Danza de dragones (152 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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La niña recordó que, en cierta ocasión, la Esposa del Marinero la había acompañado en su ronda y había estado hablándole de los dioses más extraños de la ciudad.

—Esa es la casa del Gran Pastor. Trios, el tricéfalo, tiene aquella torre de las tres torretas; la primera cabeza devora a los moribundos, que renacen por la tercera. No sé para qué sirve la de enmedio. Esas son las Piedras del Dios Silencioso, y ahí está la entrada del Laberinto del Fijador de Pautas: según sus sacerdotes, solo aquellos que aprendan a recorrerlo pueden hallar el camino de la sabiduría. Detrás, ese edificio que hay junto al canal es el templo de Aquan, el Toro Rojo. Cada trece días, sus sacerdotes degüellan a un ternero blanco y reparten cuencos de sangre entre los mendigos.

No debía de ser el decimotercer día, porque los peldaños del Toro Rojo estaban desiertos. Los dioses hermanos Semosh y Selloso soñaban en sus templos gemelos, cada uno en una orilla del Canal Negro, unidos por un puente de piedra labrada. La niña lo cruzó y se dirigió hacia los muelles; pasó por el puerto del Trapero y junto a las torres y cúpulas medio hundidas de la Ciudad Ahogada.

Se cruzó con un grupo de marineros lysenos tambaleantes que salían en aquel momento del Puerto Feliz, pero no vio a ninguna puta. El Barco estaba cerrado y vacío; sin duda, los titiriteros aún dormían. Pero más allá, en el muelle, junto a un ballenero ibbenés, divisó a Tagganaro, el viejo amigo de Gata, que lanzaba una pelota a Casso, el Rey de las Focas, mientras el último ratero al que había contratado trabajaba entre los espectadores. Se detuvo para mirar y escuchar un momento, y Tagganaro no la reconoció, pero Casso ladró y aplaudió con las aletas.

«Sabe quién soy, o quizá es que huele el pescado.» Se apresuró a seguir su camino.

Cuando llegó al puerto Púrpura, el viejo ya se había refugiado en el garito de sopas y estaba contando las monedas de una bolsa mientras regateaba con el capitán de un barco. El guardia alto y flaco se encontraba junto a él, de pie, mientras que el bajo y regordete se había sentado cerca de la puerta para ver bien a cualquiera que entrara. Eso no tenía importancia, porque ella no pensaba entrar. Lo que hizo fue acomodarse en los pilotes de madera, a veinte pasos, mientras el viento borrascoso le agitaba la capa con dedos fantasmales.

El puerto estaba muy transitado incluso en los días fríos y grises como aquel. Vio marineros en busca de prostitutas y prostitutas en busca de marineros. Dos jaques pasaron junto a ella, con las galas arrugadas y la espada golpeándoles los muslos, sosteniéndose el uno contra el otro en su caminar ebrio. Un sacerdote rojo se cruzó en su camino, con la túnica escarlata y carmesí chasqueando al viento.

Ya era casi mediodía cuando divisó al hombre que le interesaba, un próspero naviero al que había visto hacer negocios con el viejo en tres ocasiones. Era calvo y corpulento, y llevaba una gruesa capa de lujoso terciopelo marrón con ribete de piel y un cinturón de cuero también marrón adornado con lunas y estrellas de plata. Algún percance le había dejado una pierna rígida, y caminaba despacio con ayuda de un bastón.

Le sería tan útil como cualquiera y más que la mayoría, así que la niña fea se decidió por él. Saltó del pilote para seguirlo a una docena de zancadas, con la cuchilla lista. El hombre llevaba el monedero a la derecha, colgado del cinturón, pero cubierto por la capa. La cuchilla centelleó veloz, silenciosa; un tajo rápido a través del terciopelo, que su víctima ni sintió. Roggo el Rojo habría sonreído al verla. La niña pasó la mano por la abertura, abrió el monedero con el dedal, se llenó la mano de oro…

El hombre corpulento se volvió.

