—Eso es lo que pienso hacer. —Mace Tyrell se cruzó de brazos—. Después de los juicios.
—Los mercenarios luchan por dinero —declaró el gran maestre Pycelle—. Con el oro suficiente puede que convenzamos a la Compañía Dorada para que entregue a lord Connington y al aspirante.
—Sí, pero para eso hace falta oro —intervino ser Harys Swyft—. Y lamento comunicaros que en nuestras arcas no hay más que ratas y cucarachas, mis señores. He vuelto a escribir a los banqueros de Myr. Si acceden a pagar la deuda que contrajo la corona con los braavosi y nos hacen otro préstamo, puede que no tengamos que subir los impuestos. De lo contrario…
—Los magísteres de Pentos también hacen préstamos —aportó ser Kevan—. Probad con ellos. —Los pentoshi serían aún más reacios a ayudar que los cambistas de Myr, pero había que intentarlo. Si no encontraban una nueva fuente de ingresos o convencían al Banco de Hierro para que cediera un poco, no le quedaría más remedio que pagar las deudas de la corona con el oro de los Lannister. No se atrevía a aprobar una subida de impuestos en aquel momento, con los Siete Reinos al borde de la rebelión. La mitad de los señores desconocía la diferencia entre impuestos y tiranía, y apoyaría al primer usurpador que apareciera con tal de ahorrarse una moneda de cobre—. Si todo falla, puede que tengáis que ir a Braavos para negociar en persona con el Banco de Hierro.
—¿Yo? —protestó ser Harys con voz chillona.
—Sois el consejero de la moneda, ¿no? —replicó lord Randyll con tono brusco.
—Sí. —El mechón de pelo blanco que lucía Swyft a modo de barba se estremeció de rabia—. Pero recuerdo a mi señor que este embrollo no es culpa mía, y que no todos hemos podido disfrutar de la oportunidad de rellenar las arcas con el saqueo de Poza de la Doncella y Rocadragón.
—No me gusta lo que insinuáis, Swyft —dijo Mace Tyrell encolerizado—. Os aseguro que en Rocadragón no se encontraron riquezas de ningún tipo. Los hombres de mi hijo han registrado esa isla espantosa pantanosa palmo por palmo y no han encontrado ni una piedra preciosa, ni un ápice de oro. Tampoco había rastro de los famosos huevos de dragón.
Kevan Lannister había estado en Rocadragón y dudaba mucho de que Loras Tyrell hubiera registrado a fondo la antigua fortaleza. Al fin y al cabo, la habían construido los valyrios, y todo lo que hacían apestaba a hechicería, por no mencionar que ser Loras era joven, dado a cometer errores de criterio por su precipitación, y había resultado malherido en la toma del castillo. Pero recordarle a Tyrell que su hijo favorito no era perfecto no le serviría de nada.
—Si en Rocadragón hubiera riquezas, Stannis las habría encontrado —declaró—. Pasemos al siguiente asunto. Como sin duda sabéis, tenemos dos reinas acusadas de alta traición. Mi sobrina ha elegido un juicio por combate, según me ha informado. Su campeón será ser Robert Strong.
—El gigante silencioso. —Lord Randyll torció el gesto.
—Decidnos, ¿de dónde ha salido ese hombre? —preguntó Mace Tyrell—. ¿Por qué nadie había oído hablar de él hasta ahora? No habla, no muestra el rostro, nadie lo ha visto sin armadura… ¿Cómo sabemos siquiera que es caballero?
«Ni siquiera sabemos si está vivo. —Según Meryn Trant, Strong no comía ni bebía, y Boros Blount iba aun más lejos y aseguraba que nadie lo había visto ir al escusado—. Claro que no. Los muertos no cagan. —Kevan Lannister tenía una sospecha muy clara sobre la verdadera identidad del tal ser Robert bajo la deslumbrante armadura blanca, sospecha que sin duda compartían Mace Tyrell y Randyll Tarly. Fuera cual fuera el rostro que se ocultaba tras el yelmo de Strong, debía seguir oculto, al menos de momento. El gigante silencioso era la única esperanza de su sobrina—. Esperemos que sea tan temible como parece.»
Pero Mace Tyrell parecía incapaz de ver nada que no fuera el peligro que corría su hija.
