. ¡Drogon!

El dragón volvió la cabeza. Le salía humo de entre los dientes; su sangre también humeaba al caer. Batió las alas una vez más, levantando una tormenta de arena escarlata. Dany entró a trompicones en la sofocante nube roja. Drogon chasqueó los dientes.

—No. —No tuvo tiempo de decir nada más.

«No, a mí no, ¿es que no me conoces? —Los dientes negros se cerraron a escasa distancia de su rostro—. ¡Quería arrancarme la cabeza!» Cegada por la arena en los ojos, tropezó con el cadáver del sobrestante y cayó de espaldas.

Drogon rugió, y el sonido retumbó en el reñidero. La envolvió una vaharada abrasadora, como la de un horno al abrirse. El dragón estiró hacia ella el cuello largo y escamoso y, cuando abrió la boca, Dany vio astillas de huesos rotos y restos de carne carbonizada entre los dientes negros. Los ojos eran de lava fundida.

«Estoy viendo el infierno, pero no puedo apartar la mirada. —Nunca había estado tan segura de nada—. Si huyo de él, me abrasará y me devorará.»

Los septones de Poniente hablaban de siete cielos y siete infiernos, pero los Siete Reinos y sus dioses se encontraban muy lejos. Si moría allí, ¿se presentaría a reclamarla el dios caballo de los dothrakis? ¿Hendiría el mar de hierba para llevarla a su
khalasar
estrellado, a cabalgar por las tierras de la noche al lado de su sol y estrellas? ¿O serían los dioses enojados de Ghis quienes enviasen a sus arpías a apoderarse de su alma y arrastrarla al tormento? El rugido de Drogon la alcanzó en pleno rostro, con un aliento tan caliente que podría levantar ampollas.

—¡A mí! Prueba conmigo. Aquí —gritó Barristan Selmy, a su derecha.

En los rojos pozos ardientes que Drogon tenía por ojos, Dany vio su reflejo. Parecía tan pequeña, tan frágil, tan débil y asustada…

«No puedo dejar que note mi miedo.»

Tanteó la arena, apartó el cadáver del sobrestante y rozó el mango del látigo. El contacto le infundo valor: era un cuero cálido, vivo. Drogon volvió a rugir, con un sonido tan potente que casi le hizo soltar el arma, y chasqueó los dientes hacia ella.

—¡No! —gritó Dany, al tiempo que lo fustigaba con toda la fuerza de que era capaz. El dragón sacudió la cabeza hacia atrás—. ¡No! —gritó de nuevo—. ¡No! —Las púas le arañaron el hocico. Drogon se irguió. Dany, cubierta por la sombra de las alas, azotó el abdomen escamoso, una y otra vez, hasta que empezó a dolerle el brazo. El largo cuello sinuoso se dobló como un arco. Con un silbido, escupió fuego negro hacia ella. Dany se lanzó bajo las llamas mientras blandía el látigo y gritaba—, ¡No, no, no! ¡ABAJO! —El dragón respondió con un rugido cargado de ira y miedo; de dolor. Batió las alas una vez, dos…

…y las plegó. Con un último silbido, se tumbó boca abajo. Manaba sangre negra de allí donde le habían clavado el espontón, y humeaba al caer a la arena abrasadora.

«Es fuego hecho carne —pensó Dany—. Igual que yo»

Daenerys Targaryen saltó al lomo del dragón, cogió el espontón y se lo arrancó. La punta estaba medio fundida; el hierro, incandescente, al rojo vivo. Lo tiró a un lado. Drogon se retorció bajo ella al tensar los músculos para recabar fuerzas. El aire estaba cargado de polvo; Dany no podía ver, no podía respirar, no podía pensar. Las alas negras restallaron como un trueno y, de pronto, vio alejarse la arena escarlata.

Cerró los ojos, mareada. Cuando los abrió, nublados por el polvo y las lágrimas, vislumbró abajo a los meereenos, que se precipitaban por las escaleras hacia la calle.

Todavía llevaba el látigo en la mano. Lo hizo chasquear contra el cuello de Drogon.

—¡Más arriba! —gritó. Con la otra mano se aferró a las escamas, buscando asidero con los dedos. Las amplias alas negras de Drogon hendieron el aire. Dany sentía su calor entre los muslos; tenía el corazón a punto de estallar.

«Sí —pensó—, sí, ahora, ahora, adelante, adelante, vamos, vamos, ¡VUELA!»

