Danza de dragones (154 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Las palabras se las lleva el viento —pensó Cersei—. Las palabras no pueden hacerme daño »

A medio camino de descenso de la colina de Visenya, la reina cayó por primera vez al resbalar con algo que probablemente fueran excrementos. La septa Unella la ayudó a ponerse en pie, con una rodilla raspada y ensangrentada. Entre las carcajadas de la multitud, un hombre se ofreció a gritos a darle un besito en la herida para curársela. Cersei miró hacia atrás. Aún divisaba la gran cúpula y las siete torres de cristal del Gran Septo de Baelor, en la cima.

«¡Qué poco he avanzado!» Y lo peor era que había perdido de vista la Fortaleza Roja.

—¿Dónde…?

—Alteza, tenéis que seguir. —El capitán de la escolta se situó a su lado. Cersei no recordaba su nombre—. La multitud se está volviendo incontrolable.

«Incontrolable, sí.»

—No tengo miedo…

—Pues deberíais.

La agarró por el brazo y tiró de ella. Cersei se tambaleó colina abajo, siempre hacia abajo, siempre hacia abajo, apretando los dientes por el dolor a cada paso, apoyada en él.

«Debería ser Jaime el que me sostuviera.» Desenvainaría su espada dorada para abrirse camino a tajos por la multitud, y le sacaría los ojos a cualquier hombre que osara mirarla.

Los adoquines irregulares estaban agrietados, eran resbaladizos y le laceraban los delicados pies. Pisó con el talón algo afilado, tal vez un guijarro o un trozo de loza, y gritó de dolor.

—¡Os pedí unas sandalias! —escupió a la septa Unella—. ¡Al menos podríais haberme dado unas sandalias!

El caballero volvió a agarrarla por el brazo como si fuera una criaducha. «¿Se ha olvidado de quién soy?» Era la reina de Poniente, y aquel hombre no tenía derecho a tratarla con tanta brusquedad.

Ya casi al pie de la colina, la ladera se hacía menos empinada y la calle se ensanchaba de nuevo. Cersei volvió a ver la Fortaleza Roja, que relucía escarlata al sol de la mañana en lo alto de la Colina Alta de Aegon.

«Tengo que seguir caminando.» Se liberó de la mano de ser Theodan.

—No hace falta que tiréis de mí. —Avanzó, coja, dejando en las piedras, a su paso, un rastro de huellas ensangrentadas.

Caminó por fango y excrementos, aterida, cojeando. La rodeaba un mar de sonidos confusos.

—¡Mi mujer tiene mejores tetas! —gritó un hombre.

Un carretero lanzó una retahíla de insultos cuando los clérigos humildes le ordenaron que se apartara del camino.

—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate, pecadora! —entonaban las septas.

—¡Mirad esto! —gritó una puta desde el balcón de un burdel, al tiempo que se levantaba las faldas para que los hombres la vieran desde abajo—. ¡Aquí no ha entrado ni la mitad de pollas que ahí!

Las campanas sonaban, sonaban, sonaban sin cesar.

—No puede ser la reina —dijo un niño—. Está tan flácida como mi madre.

«Esta es mi penitencia —se dijo Cersei—. He cometido pecados espantosos; así los expío. Todo acabará pronto y podré olvidarlo.»

Empezó a ver algunas caras conocidas. Un calvo de patillas pobladas la miraba desde una ventana con el ceño fruncido en un gesto idéntico al de su padre, y se parecía tanto a lord Tywin que la hizo tropezar. Una niña sentada bajo una fuente, empapada por el agua que salpicaba, tenía los ojos acusadores de Melara Hetherspoon. Vio a Ned Stark y, a su lado, a la pequeña Sansa, con la cabellera castaña rojiza y un chucho gris que tal vez fuera su loba. Todos los niños que le hacían muecas se convertían en su hermano Tyrion, y todos se burlaban igual que se había burlado él cuando murió Joffrey. También Joffrey estaba allí, su hijo, su primogénito, su hermoso muchachito de rizos dorados y sonrisa dulce, con aquellos labios tan bellos que…

En aquel momento se cayó por segunda vez. Cuando la levantaron estaba tiritando.

