Danza de dragones (122 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Mi señor —rugió Hosteen Frey—, sabemos bien quién ha hecho esto, quién ha matado a este muchacho y a los demás. No con su propias manos, claro, porque es demasiado gordo y cobarde para eso, pero dio la orden. —Se volvió hacia Wyman Manderly—. ¿Lo negáis?

El Señor de Puerto Blanco se metió media salchicha en la boca.

—Confieso… —Se limpió la grasa de los labios con la manga—. Confieso que apenas conocía al pobre chico. Era escudero de lord Ramsay, ¿no? ¿Cuántos años tenía?

—Celebró nueve días de su nombre.

—Qué joven —suspiró Wyman Manderly—. Aunque puede que haya sido una suerte, en el fondo. De haber vivido, se habría convertido en un Frey.

Ser Hosteen asestó una patada al tablero de la mesa y lo derribó de los caballetes, contra la barriga de lord Wyman. Copas y fuentes volaron por los aires; salieron salchichas despedidas en todas direcciones, y una docena de hombres de Manderly se pusieron en pie entre juramentos. Algunos echaron mano de cuchillos, platos, frascas y cualquier cosa que pudieran utilizar como arma.

Ser Hosteen Frey desenvainó la espada larga y se lanzó contra Wyman Manderly. El Señor de Puerto Blanco trató de esquivarlo, pero la mesa lo mantuvo clavado a la silla. La hoja le traspasó tres de las cuatro papadas y la sangre roja salpicó a su alrededor. Lady Walda lanzó un grito y se agarró al brazo de su señor esposo.

—¡Alto! —gritó Roose Bolton—. ¡Esto es una locura!

Sus hombres se precipitaron hacia allí a la vez que los Manderly derribaban los bancos para lanzarse sobre los Frey. Uno intentó apuñalar a ser Hosteen, pero el corpulento caballero giró en redondo y le cortó el brazo por el hombro. Lord Wyman consiguió ponerse en pie, pero se derrumbó al momento. El viejo lord Locke pidió a gritos que acudiera un maestre, mientras Manderly se retorcía en el suelo como una morsa apaleada, sobre un creciente charco de sangre. A su alrededor, los perros se peleaban por las salchichas.

Hicieron falta cuarenta lanceros de Fuerte Terror para separar a los contendientes y poner fin a la carnicería, y para entonces ya habían muerto seis hombres de Puerto Blanco y dos Frey. Bastantes más habían resultado heridos, y Luton, de los Bribones del Bastardo, agonizaba entre gritos, llamando a su madre mientras trataba de meterse las tripas en su sitio por el tajo del que salían. Lord Ramsay lo hizo callar clavándole en el pecho una lanza que le quitó a un hombre de Patas de Acero, pero los gritos, las plegarias y los juramentos siguieron resonando contra las vigas del techo. Walton Patas de Acero tuvo que golpear el asta de la lanza una docena de veces contra el suelo para que se hiciera el silencio, o al menos para que el ruido permitiera escuchar la voz de Roose Bolton.

—Ya veo que todos queréis sangre —dijo el Señor de Fuerte Terror. El maestre Rhodry estaba a su lado, con un cuervo posado en el brazo. El plumaje negro brillaba como el carbón aceitado a la luz de las antorchas.

«Está empapado —advirtió Theon—. Y su señoría tiene un pergamino en la mano. Seguro que también está empapado. Alas negras, palabras negras»

—En lugar de utilizar esas espadas unos contra otros, tal vez prefiráis usarlas contra lord Stannis —prosiguió lord Bolton mientras desenrollaba el pergamino—. Su ejército está a menos de tres días a caballo de aquí, detenido por la nieve y al borde de la inanición, y yo ya me he cansado de esperar a que se digne venir. Ser Hosteen, reunid a vuestros caballeros y soldados ante la puerta principal. Ya que estáis tan deseoso de entrar en combate, seréis vos quien aseste el primer golpe. Lord Wyman, que los hombres de Puerto Blanco se congreguen en la puerta este. Ellos también irán.

