Incluso después de tantos años, ser Barristan seguía recordando la sonrisa de Ashara, el sonido de su risa. Solo tenía que cerrar los ojos para verla: el largo pelo moreno que le caía por los hombros, aquellos ojos violeta tan cautivadores… Daenerys tenía los mismos ojos. A veces, cuando la reina lo miraba, sentía que estaba ante la hija de Ashara…
Sin embargo, la hija de Ashara nació muerta, y su hermosa dama se arrojó desde una torre poco después, loca de dolor por la hija que había perdido y, tal vez, también por el hombre que la había deshonrado en Harrenhal. Murió sin saber que ser Barristan la amaba.
«¿Cómo iba a saberlo? —Era un caballero de la Guardia Real que había jurado celibato; hablarle de sus sentimientos no habría traído nada bueno—. Tampoco el silencio tuvo mejores consecuencias. Si hubiese desmontado a Rhaegar y coronado a Ashara reina del amor y la belleza, ¿se habría fijado en mí y no en Stark?» Nunca lo sabría, pero de todos sus fracasos, ninguno lo obsesionaba tanto como aquel.
El cielo estaba encapotado, y el aire, cargado, bochornoso y opresivo, pero transportaba algo que le daba escalofríos.
«Lluvia —pensó—. Se acerca una tormenta. Si no esta noche, mañana. —Ser Barristan se preguntó si viviría para verla—. Si Hizdahr tiene su propia Araña, ya puedo darme por muerto.» Si llegaba el caso, tenía intención de morir como había vivido, con la espada larga en la mano.
Cuando las últimas luces desaparecieron por occidente, más allá de las velas de los barcos que navegaban por la bahía de los Esclavos, ser Barristan regresó al interior, llamó a unos criados y les pidió que le calentasen agua para el baño. El entrenamiento con los escuderos en plena tarde lo había dejado sucio y sudoroso.
Cuando llegó el agua, solo estaba templada, pero Selmy se demoró en el baño hasta después de que se hubiera enfriado, restregándose la piel hasta quedarse en carne viva. Tan limpio como podía estar, se incorporó, se secó y se vistió con sus prendas blancas: medias, ropa interior, túnica de seda y jubón acolchado, todo recién lavado y blanqueado. Se puso encima la indumentaria de caballero que le había regalado la reina como muestra de aprecio. La cota era de malla dorada, delicadamente labrada, con anillas tan finas y flexibles como el cuero de calidad; la armadura esmaltada, dura como el hielo y resplandeciente como la nieve recién caída. Se colgó el puñal a un lado y la espada larga al otro, en un cinto de cuero blanco con hebilla de oro. Por último se ciñó la larga capa blanca en torno a los hombros. El yelmo lo dejó en el gancho; la estrecha rendija de los ojos le limitaba el campo de visión, y necesitaba ver lo que se avecinaba. De noche, los pasillos de la pirámide estaban a oscuras, y los enemigos podían llegar de cualquier lado. Además, pese a que las ornamentadas alas de dragón que lo adornaban ofrecían un espléndido aspecto, brindaban un blanco fácil para espadas y hachas; las reservaría para el torneo siguiente, si los Siete tenían a bien concedérselo.
Armado y protegido, el anciano caballero esperó sentado en la penumbra de su pequeña cámara, contigua a los aposentos de la reina. En la oscuridad, ante su rostro desfilaron los semblantes de todos los reyes a los que había servido y fallado, y los de todos los hermanos que habían servido a su lado en la Guardia Real. Se preguntó cuántos habrían hecho lo que él se disponía a acometer.
«Algunos, sin duda; pero no todos. Muchos no habrían dudado en ajusticiar al Cabeza Afeitada por traidor. —Se puso a llover. Ser Barristan permaneció sentado en la sombra, escuchando—. Suena como las lágrimas. Suena como si llorasen los reyes muertos.»
Había llegado la hora.
La Gran Pirámide de Meereen se había construido a imagen de la Gran Pirámide de Ghis, cuyas ruinas colosales había visitado Lomas Pasolargo. Al igual que su vetusta predecesora, cuyas salas de mármol rojo se habían convertido en guarida de arañas y murciélagos, la pirámide de Meereen tenía treinta y tres niveles, un número consagrado por algún motivo a los dioses de Ghis. Ser Barristan emprendió el largo descenso en solitario, con la capa blanca ondeando tras él. No usó la grandiosa escalinata de mármol veteado, sino la escalera de servicio estrecha, empinada y recta que ocultaban en su interior los gruesos muros de ladrillo.
Doce niveles más abajo lo esperaba el Cabeza Afeitada, con las toscas facciones todavía ocultas tras la máscara de murciélago chupasangre que llevaba por la mañana. Lo acompañaban seis bestias de bronce, todos con máscaras de insecto idénticas.
«Langostas», observó Selmy.
—Groleo —dijo.
—Groleo —respondió una langosta.