—Por favor —dijo—. Madre, apiádate de mí. He confesado.

—Así es —replicó la septa Moelle—. Esta es vuestra penitencia.

—Ya queda poco —intervino la septa Unella—. ¿Veis? —señaló—. Solo tenéis que subir la colina.

«Solo tengo que subir la colina.» Era verdad. Estaban al pie de la Colina Alta de Aegon, y el castillo se alzaba sobre ellos.

—¡Puta! —se oyó gritar.

—¡Te follas a tu hermano!

—¡Monstruo!

—¿Queréis chupar esto, alteza? —Un hombre con delantal de carnicero se sacó la polla de los calzones y sonrió. No le importaba. Casi había llegado a casa.

Cersei empezó a subir. Allí, los gritos e insultos eran más enconados. La ruta de la expiación no pasaba por el Lecho de Pulgas, de modo que sus habitantes habían acudido a la ladera de la Colina para ver el espectáculo. Los rostros que la miraban burlones desde detrás de los escudos y las lanzas de los clérigos humildes le parecieron deformes, monstruosos, repulsivos. Por doquier había cerdos y niños desnudos; los mendigos tullidos y los rateros pululaban por la multitud como cucarachas; vio a hombres con los dientes afilados como sierras, a viejas con un bocio más grande que la cabeza, a una prostituta con una serpiente enorme alrededor del pecho y los hombros, a un hombre con la cara cubierta de pústulas que rezumaban un pus grisáceo… Todos sonreían, se humedecían los labios y aullaban al verla pasar, cojeando, con el pecho sacudido por la respiración jadeante del esfuerzo. Unos le gritaban proposiciones deshonestas; otros, insultos.

«Las palabras se las lleva el viento —pensó—. Las palabras no me pueden hacer daño. Soy la mujer más hermosa de todo Poniente. Lo dice Jaime, y Jaime no me mentiría jamás. Hasta Robert, que no me quiso nunca, decía lo mismo, me decía que era hermosa, me deseaba.»

Pero no se sentía hermosa. Se sentía vieja, usada, sucia, fea. Tenía en el vientre las estrías de los partos, y sus senos habían perdido la firmeza de la juventud. Sin un vestido que los contuviera, le colgaban contra las costillas, flácidos. «No debería haber aceptado. Era su reina, pero ahora me han visto, me han visto, me han visto. No debí permitir que me vieran. —Con el vestido y la corona, era una reina. Desnuda, ensangrentada y cojeando, solo era una mujer, no muy distinta de las esposas, las madres y las hijitas doncellas de los que la miraban—. ¿Qué he hecho?»

Notó en los ojos algo que le escocía y le nublaba la vista. No podía llorar; no debía llorar. Los insectos no la verían llorar. Se frotó los ojos. Una ráfaga de viento gélido la hizo tiritar. Y de repente allí estaba la vieja, enmedio de la multitud, con las tetas caídas y la piel cetrina llena de verrugas. Se reía igual que los demás, con unos ojos legañosos y amarillentos cargados de maldad. «Reina serás, hasta que llegue otra más joven y bella para derrocarte y apoderarse de todo lo que te es querido».

De repente no pudo seguir conteniendo las lágrimas, que le corrieron por las mejillas quemándolas como el ácido. Dejó escapar un gemido, se cubrió los pezones con una mano, se puso la otra sobre el sexo y echó a correr colina arriba, adelantando a los clérigos humildes, encorvada, torpe. A los pocos pasos tropezó, se cayó y se levantó, y al poco volvió a caer. Antes de darse cuenta estaba avanzando a cuatro patas colina arriba, como un perro, mientras las buenas gentes de Desembarco del Rey le abrían paso entre risas, burlas y aplausos.