Jon

Tormund Matagigantes no era alto, pero los dioses le habían otorgado un pecho amplio y una tripa descomunal. Mance Rayder lo había apodado Soplador del Cuerno por la fuerza de sus pulmones, y decía que sus risotadas podían barrer la nieve de las montañas. Cuando bramaba al enfadarse, a Jon le recordaba el barritar de un mamut.

Aquel día, Tormund bramó mucho y muy alto. Rugió, gritó y golpeó la mesa con tanta fuerza que derramó una frasca de agua. Siempre tenía a mano un cuerno de hidromiel, de modo que escupía saliva dulce cuando vociferaba amenazas. Recriminó a Jon Nieve que fuera un cobarde, un mentiroso y un cambiacapas; lo maldijo por ser un arrodillado de corazón podrido, un ladrón y un cuervo carroñero; lo acusó de querer dar por culo al pueblo libre. Le arrojó dos veces el cuerno a la cabeza, aunque no sin antes haberlo vaciado; Tormund no era de los que desperdiciarían un buen hidromiel. Jon aguantó el chaparrón: no levantó la voz ni respondió a las amenazas; pero tampoco cedió más terreno del que tenía previsto.

Al final, cuando en el exterior de la tienda ya se alargaban las sombras del atardecer, Tormund Matagigantes, o el Gran Hablador, Soplador del Cuerno, Rompedor del Hielo, Puño de Trueno, Marido de Osas, Rey del Hidromiel en el Salón Rojo, Portavoz ante los Dioses y Padre de Ejércitos, extendió la mano con decisión.

—Trato hecho, y que los dioses me perdonen. Sé que hay un centenar de madres que no serán capaces.

Jon estrechó la mano que le ofrecía. En su cabeza resonaban los votos de la Guardia.

«Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. —Y añadió una frase nueva de cosecha propia—: Soy el guardián que abrió las puertas para dejar entrar al enemigo.»

Habría dado cualquier cosa por saber que hacía lo correcto, pero ya era tarde para echarse atrás.

—Trato hecho —dijo.

El apretón de manos de Tormund casi le rompió los huesos: en eso no había cambiado. También lucía la misma barba, aunque la cara que ocultaba aquel matorral de pelo canoso había adelgazado considerablemente, y profundas arrugas surcaban las mejillas enrojecidas.

—Mance debería haberte matado cuando tuvo ocasión —dijo, mientras ponía todo su empeño en reducir a pulpa y huesos la mano de Jon—. Oro por gachas, y los muchachos… Es un precio atroz. ¿Qué fue de aquel chaval encantador al que conocí?

«Lo nombraron lord comandante.»

—Se dice que un negocio justo siempre deja a ambas partes insatisfechas. ¿Tres días?

—Si es que vivo tanto tiempo. Varios de mis hombres me escupirán a la cara cuando oigan estas condiciones. —Tormund liberó la mano de Jon—. Los tuyos también protestarán, si no me equivoco. Y los conozco; he matado más cuervos de los que recuerdo.

—Será mejor que no comentes eso cuando vengas al sur del Muro.

—¡Ja! —Tormund rió. Aquello tampoco había cambiado: aún se echaba a reír a la mínima ocasión—. Sabias palabras. No quiero que tus cuervos me maten a picotazos. —Dio una palmada en la espalda a Jon—. Cuando toda mi gente esté a salvo tras tu Muro, compartiremos carne e hidromiel. Hasta entonces… —El salvaje se quitó el brazalete del brazo izquierdo y se lo tendió a Jon; luego hizo lo mismo con el del derecho—. Tu primer pago. Heredé estos brazaletes de mi padre, y él del suyo. Ahora son tuyos, cabrón de negro.

Los brazaletes eran de oro viejo, sólidos y pesados, grabados con las runas antiguas de los primeros hombres. Tormund Matagigantes los llevaba desde que Jon lo conocía; eran tan característicos de él como la barba.

—Los braavosi los fundirán para aprovechar el oro, es una lástima. Quizá deberías quedártelos.

—No quiero que se diga que Tormund Puño de Trueno obligó al pueblo libre a entregar los tesoros mientras él conservaba los suyos. —Sonrió—. Pero me quedaré con la anilla que llevo en el miembro; es mucho más grande que esas bagatelas. A ti te quedaría bien en el cuello.

—No cambiarás nunca. —Jon no pudo evitar reírse.