—Tengo más langostas, si hacen falta —ofreció Skahaz.
—Con seis bastará. ¿Qué pasa con los hombres de las puertas?
—Son de los míos; no os darán ningún problema.
—No derraméis sangre a menos que sea necesario. —Ser Barristan aferró el brazo del Cabeza Afeitada—. Mañana convocaremos un consejo y explicaremos a la ciudad qué hemos hecho y por qué.
—Como digáis. Que la suerte os acompañe, viejo.
Se fueron por caminos separados. Las bestias de bronce siguieron a ser Barristan escaleras abajo.
Los aposentos del rey estaban enterrados en el mismísimo corazón de la pirámide, en los niveles decimosexto y decimoséptimo. Cuando Selmy llegó a su altura, encontró las puertas cerradas con cadenas, y a dos bestias de bronce de guardia. Bajo las capuchas de retales, una era una rata, y la otra, un toro.
—Groleo —silabeó ser Barristan.
—Groleo —respondió el toro—. La tercera sala por la derecha. —La rata soltó la cadena, y ser Barristan y su escolta cruzaron la puerta, que daba a un estrecho pasillo de servicio de ladrillos rojos y negros, iluminado con antorchas. Sus pasos despertaron ecos mientras atravesaban dos salas y llegaban a la tercera, a la derecha.
Frente a las puertas de madera noble tallada que daban a las estancias del rey aguardaba Piel de Acero, un luchador joven de los reñideros que aún no había alcanzado la categoría superior. Tenía la frente y las mejillas surcadas de intrincados tatuajes en verde y negro, antiguos símbolos de hechicería valyria que supuestamente conferirían a su carne y a su piel la dureza del metal. Marcas similares le cubrían el pecho y los brazos, aunque estaba por ver si detendrían una espada o un hacha. Incluso sin los tatuajes, Piel de Acero habría tenido un aspecto imponente: un joven esbelto y nervudo que le sacaba casi un palmo a ser Barristan.
—¿Quién vive? —dijo, y blandió el hacha larga a los lados para impedirles el paso. Cuando vio a ser Barristan seguido por las langostas de bronce, la bajó—. El viejo.
—Necesito hablar con el rey, con su venia.
—¿A esta hora tan tardía?
—Es tarde, pero apremia la necesidad.
—Le preguntaré. —Piel de Acero llamó a la puerta del dormitorio real con el asta del hacha. Se abrió una mirilla y apareció un ojo infantil; una voz de niño habló desde el otro lado, y Piel de Acero respondió; ser Barristan oyó el sonido que hacían al retirar una barra pesada, y se abrió la puerta.
—Solo vos —ordenó Piel de Acero—. Las bestias aguardarán aquí.
—Como digáis. —Ser Barristan hizo un gesto de asentimiento y una langosta se lo devolvió. Selmy cruzó la puerta, solo.
Oscuras y sin ventanas, rodeadas por todos lados de muros de ladrillo de tres varas de grosor, las estancias donde se había instalado el rey eran amplias y lujosas. Los altos techos descansaban sobre grandes vigas de roble negro, y el suelo estaba cubierto de alfombras de seda de Qarth. En las paredes, antiguos tapices muy descoloridos, de valor incalculable, mostraban la gloria del Antiguo Imperio de Ghis. El más grande representaba a los últimos supervivientes de un ejército valyrio derrotado, sometidos al yugo y encadenados. Dos amantes tallados en sándalo, pulidos y aceitados, custodiaban el arco que conducía a la alcoba real. A ser Barristan le parecieron de mal gusto, aunque sin duda pretendían resultar excitantes.
«Cuanto antes salgamos de este lugar, mejor.»
La única luz provenía de un brasero de hierro. Junto a él aguardaban Draqaz y Qezza, dos coperas de la reina.
—Miklaz ha ido a despertar al rey —anunció Qezza—. ¿Queréis que os traigamos vino?
—No, gracias.
—Podéis sentaros —ofreció Draqaz al tiempo que señalaba un banco.
—Prefiero quedarme de pie. —Oía voces a través del arco que daba al dormitorio; una era la del rey.
Pasó un buen rato antes de que el rey Hizdahr zo Loraq, decimocuarto de su noble nombre, apareciese bostezando y anudándose el fajín que cerraba la túnica de satén verde, lujosamente adornada con perlas e hilo de plata. No llevaba nada debajo; buena señal: los hombres desnudos se sentían indefensos y menos inclinados a actos de heroísmo suicida.
Ser Barristan vislumbró a una mujer que los observaba a través del arco, detrás de una cortina de gasa. También estaba desnuda; los pliegues de seda no llegaban a ocultarle los pechos y caderas.
—Ser Barristan —Hizdahr bostezó de nuevo—, ¿qué hora es? ¿Tenemos noticias de mi dulce reina?
—Ninguna, alteza.