La espada de Hosteen Frey estaba enrojecida casi hasta el puño, y las salpicaduras de sangre eran como pecas en sus mejillas. Bajó el arma.

—Como ordene mi señor. Os traeré la cabeza de Stannis Baratheon, pero después terminaré de cortar la de lord Grasas.

Cuatro caballeros de Puerto Blanco habían formado un cerco en torno a lord Wyman, mientras el maestre Medrick se afanaba por detener la hemorragia.

—¡Antes tendréis que pasar por encima de nuestro cadáver! —replicó el de más edad, un hombre de barba entrecana y rostro curtido en cuya sobrevesta manchada de sangre se veían tres sirenas de plata sobre campo púrpura.

—Cuando queráis. De uno en uno o todos a la vez; a mí no me importa.

—¡Basta! —rugió lord Ramsay, con la lanza ensangrentada en la mano— ¡Una amenaza más y yo mismo os destripo a todos! ¡Mi señor padre ha hablado! ¡Guardad toda esa ira para el usurpador Stannis!

Roose Bolton asintió en ademán de aprobación.

—Bien dicho. Ya tendremos tiempo para pelearnos entre nosotros cuando acabemos con Stannis. —Recorrió la estancia con los gélidos ojos claros hasta que localizó a Abel, al lado de Theon—. ¡Bardo! Ven aquí y cántanos algo sosegante.

—Como ordene su señoría.

Abel hizo una reverencia y se encaminó hacia el estrado con el laúd en la mano; saltó con agilidad sobre un par de cadáveres y se sentó en la mesa con las piernas cruzadas. Cuando empezó a cantar, una canción lenta y triste que Theon Greyjoy no conocía, ser Hosteen, ser Aenys y sus compañeros Frey se volvieron para sacar sus caballos. Serbal agarró a Theon por el brazo.

—El baño. Tiene que ser ahora.

—¿De día? —Se liberó de su presa—. Van a vernos.

—La nieve nos ocultará. ¿Acaso estás sordo? Bolton va a enviar a sus hombres. Tenemos que llegar al rey Stannis antes que ellos.

—Pero… Abel…

—Abel sabe cuidarse solo —masculló Ardilla.

«Es una locura. Una locura desesperada y condenada al fracaso.» Theon apuró el resto de la cerveza y, de mala gana, se puso en pie.

—Ve a buscar a tus hermanas. Hace falta mucha agua para llenar la bañera de mi señora.

Ardilla se escabulló con sus habituales pasos silenciosos, y Serbal salió de la estancia con Theon. Desde que sus hermanas y ella lo habían localizado en el bosque de dioses, no había momento en que no estuviera acompañado de mujeres. No lo perdían de vista; no se fiaban de él.

«¿Por qué iban a fiarse? Fui Hediondo y podría volver a serlo. Hediondo, Hediondo, rima con me escondo.»

Fuera seguía nevando. Los muñecos de nieve que habían hecho los escuderos eran ya gigantes monstruosos de cuatro varas de altura, espantosamente deformados. Serbal y él se encaminaron al bosque de dioses, siempre entre murallas blancas; los caminos que unían los edificios y torreones se habían convertido en una maraña de zanjas heladas que había que despejar cada poco. Era muy fácil perderse en aquel laberinto helado, pero Theon Greyjoy conocía cada giro, cada recoveco.

Hasta el bosque de dioses estaba volviéndose blanco. Sobre el estanque, al pie del árbol corazón, se había formado una fina capa de hielo, y el rostro tallado en la corteza blanca tenía un bigote de carámbanos. A aquella hora no podrían quedarse a solas con los antiguos dioses, así que Serbal tiró de Theon para alejarlo de los norteños que rezaban junto al árbol y lo guio hasta un lugar más aislado, entre la pared de un barracón y una poza de lodo caliente que apestaba a huevos podridos. Theon advirtió que hasta aquel barro empezaba a helarse por los bordes.

—Se acerca el invierno…

—No tienes derecho a pronunciar el lema de lord Eddard —interrumpió Serbal—. No te atrevas, jamás. Después de lo que hiciste…

—Vosotros también habéis matado a un niño.