Y entonces, de improviso, la multitud se dispersó, como si se hubiera disuelto en el aire. Las puertas del castillo se alzaron ante ella, y vio a una hilera de lanceros de yelmo dorado y capa roja. Oyó el gruñido tan familiar de las órdenes de su tío, y divisó un atisbo de blanco a cada lado cuando se le acercaron ser Boros Blount y ser Meryn Trant con sus corazas blancas y sus capas níveas.

—¡Mi hijo! —gritó—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Tommen?

—Aquí no, desde luego. Ningún hijo tiene por qué contemplar la vergüenza de su madre. —La voz de ser Kevan era brusca y cortante—. Dadle algo para que se tape.

Jocelyn se inclinó sobre ella y cubrió su desnudez con una suave manta de lana verde. Una sombra cayó sobre ellos. La reina sintió el acero frío que se interponía entre el suelo y su cuerpo, unos brazos enfundados en armadura que la levantaron con tanta facilidad como levantaba ella a Joffrey cuando era un bebé.

«Un gigante —pensó aturdida, mientras la transportaba a grandes zancadas hacia la torre de entrada. Había oído decir que más allá del Muro, en aquellas tierras salvajes, aún quedaban gigantes—. Pero no es más que un cuento. ¿Acaso estoy soñando?»

No. Su salvador era real. Medía tres varas o más, y tenía unas piernas como árboles, un pecho digno de un caballo de tiro y unos hombros con los que bien se conformaría cualquier toro. Su armadura era de placas de acero esmaltadas de blanco, tan luminosa y brillante como las esperanzas de una doncella, y debajo llevaba una cota de malla dorada. El yelmo le ocultaba el rostro por completo, y lo remataba un penacho con siete plumas de seda, el arcoíris de la Fe. Se sujetaba la capa a los hombros con dos broches dorados en forma de estrella de siete puntas.

«La capa es blanca.»

Ser Kevan había cumplido su parte del trato. Tommen, su hijito adorado, había hecho miembro de la Guardia Real a su campeón.

No vio llegar a Qyburn, pero de pronto lo tenía al lado, trotando para seguir el paso a su campeón.

—No sabéis cuánto me alegro de que hayáis vuelto, alteza —dijo—. Tengo el honor de presentaros al miembro más reciente de la Guardia Real: ser Robert Strong.

—Ser Robert —susurró Cersei mientras cruzaban las puertas.

—Con el permiso de vuestra alteza, ser Robert ha hecho voto de silencio —le explico Qyburn—. Ha jurado que no hablará hasta que los enemigos de nuestro rey hayan muerto y el reino haya quedado libre de todo mal.

«Sí —pensó Cersei Lannister—. Sí, sí, ¡sí!»

Tyrion

Había una verdadera torre de pergaminos. Tyrion suspiró al verla.

—¿No éramos como hermanos? ¿Y este es el amor que los hermanos se profesan entre sí? ¿Dónde ha quedado la confianza? ¿Qué ha sido de la amistad, del profundo afecto, de la viril camaradería que solo pueden sentir aquellos que han luchado juntos, y juntos han derramado su sangre?

—Cada cosa a su tiempo —replicó Ben Plumm el Moreno.

—Firma antes —añadió Tintas al tiempo que afilaba una pluma.

—Pero si quieres empezar a derramar tu sangre, yo estaré encantado. —Kasporio el Astuto se llevó la mano al puño de la espada.

—Qué oferta más amable, pero no, gracias —replicó Tyrion.

El jefe de cuentas le puso delante los pergaminos y le tendió la pluma.

—Esta tinta es de la Antigua Volantis, tan duradera como la de maestre. Solo tienes que firmar las notas e ir pasándomelas. Yo me encargo de lo demás.

—¿Puedo leerlas primero? —preguntó Tyrion con una sonrisa aviesa.

—Si quieres… Pero en todas pone casi lo mismo. Excepto en las últimas, claro, pero ya llegaremos a eso.

«No me cabe duda.» La mayoría de los hombres no tenía que pagar precio alguno por unirse a una compañía, pero él no era como la mayoría de los hombres. Mojó la pluma en el tintero, se inclinó sobre el primer pergamino, se detuvo y alzó la vista.