—¿Qué…? —El movimiento hizo que a la niña se le enredara la capa en el brazo justo cuando lo iba a retirar, y las monedas cayeron al suelo en torno a ellos—. ¡Ladrona!

Alzó el bastón para golpearla, pero ella le dio una patada en la pierna lesionada y echó a correr durante su caída, pasando como un rayo junto a una madre con su hijo. Más monedas se le cayeron de los dedos y rodaron por el suelo. Los gritos de «¡Ladrona! ¡Ladrona!» resonaban tras ella. Un posadero regordete junto al que pasó hizo una torpe tentativa de agarrarla del brazo, pero la niña lo rodeó, pasó junto a una prostituta que se desternillaba de risa y escapó por el callejón más próximo.

Gata de los Canales conocía bien aquellas callejas, y la niña fea las recordaba. Corrió hacia la izquierda, salvó un muro bajo, cruzó de un salto un canal estrecho y se coló por una puerta abierta que daba a una especie de almacén polvoriento. Los sonidos de la persecución llegaban muy lejanos, de modo que se agazapó tras unas cajas y aguardó, abrazándose las rodillas. Se quedó allí casi una hora, hasta que consideró que podía salir sin riesgo; trepó por la pared del edificio y recorrió los tejados, casi hasta el Canal de los Héroes. Para entonces, el naviero ya habría recogido las monedas y el bastón, y estaría en el garito de sopas. Tal vez estuviera tomándose un caldo caliente al tiempo que echaba pestes con el viejo de la niña fea que había intentado robarle la bolsa.

El hombre bondadoso la esperaba en la Casa de Blanco y Negro, sentado en el borde del estanque. La niña fea se sentó a su lado y puso una moneda entre ellos. Era de oro, con un rey en la cara y un dragón en la cruz.

—Un dragón dorado de Poniente —dijo el hombre bondadoso—. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Nosotros no robamos.

—No lo he robado. Le he cogido una moneda, pero le he dejado otra de las nuestras.

El hombre bondadoso comprendió al instante.

—Y con esa moneda y las otras que lleva en la bolsa, pagará a cierto hombre. Poco después, a ese hombre le fallará el corazón. ¿Es así? Qué triste. —El sacerdote cogió la moneda y la tiró al estanque—. Te queda mucho por aprender, pero quizá no seas un caso perdido.

Aquella noche le devolvieron la cara de Arya Stark.

También le llevaron una túnica, una de las túnicas gruesas y suaves que llevaban los acólitos, negra por un lado y blanca por el otro.

—Mientras estés aquí, siempre debes llevar esto —le dijo el sacerdote—, pero no lo necesitarás mucho de momento. Mañana acudirás a Izembaro, para empezar el primer aprendizaje. Coge la ropa que quieras de las criptas. La guardia de la ciudad está buscando a cierta niña fea que frecuenta el puerto Púrpura, así que será mejor que tengas un nuevo rostro. —Le puso los dedos bajo la barbilla y le movió la cabeza a un lado y otro —Esta vez, que sea bonito. Tan bonito como el tuyo. ¿Quién eres, niña?

—Nadie.

Cersei

La reina no logró conciliar el sueño la última noche de su encierro. Cada vez que cerraba los ojos, la cabeza se le llenaba de presagios y fabulaciones de lo que sucedería al día siguiente.

«Me pondrán guardias —se dijo—. No dejarán que se acerque la chusma. Nadie podrá tocarme.» El Gorrión Supremo se lo había prometido.

Pese a todo, tenía miedo. El día en que Myrcella zarpó hacia Dorne, el día de las revueltas del pan, había capas doradas apostados a lo largo de la ruta de la comitiva, pero la multitud consiguió romper sus filas para despedazar al viejo septón supremo y violar cincuenta veces a Lollys Stokeworth. Y si aquella criatura fofa y estúpida había incitado a los animales con la ropa puesta, ¿qué lujuria no les inspiraría una reina?