—No hemos sido nosotros. Ya te lo he dicho.

—Las palabras se las lleva el viento. —«Estas personas no son mejores que yo. Somos iguales»—. Matasteis a los otros, ¿por qué no a este? Polla Amarilla…

—… olía tan mal como tú. Era un cerdo.

—Y Walder el Pequeño era un cerdito, y al matarlo habéis enfrentado a los Manderly y los Frey. Muy astutos…

—No hemos sido nosotros. —Serbal lo agarró por el cuello, lo empujó contra la pared del barracón y se le acercó mucho a la cara—. Como vuelvas a decir eso, te arranco esa lengua mentirosa, asesino de la sangre de tu sangre.

Theon sonrió, mostrando los dientes rotos.

—No vas a matarme. Os hace falta mi lengua para que los guardias os dejen pasar. Os hacen falta mis mentiras.

Serbal le escupió a la cara, lo soltó y se limpió las manos enguantadas contra las piernas, como si su simple contacto la ensuciara. Theon sabía que no debía provocarla; a su manera, aquella mujer era tan peligrosa como Desollador o Damon Bailaparamí. Pero estaba cansado, tenía frío, le dolían horriblemente las sienes y llevaba días sin conciliar el sueño.

—He hecho cosas espantosas. Traicioné a los míos, cambié de capa, ordené la muerte de hombres que confiaban en mí… Pero no he matado a la sangre de mi sangre.

—Ya, ya, los pequeños Stark no eran tus hermanos de sangre. Ya lo sabemos.

Cierto, pero eso no era lo que quería decir Theon.

«No eran de mi sangre, pero ni así pude hacerles daño. Los críos que matamos no eran más que los hijos de un molinero. —Theon no quería pensar en la madre de aquellos niños. Conocía de toda la vida a la mujer del molinero; hasta se había acostado con ella—. Pechos generosos con pezones grandes y oscuros, boca dulce, risa alegre. Delicias que no volveré a probar.» Era inútil que se lo explicara a Serbal. No prestaría oído a su negación, igual que él no la creía a ella.

—Tengo las manos manchadas de sangre, pero no es sangre de mis hermanos —dijo con voz cansada—. Y ya he recibido mi castigo.

—Ni para empezar. —Serbal le dio la espalda.

«Mujer estúpida.» Theon estaba deshecho, pero seguía teniendo un puñal. No le habría costado nada desenvainarlo y clavárselo entre los omoplatos; eso podía hacerlo hasta con los dientes rotos. Incluso sería un gesto misericordioso: una muerte más rápida y limpia que la que sufrirían sus hermanas y ella a manos de Ramsay cuando las atrapara.

Hediondo podría haber sido capaz. Hediondo habría sido capaz, con la esperanza de complacer a lord Ramsay. Aquellas rameras querían llevarse a la esposa de Ramsay; Hediondo no podía permitirlo. Pero los antiguos dioses lo habían reconocido; lo habían llamado Theon.

«Fui hijo del hierro, hijo del hierro, hijo de Balon Greyjoy y heredero de Pyke.» Los muñones de los dedos le picaban, pero no echó mano del puñal.

Ardilla regresó acompañada por las otras cuatro: la flaca y canosa Mirto; Sauce Ojo de Bruja con su larga trenza negra; Frenya, la de la cintura amplia y los pechos enormes; y Acebo, con su cuchillo. Iban vestidas de sirvientas, con prendas de deslucida tela basta y gris, y todas llevaban una capa de lana marrón forrada de piel de conejo blanca.

«Sin espada —advirtió Theon—. Sin hacha, ni martillo, ni más arma que los cuchillos.» Acebo se sujetaba la capa con un broche de plata, y Frenya se ceñía la cintura con una cuerda de cáñamo que le daba varias vueltas, de las caderas a los pechos, y la hacía parecer aún más corpulenta. Mirto llevaba otro vestido de sirvienta para Serbal.

—Los patios están atestados de imbéciles —advirtió a las otras—. Van a emprender la marcha.

