Danza de dragones (159 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¡Khrazz! —gritó Hizdahr, y retrocedió a trompicones hacia la alcoba—. ¡Khrazz! ¡Khrazz!

Ser Barristan oyó una puerta que se abría, a su izquierda. Se volvió a tiempo para ver a Khrazz, que salía de detrás de un tapiz. Se movía lentamente, todavía aturdido por el sueño, pero llevaba en la mano su arma favorita: un
arakh
dothraki, largo y curvado. Una espada para rajar, para provocar cortes y tajos profundos a lomos de un caballo; una hoja asesina contra enemigos medio desnudos, en el campo de batalla o las arenas de combate. Sin embargo, en aquel espacio cerrado, la longitud del
arakh
sería una desventaja, y Barristan Selmy estaba protegido con acero.

—He venido a por Hizdahr —le advirtió el caballero—. Deponed el arma y manteneos al margen, y no sufriréis ningún daño.

—Voy a comerme tu corazón, viejo —dijo Khrazz con una risotada. Los dos medían lo mismo, pero Khrazz pesaba dos arrobas más y tenía cuarenta años menos. Tenía la piel pálida y los ojos mortecinos, y su pelo era una hirsuta cresta rojinegra que iba de la frente a la nuca.

—Venid, pues —invitó Barristan el Bravo. Khrazz obedeció.

«Para esto he nacido —pensó Selmy. Por primera vez en aquel día, se sentía seguro—. El baile, la melodiosa canción del acero, la espada en la mano y el enemigo ante mí.»

El luchador de las arenas era rápido como el rayo, más que nadie a quien se hubiera enfrentado ser Barristan. Manejado por sus grandes manos, el
arakh
se convirtió en un borrón sibilante, una tormenta de acero que parecía atacar al anciano caballero desde tres direcciones a la vez. Casi todos los tajos iban dirigidos a la cabeza. Khrazz no era ningún idiota; sin yelmo, el punto débil de Selmy quedaba por encima del cuello.

Bloqueó las acometidas con calma, deteniendo y desviando cada tajo con la espada larga, y las hojas resonaron una y otra vez. Ser Barristan cedió terreno. Vio de reojo que los coperos observaban con los ojos tan grandes y blancos como huevos de gallina. Khrazz maldijo y convirtió un golpe alto en otro bajo, con lo que consiguió esquivar la espada del veterano caballero, solo para arañar inútilmente una canillera de acero blanco. Selmy respondió con un tajo que acertó al luchador de las arenas en el hombro, desgarró la fina camisa de dormir y mordió la carne. La túnica amarilla se fue tomando rosada, y luego, roja.

—Solo los cobardes se visten de hierro —declaró Khrazz mientras describía un círculo. En los reñideros, nadie llevaba armadura; lo que el público pedía eran sangre, muerte, desmembramientos y gritos de agonía: la música de las arenas escarlata.

—Este cobarde está a punto de mataros —respondió ser Barristan al tiempo que giraba con él. Aquel hombre no era un caballero, pero su coraje lo hacía merecedor de cierta deferencia. En sus ojos, ser Barristan leía duda, confusión y un miedo incipiente: no sabía combatir contra un hombre con armadura. El luchador de las arenas reanudó el ataque mientras profería un grito, como si el sonido pudiese acabar con un enemigo que se resistía al acero. El
arakh
golpeó bajo, luego alto, y bajo de nuevo.

Selmy bloqueó los golpes que iban dirigidos a la cabeza y dejó que la armadura se encargase del resto mientras, con la espada, le rajó la mejilla al luchador de la oreja a la boca y le trazó un corte rojo y descamado a lo largo del pecho. Aunque de las heridas de Khrazz manaba sangre, solo habían conseguido enfurecerlo; cogió el brasero con la mano libre y lo lanzó contra los pies de Selmy, esparciendo una lluvia de ascuas y carbón recalentado que ser Barristan esquivó de un salto. Khrazz le lanzó un golpe al brazo y acertó, pero el
arakh
solo consiguió descascarillar el esmalte endurecido antes de chocar con el acero.