—Magnificencia, por favor —repuso Hizdahr con un suspiro—. Aunque, a esta hora,
somnolencia
sería más apropiado. —El rey se acercó al aparador para servirse una copa de vino, pero en la jarra solo quedaba una gota. Una sombra de contrariedad le cruzó la cara—. Miklaz, vino. Ahora mismo.
—A la orden, adoración.
—Que te acompañe Draqaz. Una jarra de dorado del Rejo y otra de ese tinto dulce; nada de vuestros meados amarillentos, gracias. Y la próxima vez que me encuentre la jarra vacía, puede que tenga que usar la vara con esas mejillas tan sonrosadas que tienes. —El chico salió corriendo, y el rey se dirigió de nuevo a Selmy—. He soñado que encontrabais a Daenerys.
—Los sueños pueden ser engañosos, alteza.
—Esplendor, por favor. ¿Qué os trae ante mí a estas horas? ¿Hay problemas en la ciudad?
—La ciudad está en calma.
—¿Ah, sí? —Hizdahr parecía confuso—. ¿A qué habéis venido?
—A haceros una pregunta, magnificencia. ¿Sois la Arpía?
—¿Os presentáis en mi dormitorio en plena noche para preguntarme eso? ¿Estáis loco? —La copa le resbaló de entre los dedos, rebotó en la alfombra y salió rodando. Hizdahr pareció darse cuenta en ese momento de que ser Barristan llevaba cota de malla y armadura—. ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Cómo os atrevéis…?
—¿El veneno fue cosa vuestra, magnificencia?
—¿Las langostas? —El rey retrocedió un paso—. Fue… Fue el dorniense; Quentyn, el supuesto príncipe. Si no me creéis, preguntad a Reznak.
—¿Tenéis pruebas? ¿Las tiene Reznak?
—No: de lo contrario, los habría prendido. Debería hacerlo de todos modos; Marghaz les arrancará la confesión, estoy seguro. Esos dornienses son todos unos envenenadores; dice Reznak que adoran a las serpientes.
—Se las comen —corrigió ser Barristan—. Eran vuestro reñidero, vuestro palco, vuestros asientos. Cojines mullidos, vino dulce, higos, melones y langostas con miel: todo provenía de vos. Incitabais a su alteza a probar las langostas, pero no las tocasteis.
—Es que… Es que no me sienta bien el picante. Era mi esposa, mi reina. ¿Por qué iba a querer envenenarla?
«“Era.” La da por muerta.»
—Solo vuestra magnificencia conoce la respuesta. Tal vez desearais poner a otra en su lugar. —Señaló con la cabeza a la joven que atisbaba tímidamente desde el dormitorio—. Puede que a esa mujer.
—¿A esa? —El rey lanzó una mirada rápida a su alrededor—. No es nadie. Una esclava de cama. —Levantó las manos— No, no quería decir eso; esclava no, liberta. Entrenada para el placer. Hasta los reyes tenemos necesidades. No os preocupéis por ella. Lo importante es que yo nunca haría daño a Daenerys. Nunca.
—Oí como insistíais para que probase las langostas.
—Pensé que le gustarían. —Hizdahr retrocedió otro paso—. Dulces y picantes a la vez.
—Dulces, picantes y envenenadas. En el reñidero oí con mis propios oídos como ordenabais a los hombres que matasen a Drogon. A gritos.
—Esa bestia devoró a Barsena. Los dragones se alimentan de carne humana. —Hizdahr se humedeció los labios—. Lo habíamos visto asesinar, quemar…
—A hombres que pretendían hacer daño a vuestra reina. Hijos de la Arpía, sin duda. Vuestros amigos.
—No eran mis amigos.
—Eso decís, pero os obedecieron cuando ordenasteis que dejaran de matar. ¿Por qué os hacen caso, si no sois uno de ellos? —Hizdahr hizo un gesto de negación, pero no respondió—. Decidme la verdad —insistió ser Barristan—, ¿alguna vez la quisisteis, siquiera un poco? ¿O solo deseabais la corona?
—¿Desear? ¿Os atrevéis a hablarme de deseo? —La cólera desfiguró el rostro del rey—. Deseaba la corona, sí, pero ni la mitad de lo que ella deseaba a ese mercenario. A lo mejor fue su preciado capitán quien trató de envenenarla, por haberlo dejado de lado. Y si yo también hubiese comido las langostas, tanto mejor para él.
—Daario es un asesino, pero no un envenenador. —Ser Barristan se aproximó al rey—. ¿Sois la Arpía? —Se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. Decidme la verdad, y os prometo una muerte rápida y limpia.
—Dais mucho por sentado —replicó Hizdahr—. Me he cansado de vuestras preguntas y de vos. Quedáis dispensado de mi servicio; abandonad Meereen de inmediato y os perdonaré la vida.
—Si no sois la Arpía, decidme su nombre. —Ser Barristan desenvainó la espada; el borde afilado reflejó la luz del brasero y se convirtió en una línea de fuego anaranjado.