Cersei paseaba por su celda, inquieta, como los leones enjaulados que vivían en las entrañas de Roca Casterly cuando era niña, legado de los tiempos de su abuelo. Jaime y ella siempre se desafiaban a trepar por los barrotes de la jaula, y en cierta ocasión, ella había reunido valor para introducir la mano y rozar a una de las grandes bestias. Siempre había sido más osada que su hermano. El león movió la cabeza para mirarla con sus grandes ojos dorados y le lamió los dedos. Tenía la lengua áspera como una lima, pero no se apartó hasta que Jaime la cogió por los hombros y la separó de la jaula.

—Te toca a ti —le dijo ella—. ¿A que no te atreves a tirarle de la melena?

«No se atrevió. Debí ser yo quien empuñara la espada, no él.»

Recorría la habitación descalza, tiritando, con una fina manta sobre los hombros. Tenía miedo del día que se avecinaba, pero todo habría terminado cuando llegara la noche.

«Solo tengo que caminar un poco y estaré en casa, estaré con Tommen, en mis estancias del Torreón de Maegor. —Según su tío, era la única manera que tenía de salvarse, pero ¿le habría dicho la verdad? No confiaba en él, igual que no confiaba en el septón supremo—. Todavía puedo negarme. Puedo insistir en mi inocencia y jugármelo todo en un juicio.

Pero no se atrevía a dejarse juzgar por la Fe, como pensaba hacer Margaery Tyrell. La florecita podía permitirse aquel lujo, a diferencia de Cersei, que no contaba con muchos amigos entre las septas y los gorriones que rodeaban al nuevo septón supremo. Su única esperanza radicaba en un juicio por combate, y para eso le hacía falta un campeón.

«Si Jaime no hubiera perdido la mano…»

Por ahí no llegaba a ninguna parte. Además, su hermano había desaparecido en las tierras de los ríos con la tal Brienne, así que tenía que buscarse otro defensor, o el tormento que la aguardaba aquel día sería el menor de sus problemas. Sus enemigos la acusaban de traición, de modo que tenía que llegar junto a Tommen a toda costa.

«Me quiere; no rechazará a su propia madre. Joff era testarudo e imprevisible, pero Tommen es un niño bueno, es un reyecito bueno y hará lo que le diga.» Si se quedaba allí, estaba perdida, y la única manera de volver a la Fortaleza Roja consistía en caminar. El Gorrión Supremo se había mostrado intransigente, y ser Kevan se negaba a plantarle cara.

—No me pasará nada —se dijo Cersei cuando las primeras luces acariciaron su ventana—. Lo único que sufrirá será mi orgullo. —Las palabras le sonaron vacías.

«Aun es posible que aparezca Jaime. —Se lo imaginó atravesando la bruma matinal, con la armadura dorada brillando a la primera luz del sol—. Jaime, si alguna vez me has querido…»

Cuando fueron a buscarla, las septas Unella, Moelle y Scolera iban a la cabeza del grupo de carceleras, seguidas por cuatro novicias y dos hermanas silenciosas. Cuando vio a las últimas, con su túnica gris, una oleada de terror recorrió a la reina.

«¿Qué hacen aquí? ¿Voy a morir?» Las hermanas silenciosas eran las encargadas de atender a los muertos.

—El septón supremo dice que no me pasará nada.

—Y nada os pasará. —La septa Unella hizo una seña a las novicias, que se acercaron con jabón de sosa, una jofaina de agua caliente, unas tijeras y una navaja de buen tamaño. Cersei sintió un escalofrío al ver el acero.

«Van a raparme. Un poco más de humillación; la guinda del pastel. —No les daría la satisfacción de oírla suplicar —Soy Cersei de la casa Lannister; soy una leona de la Roca y la reina de estos Siete Reinos, la hija legítima de Tywin Lannister. Y el pelo vuelve a crecer.»

—Adelante —dijo.