—En el reñidero te habrías quedado sin brazo, viejo.

—No estamos en las arenas de combate.

—¡Quítate esa armadura!

—No es tarde para que depongáis el acero. Rendíos.

—¡Muere! —escupió Khrazz. Pero cuando levantó el
arakh
, la punta se enganchó en un tapiz. Esa era la oportunidad que esperaba ser Barristan: de un tajo, le abrió el vientre al luchador y rechazó el
arakh
que había liberado de un tirón. A continuación acabó con él de una rápida estocada al corazón, mientras las entrañas se le salían del cuerpo como un nido de anguilas aceitosas.

Las alfombras de seda del rey habían quedado llenas de sangre y vísceras. Selmy retrocedió un paso; la espada que llevaba en la mano estaba teñida de rojo hasta la mitad. Las alfombras comenzaban a humear aquí y allá, donde habían caído las brasas dispersas.

—No temas —dijo al oír los sollozos de la pobre Qezza—. No voy a hacerte daño, pequeña. Solo he venido a por el rey.

Limpió la espada en una cortina y entró en la alcoba, donde Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su noble nombre, gimoteaba escondido tras un tapiz.

—Por favor —le rogó—, no quiero morir.

—Pocos hombres lo desean, pero todos mueren. —Ser Barristan enfundó la espada y ayudó a Hizdahr a incorporarse—. Venid, os escoltaré a una celda. —A aquellas alturas, las bestias de bronce ya habrían desarmado a Piel de Acero—. Os mantendremos prisionero hasta el regreso de la reina; si no hay pruebas contra vos, os doy mi palabra de caballero de que no sufriréis daño alguno. —Tomó al rey del brazo y lo sacó de la habitación. Se sentía extrañamente aturdido, como borracho.

«Fui miembro de la Guardia Real. ¿En qué me he convertido ahora?»

Miklaz y Draqaz, que habían regresado con el vino de Hizdahr, se quedaron ante la puerta abierta, sosteniendo las jarras contra el pecho y mirando el cadáver de Khrazz con los ojos muy abiertos. Qezza seguía llorando, y Jezhene había ido a consolarla; abrazada a la pequeña, le acariciaba el pelo. Detrás de ellas, otros coperos los observaban.

—Adoración —titubeó Miklaz—, el noble Reznak mo Reznak me pide que os diga que vayáis inmediatamente. —El chico se dirigía al rey como si ser Barristan no estuviese allí, como si no hubiese un muerto despatarrado en la alfombra y la sangre que le había dado vida no se extendiera en un charco rojo por la seda.

«Se suponía que Skahaz iba a tomar a Reznak bajo custodia hasta que estuviésemos seguros de su lealtad. ¿Algo habrá salido mal?»

—¿Qué vaya adonde? —preguntó ser Barristan al chico—. ¿Adónde quiere el senescal que vaya su alteza?

—Afuera. —Miklaz pareció verlo por primera vez—. Afuera, a la t-t-terraza. A ver…

—A ver ¿qué?

—D-d-dragones. Los dragones están sueltos.

«Que los Siete nos amparen», pensó el anciano caballero.

El domador de dragones

La noche se arrastraba con sus pies negros. La hora del murciélago dio paso a la de la anguila; la de la anguila, a la de los fantasmas. El príncipe, tumbado en la cama, miraba al techo, soñaba despierto, recordaba, imaginaba y daba vueltas bajo la colcha de hilo. Su mente, enfebrecida, bullía con ideas de sangre y fuego.

Al final, perdida toda esperanza de descansar, Quentyn Martell se levantó y se sirvió una copa de vino para tomársela a oscuras. El sabor le proporcionó un dulce consuelo al paladar, de modo que prendió una vela y se escanció otra copa.