—Ya he cambiado. —La sonrisa se derritió como la nieve en verano—. No soy el hombre que era en el Salón Rojo. He visto demasiada muerte, y cosas aún peores. Mis hijos… —El rostro de Tormund se entristeció—. A Dormund lo mataron en la batalla del Muro; solo era un muchacho. Fue un caballero de tu rey, un cabrón vestido de acero gris con polillas pintadas en el escudo. Vi como lo atacaban, pero murió antes de que pudiera llegar hasta él. Y Torwynd… A él se lo llevó el frío. Siempre fue muy enfermizo. Una noche se murió, sin más. Lo peor fue que, antes de que nos diéramos cuenta de que había muerto, se levantó, pálido y con esos ojos azules. Pasó delante de mis narices y fue muy duro, Jon. —Le brillaban las lágrimas en los ojos—. La verdad es que no era muy hombre, pero era mi niño, y lo quería.

—Lo siento mucho. —Jon puso una mano en el hombro de Tormund.

—¿Por qué? No tuviste nada que ver. Tienes las manos manchadas de sangre, como yo, pero no con la suya. —Tormund sacudió la cabeza—. Aún tengo dos hijos fuertes.

—¿Tu hija…?

—Munda. —Aquello le devolvió la sonrisa—. Se casó con ese tal Ryk Lanzalarga, ¿te lo puedes creer? La verdad es que tiene más polla que cabeza, pero la trata bastante bien. Le dije que si alguna vez le hace daño, le arranco el miembro y lo uso de porra para matarlo. —Volvió a palmear a Jon con fuerza—. Ya va siendo hora de que vuelvas. Si te quedas más tiempo, pensarán que te hemos comido.

—Al amanecer, entonces. Dentro de tres días. Primero, los muchachos.

—Ya te he oído las diez primeras veces, cuervo. Hay quien podría pensar que no nos tenemos confianza. —Escupió—. Sí, primero los muchachos. Los mamuts tendrán que dar un rodeo, así que asegúrate de que los esperan en Guardiaoriente. Yo me encargaré de que no haya peleas ni ataques en tu maldita puerta. Iremos en calma y en orden, como patitos en fila. Y yo seré mamá pato, ¡ja! —Tormund condujo a Jon al exterior de la tienda.

Fuera, el día era luminoso y despejado. El sol había vuelto al cielo tras quince días de ausencia, y al sur se alzaba el Muro, blanco, azul, y brillante. Un dicho que Jon había oído a los ancianos decía: «El Muro cambia tanto de humor como Aerys, el Rey Loco». Otro rezaba: «El Muro es más voluble que una mujer». Los días nublados parecía estar tallado en roca blanca; en las noches sin luna era negro como el carbón; cuando había tormenta parecía una escultura de nieve. Pero en días como aquel no había manera de confundirlo con nada que no fuera hielo. En días como aquel, el Muro destellaba como el cristal de un septón; todas sus grietas y brechas reflejaban la luz del sol, y los arcoíris helados bailaban y morían tras ondas traslúcidas. En días como aquel, el Muro ofrecía un espectáculo arrebatador.

El hijo mayor de Tormund se encontraba junto a los caballos, hablando con Pieles. El pueblo libre lo llamaba Toregg el Alto. Aunque solo sacaba un dedo a Pieles, le llevaba más de un palmo a su padre. Hareth, el hombretón de Villa Topo al que llamaban Caballo, estaba acurrucado frente a la hoguera, de espaldas a los otros dos. Pieles y él eran los únicos que había llevado Jon a la reunión. Si hubiera acudido con más, se habría interpretado como una señal de miedo, y veinte hombres les habrían valido de poco si Tormund hubiera querido derramar sangre. La única protección que necesitaba era la de Fantasma; el huargo olía a los enemigos a distancia, incluso a aquellos que ocultaban la hostilidad tras una sonrisa.

Pero Fantasma se había ido. Jon se quitó un guante negro, se llevó dos dedos a la boca y silbó.

—¡Fantasma! ¡Conmigo!

Desde arriba llegó el sonido repentino de unas alas. El cuervo de Mormont se acercó revoloteando de la rama de un viejo roble a la montura de Jon.

—Maíz —gritó—. Maíz, maíz, maíz.

—¿Tú también me has seguido hasta aquí? —Jon se acercó para apartar al pájaro de un manotazo, pero acabó acariciándole el plumaje. El cuervo clavó un ojo en él.

—Nieve —murmuró, mientras inclinaba la cabeza con gesto inteligente. Fantasma apareció entre dos árboles, acompañado por Val.

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