La mayor de las hermanas silenciosas cogió las tijeras. Sin duda tenía práctica, porque su orden se encargaba de limpiar los cadáveres de los nobles caídos en combate antes de devolverlos a sus familiares, y ese trabajo incluía recortarles el pelo y la barba. Lo primero que hizo fue desnudarle la cabeza; Cersei permaneció sentada, inmóvil como una estatua, mientras las tijeras hacían su labor. Los mechones dorados fueron cayendo al suelo. En la celda no le habían permitido cuidarse el pelo como era debido, pero hasta enmarañado y sucio, seguía brillando al recibir la caricia del sol.

«Mi corona —pensó—. Me quitaron la otra corona, y ahora me arrebatan también esta.»

Cuando sus rizos y bucles se hubieron convertido en un montón informe, a sus pies, una novicia le enjabonó la cabeza, y la hermana silenciosa afeitó los restos de pelo con la navaja.

Cersei creía que con aquello habían terminado, pero no era así.

—Quitaos la ropa, alteza —ordenó la septa Unella.

—¿Aquí? —preguntó, sorprendida—. ¿Porqué?

—Tenemos que rasuraros.

«Van a esquilarme como a una oveja.» Se quitó el vestido y lo dejó caer.

—Cumplid vuestro deber.

De nuevo el jabón, el agua caliente y la navaja. Le afeitaron en primer lugar las axilas y las piernas, y por último, el fino vello dorado que le cubría el sexo. Mientras la hermana silenciosa trabajaba entre sus piernas con la navaja, a Cersei le acudieron a la mente las veces en que Jaime se arrodillaba igual que aquella mujer para llenarle los muslos de besos y llevarla al borde de la excitación. Pero sus besos eran cálidos, y la navaja, fría como el hielo.

Cuando terminaron estaba tan desnuda e indefensa como podía estarlo una mujer.

«Ni un pelo tras el que esconderme.» Se le escapó, incontenible, una carcajada amarga.

—¿A vuestra alteza le parece gracioso? —preguntó la septa Scolera.

—No.

«Pero algún día te arrancaré la lengua con unas tenazas al rojo, y eso sí que me parecerá tronchante.»

Una novicia le había llevado una túnica de septa, blanca y suave, para que se cubriera mientras bajaban por las escaleras de la torre y atravesaban el septo, de manera que ningún fiel tuviera que ver su piel desnuda.

«Que los Siete nos amparen, menudo hatajo de hipócritas.»

—¿Se me permitirá llevar sandalias? —preguntó—. La calle está sucia.

—No tanto como vuestra conciencia —replicó la septa Moelle—. Su altísima santidad ha ordenado que salgáis tal como os hicieron los dioses. ¿Acaso llevabais sandalias al salir del vientre de vuestra madre?

—No —tuvo que responder la reina.

—Entonces, ya sabéis.

Una campana empezó a doblar. El largo encarcelamiento de la reina tocaba a su fin. Cersei se arrebujó en la túnica, agradecida por el calor que le proporcionaba.

—Vamos —dijo.

Su hijo la aguardaba al otro lado de la ciudad. Cuanto antes se pusiera en marcha, antes llegaría a su lado.

La piedra basta de los peldaños arañó las plantas de los pies de Cersei Lannister cuando empezó a bajar. Había llegado al Septo de Baelor como una reina, en su litera, y salía rapada y descalza.

«Pero salgo, que es lo que importa.»

Las campanas de las torres repicaban para convocar a los ciudadanos a presenciar su humillación. El Gran Septo de Baelor estaba abarrotado de fíeles que habían acudido a la ceremonia matinal, y el murmullo de sus plegarias resonaba en la cúpula; pero cuando apareció la comitiva de la reina se hizo un silencio repentino, y un millar de ojos siguieron su recorrido mientras atravesaba el pasillo y cruzaba el lugar de la capilla ardiente de su padre. Pasó entre los creyentes sin mirar a un lado ni a otro, recorriendo con los pies descalzos el frío mármol del suelo. Notaba los ojos clavados en ella, y hasta los Siete, tras sus altares, parecían observarla.

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