«El vino me ayudará a dormir», se dijo, pero sabía que se engañaba.

Permaneció largo rato mirando la vela; luego, dejó la copa y extendió la mano sobre la llama. Tuvo que apurar hasta la última gota de su fuerza de voluntad para bajarla hasta que el fuego lamiese la carne y, cuando lo consiguió, la retiró de golpe con un grito de dolor.

—¿Te has vuelto loco, Quentyn?

«No, solo estoy asustado. No quiero arder.»

—¿Gerris?

—Te he oído moverte.

—No podía dormir.

—¿Y el insomnio se cura con quemaduras? Prueba con leche caliente y una nana; o tengo una idea mejor: vamos al templo de las Gracias a buscar una chica.

—Querrás decir una puta.

—Aquí las llaman
gracias.
Las hay de muchos colores, pero las que follan son las rojas. —Gerris se sentó a la mesa frente a él—. Ya me gustaría que nuestras septas adoptasen esa costumbre. ¿Te has fijado en que de viejas se quedan arrugadas como pasas? A eso lleva la vida de castidad.

Quentyn paseó la mirada por la terraza, por las densas sombras nocturnas, entre los árboles. Se oía el susurro del agua al caer.

—¿Está lloviendo? La lluvia ahuyentará a las putas.

—No a todas. En los jardines del placer hay refugios en los que esperan por la noche hasta que llega algún hombre; las que no elige nadie tienen que quedarse hasta el amanecer, las pobres, solas y abandonadas; podríamos consolarlas.

—Di más bien que podrían consolarme.

—Bueno, eso también.

—No es el tipo de consuelo que necesito.

—¿Tú que sabes? Daenerys Targaryen no es la única mujer del mundo. ¿Es que quieres morir virgen?

«No quiero morir de ninguna manera. Lo que quiero es volver a Palosanto, besar a tus dos hermanas, casarme con Gwyneth Yronwood, ver como florece su belleza y tener hijos con ella. Quiero participar en torneos, dedicarme a la caza y la cetrería, ir a Norvos a visitar a mi madre, leer esos libros que me envía mi padre… Quiero que Cletus, Will y el maestre Kedry vuelvan a la vida.»

—¿Crees que a Daenerys le haría gracia saber que ando acostándome con rameras?

—Pues igual sí. Por mucho que a los hombres les gusten las doncellas, las mujeres prefieren que los hombres sepan desenvolverse en la alcoba. Es como con la espada: hay que entrenarse para ser bueno.

La pulla le escoció. Quentyn nunca se había sentido tan niño como cuando se vio frente a Daenerys Targaryen, suplicando su mano; la idea de llevársela a la cama lo aterraba casi tanto como los dragones. ¿Y si no lograba satisfacerla?

—Daenerys ya tiene un amante —respondió a la defensiva—. Mi padre no me envió a entretener a la reina en la alcoba; ya sabes a qué hemos venido.

—No puedes casarte con ella; tiene esposo.

—Pero no ama a Hizdahr zo Loraq.

—¿Qué tiene que ver el amor con el matrimonio? Un príncipe debe estar por encima de eso. Tengo entendido que tu padre se casó por amor. ¿Acaso encontró la felicidad?

«Más bien no. —Doran Martell y su esposa norvoshi habían pasado la mitad de su matrimonio separados, y la otra mitad, discutiendo. Por lo visto, había sido la única decisión impetuosa que su padre había tomado en la vida, la única vez que había permitido a su corazón primar sobre la razón, y nunca había dejado de lamentarlo—. Se supone que eres mi amigo, Gerris. ¿Por qué te mofas de mis esperanzas? Ya tengo bastantes dudas sin que eches más leña al fuego.»

—No todos los riesgos conducen al desastre —afirmó—. Es mi deber, mi destino; esta va a ser mi gran aventura.

—Las grandes aventuras están plagadas de muertes.