—¿Cómo quieres que firme? ¿Como Yollo o como Hugor Colina?

—¿Qué prefieres tú? ¿Qué te devuelva a los herederos de Yezzan o que te corte la cabeza directamente? —respondió Ben el Moreno con los ojos entrecerrados en un mar de arrugas.

El enano se echó a reír y firmó el pergamino con su nombre, Tyrion de la casa Lannister. Se lo pasó a Tintas, a su izquierda, y examinó la pila que quedaba.

—¿Cuántos hay? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? Tenía entendido que hay quinientos hombres en los Segundos Hijos.

—A día de hoy, quinientos trece —respondió Tintas—. Cuando firmes en el libro seremos quinientos catorce.

—Entonces, ¿solo uno de cada diez recibe una nota? No es justo; yo creía que, en las compañías libres, todos los hombres tienen el mismo peso. —Firmó otra hoja.

—Todos tenemos peso, desde luego. —Ben el Moreno dejó escapar una risita—. Pero no el mismo. En cierto modo, los Segundos Hijos somos como una familia…

—… y en ninguna familia faltan los primos tontos. —Tyrion firmó otra nota. El pergamino crujió cuando se lo pasó al jefe de cuentas—. En lo más profundo de Roca Casterly, hay unas celdas donde mi padre nos encerraba a los peores. —Mojó la pluma en el tintero. «Tyrion de la casa Lannister», garabateó bajo la promesa de pagar cien dragones de oro al portador de la nota. «Cada trazo me deja más pobre…, o me dejaría, si no estuviera ya en la ruina.» Tal vez llegara un día en que lamentase haber firmado aquellos documentos, pero en cualquier caso faltaba mucho para eso. Sopló la tinta húmeda, pasó el pergamino al jefe de cuentas y firmó el siguiente. Así una vez, y otra, y otra, y otra—. Que sepáis que esto me ofende mucho —comentó entre firma y firma—. En Poniente, la palabra de un Lannister vale tanto como el oro.

—No estamos en Poniente —replicó Tintas, encogiéndose de hombros—. A este lado del mar Angosto, las promesas las escribimos. —Cada vez que Tyrion le pasaba un pergamino, espolvoreaba la tinta con arena fina para secarla, lo sacudía y lo dejaba a un lado—. Las deudas que se escriben en el aire se olvidan con facilidad.

—No en nuestro caso. —Tyrion firmó otra nota, y otra; ya iba a buen ritmo—. Un Lannister siempre paga sus deudas.

—Sí, pero la palabra de un mercenario no vale nada —replicó Plumm con una risita.

«La tuya no, desde luego —pensó Tyrion—, gracias a los dioses.»

—Cierto, pero no seré mercenario hasta que haya firmado vuestro libro.

—Enseguida. Primero, las notas.

—Bailo tan deprisa como puedo. —Habría querido echarse a reír, pero eso lo habría delatado. Plumm se lo estaba pasando en grande, y no tenía la menor intención de estropearle la diversión.

«Mejor que siga pensando que me ha puesto de espaldas y me está dando por culo; mientras, yo seguiré comprando espadas de acero con dragones de pergamino. —Si alguna vez volvía a Poniente y podía reclamar su herencia, dispondría de todo el oro de Roca Casterly para cumplir sus promesas. Si no, seguramente estaría muerto, y sus nuevos hermanos podrían limpiarse el culo con los pergaminos. Tal vez alguno se presentara en Desembarco del Rey con la nota en la mano para pedirle a su querida hermana que pagara la deuda—. Quién fuera cucaracha para verlo desde la basura.»

Por la mitad de la pila cambiaba el texto de los pergaminos. Las notas de cien dragones eran para los sargentos; luego aumentaban las cantidades de repente, y Tyrion empezó a prometer pagos al portador por un millar de dragones de oro. Sacudió la cabeza, se echó a reír y firmó. Firmó, firmó y firmó.

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