—Arrodillados —bufó Sauce, despectiva—. Su señorial señor ha hablado y tienen que obedecer.

—Van a morir —canturreó Acebo alegremente.

—Nosotros también —dijo Theon—. Aunque consiguiéramos pasar ante los guardias, ¿cómo vamos a sacar a lady Arya?

—Seis mujeres entran, seis mujeres salen. —Acebo sonrió—. ¿Quién se fija en las criadas? Vestiremos a la Stark con la ropa de Ardilla.

«Son más o menos de la misma estatura. —Theon echó un vistazo a Ardilla—. Puede que salga bien.»

—¿Y Ardilla? ¿Cómo saldrá luego?

—Por la ventana —contestó la chica—, directa de un salto al bosque de dioses. Cuando tenía doce años, mi hermano me llevó por primera vez de expedición al sur de vuestro Muro, y fue entonces cuando me pusieron el nombre. Mi hermano dijo que parecía una ardilla trepando por un árbol. Desde entonces, he escalado el Muro seis veces, para ir y para volver. Creo que seré capaz de escapar de una torre de piedra, sí.

—¿Satisfecho, cambiacapas? —preguntó Serbal—. Vamos, en marcha.

Las inmensas cocinas de Invernalia ocupaban un edificio entero, aislado de las otras estancias y torreones del castillo para prevenir los incendios. Dentro, el olor cambiaba de hora en hora, con los aromas de la carne asada, los puerros y las cebollas o el pan recién horneado. Roose Bolton había apostado guardias ante las puertas: con tantas bocas que alimentar, cada miga era preciosa, y hasta los cocineros y pinches tenían vigilancia constante. Pero los guardias conocían a Hediondo y les gustaba meterse con él cuando iba a buscar agua caliente para el baño de lady Arya. Claro que no se atrevían a ir más lejos: todo el mundo sabía que Hediondo era el juguete de lord Ramsay.

—El Príncipe Apestoso viene a por agua caliente —anunció un guardia mientras abría la puerta a Theon y a las criadas—. Venga, deprisa, que no se escape el aire caliente.

Una vez dentro, Theon agarró a un pinche de cocina por el brazo.

—Agua para el baño de la señora —ordenó—. Seis cubos llenos, y que esté caliente. Lord Ramsay la quiere bien limpia y sonrosada.

—Sí, mi señor —respondió el muchacho—. Enseguida, mi señor.

«Enseguida» tardó en llegar más de lo que Theon habría querido. Las ollas grandes estaban todas sucias, así que el chico tuvo que fregar una antes de llenarla de agua, que luego pareció tardar años en hervir y siglos en proporcionar la suficiente para llenar seis baldes de madera. Las mujeres de Abel aguardaron con el rostro oculto bajo la capucha.

«Lo hacen todo al revés.» Las criadas de verdad siempre estaban bromeando con los pinches, coqueteando con los cocineros, robando un pellizco de esto, un mordisco de aquello… Serbal y sus intrigantes hermanas no querían llamar la atención, pero por su silencio hosco, los guardias no tardaron en mirarlas con extrañeza.

—¿Dónde están Maisie, Jez y las otras chicas? ¿Las de siempre? —preguntó uno a Theon.

—Lady Arya no estaba contenta con ellas —mintió—. La última vez, el agua llegó fría a la bañera.

El agua caliente lanzaba al aire nubes de vapor que fundían los copos de nieve al descender. La procesión de cubos volvió por el laberinto de muros de hielo, mientras el agua se iba enfriando a cada paso. Se cruzaron con muchos hombres: caballeros con armadura, sobrevesta de lana y capa de pieles; soldados con lanzas cruzadas a la espalda; arqueros con el arco sin armar y el carcaj lleno; jinetes libres; mozos de cuadra que llevaban a los corceles por las riendas… Los hombres de los Frey lucían el blasón de las dos torres, y los de Puerto Blanco, el del tritón y el tridente. Se cruzaban enmedio de la nieve y se miraban con desconfianza, pero nadie desenvainó la espada.

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