No le faltaba razón, a juzgar por los relatos: el héroe, con sus amigos y acompañantes, emprendía la misión y se enfrentaba al peligro para regresar triunfante, solo que varios amigos se quedaban por el camino.

«Pero el héroe no muere nunca, y ese tengo que ser yo.»

—Solo necesito valor. ¿Quieres que Dorne me recuerde como un fracasado?

—Con el tiempo, Dorne nos olvidará a todos.

—Aún se acuerda de Aegon y sus hermanas. —Se lamió la quemadura de la mano—. Igual que recordará a Daenerys; los dragones no se olvidan con facilidad.

—Eso si no está muerta.

—Sigue viva; está perdida, pero la encontraré.

«Tiene que estar viva. Y cuando la encuentre, cuando haya demostrado que soy digno de ella, me mirará igual que antes miraba a su mercenario.»

—¿A lomos de un dragón?

—Llevo montando a caballo desde los seis años.

—Y también te has caído unas cuantas veces.

—Eso no me impidió nunca volver a montar.

—Quizá porque nunca tuviste una caída de quinientas varas —señaló Gerris—. Y los caballos no se caracterizan por convertir a sus jinetes en un montón de cenizas y huesos carbonizados.

«Ya sé que es peligroso.»

—No quiero seguir hablando de esto. Por mí, puedes irte; embarca y vuelve a casa. —El príncipe se levantó, apagó la vela y, a regañadientes, se metió en la cama, bajo las sábanas de lino empapadas de sudor.

«Ojalá hubiera besado a una gemela Drinkwater, o a las dos; ojalá las hubiese besado cuando aún podía. Ojalá hubiese viajado a Norvos, a ver a mi madre y el lugar donde nació; así sabría que no la he olvidado.» Fuera, la lluvia repiqueteaba contra los ladrillos.

A la hora del lobo se había desatado un temporal que se precipitaba en un torrente gélido y amenazaba con convertir en ríos las calles adoquinadas de Meereen. Envueltos en el fresco previo al amanecer, los tres dornienses tomaron un desayuno sencillo a base de pan, fruta y queso, acompañado con leche de cabra. Cuando Gerris fue a servirse una copa de vino, Quentyn lo detuvo.

—Nada de vino. Después tendremos tiempo de sobra para beber.

—Eso espero —repuso Gerris.

—Sabía que iba a llover —se lamentó el grandullón, con voz lúgubre, tras echar una ojeada a la terraza—. Anoche me dolían los huesos, y eso siempre presagia lluvia. A los dragones no les va a gustar. El agua y el fuego no se llevan bien, es un hecho; se enciende una buena hoguera, se aviva, y de pronto cae un aguacero que empapa la madera y adiós al fuego.

—Pero los dragones no son de madera —dijo Gerris con una risita.

—Algunos sí. El viejo rey Aegon, el mujeriego, construyó dragones de madera para conquistarnos; claro que eso acabó mal.

«Esto también puede acabar mal. —Al príncipe lo traían sin cuidado los desatinos y fracasos de Aegon el Indigno, pero no podía sacudirse los recelos y las dudas, y las rebuscadas chanzas de sus amigos solo conseguían provocarle dolor de cabeza—. No lo entienden. Puede que sean dornienses, pero yo soy Dorne. Dentro de muchos años, cuando haya muerto, esta será la canción que canten sobre mí.»

—Es la hora. —Quentyn se puso en pie de repente, y sus amigos lo imitaron.

—Voy a buscar los disfraces de titiritero —dijo ser Archibald tras apurar la leche y limpiarse el bigote blanco con el dorso de la manaza.

Regresó con el fardo que les había dado el Príncipe Desharrapado en su segunda reunión. Dentro, además de tres capas largas con capucha, confeccionadas con una miríada de cuadraditos de tela cosida, había tres garrotes, tres espadas cortas y tres máscaras de bronce bruñido: un toro, un león y un mono; todo lo necesario para convertirse en bestias de bronce.

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