—El rey Tommen ha elegido a ser Robert para la Guardia Real —le recordó ser Kevan—, y Qyburn también lo avala. Tal como están las cosas, necesitamos que ser Robert salga victorioso. Si se declara culpable de sus cargos a mi sobrina, se pondrá en duda la legitimidad de sus hijos, y si Tommen deja de ser rey, Margaery dejará de ser reina. —Dejó pasar unos instantes para que Tyrell lo digiriera—. Haya hecho lo que haya hecho, Cersei sigue siendo hija de la Roca y sangre de mi sangre. No permitiré que la ejecuten por traición, pero ya le he limado las garras. He sustituido a sus guardias por hombres de mi confianza, y en lugar de damas de compañía, ahora tiene a una septa y a tres novicias designadas por el septón supremo. No volverá a tener capacidad de decisión en el gobierno del reino ni en la educación de Tommen. Después del juicio la mandaré de vuelta a Roca Casterly y no volverá a salir de allí. Con eso bastará.
No hizo falta añadir más. Cersei valía menos que nada y carecía de poder. No había en la ciudad un aprendiz de panadero ni un mendigo que no hubiera presenciado su vergüenza; hasta el último curtidor, del Lecho de Pulgas al recodo del Meados la vio desnuda y recorrió con ojos ávidos sus pechos, su vientre, sus partes femeninas. Después de aquello, no había reina que pudiera gobernar. Cersei era una reina, poco menos que una diosa, cuando se mostraba cubierta de oro, seda y esmeraldas; desnuda era simplemente humana, una mujer madura con estrías en el vientre y tetas que empezaban a caer… como habían señalado con entusiasmo a sus maridos y amantes las mujeres de la turba.
«Más vale vivir sin honor que morir con orgullo», se dijo ser Kevan.
—Mi sobrina no volverá a tramar nada reprobable —prometió a Mace Tyrell—. Os doy mi palabra, mi señor.
—Como digáis. —Tyrell asintió de mala gana—. Mi Margaery prefiere que la juzgue la Fe, para que el reino entero sea testigo de su inocencia.
«Si tu hija es tan inocente como quieres hacernos creer, ¿por qué te empeñas en que esté presente todo tu ejército cuando se enfrente a sus acusadores?» —podría haber preguntado ser Kevan.
—Espero que sea pronto —dijo, y se volvió hacia el gran maestre Pycelle—. ¿Algo más?
El gran maestre consultó los papeles que tenía delante.
—Hay que dilucidar el asunto de la herencia de Rosby. Se han presentado seis reclamaciones…
—Lo de Rosby puede esperar. ¿Qué más?
—Debemos hacer preparativos para la princesa Myrcella.
—Esto es lo que pasa por hacer tratos con los dornienses —señaló Mace Tyrell—. Seguro que se puede elegir un partido mejor para esa niña.
«Como tu hijo Willas, ¿no? A ella la desfiguró un dorniense, y un dorniense lo dejó tullido a él.»
—Sin duda, pero ya tenemos suficientes enemigos sin necesidad de ofender a Dorne. Si Doran Martell une sus fuerzas a las de Connington para apoyar al falso dragón, las cosas se nos pondrán muy feas.
—También podemos persuadir a nuestros amigos dornienses para que se encarguen de lord Connington —aportó Harys Swyft con una risita que empezaba a ser de lo más irritante—. Nos ahorraríamos mucha sangre y problemas.
—Cierto —convino ser Kevan con cansancio; ya era hora de poner fin a aquello—. Os doy las gracias, mis señores. Volveremos a reunimos en cinco días, después del juicio de Cersei.
—Como deseéis, y que el Guerrero confiera fuerza al brazo de ser Robert. —La frase de Mace Tyrell salió forzada, y su inclinación de cabeza ante el lord regente fue casi imperceptible, pero menos era nada, y ser Kevan Lannister se lo agradeció.
Randyll Tarly abandonó la estancia junto con su señor, seguidos ambos por los lanceros de capa verde.
«El verdadero peligro estriba en Tarly —reflexionó ser Kevan al verlos partir—. Un hombre pequeño pero astuto y con una voluntad férrea, uno de los mejores soldados que ha dado el Dominio. Pero ¿cómo puedo atraerlo a nuestro bando?»
—No le caigo en gracia a lord Tyrell —comentó el gran maestre Pycelle con tono sombrío tras la salida de la mano—. El asunto del té de la luna… Yo no lo habría mencionado, ¡pero la reina madre me lo ordenó! La verdad, lord regente, dormiría más a gusto con unos cuantos guardias ante mi puerta.
—Lord Tyrell lo interpretaría como un insulto.
—Yo también necesito guardias. —Ser Harys Swyft se tiró de la barbita—. Corren tiempos peligrosos.
«Sí —pensó Kevan Lannister—, y Pycelle no es el único miembro del Consejo que la mano querría sustituir. —El candidato de Mace Tyrell para el puesto de lord tesorero era su tío, el lord senescal de Altojardín, a quien llamaban Garth el Tosco—. Lo último que necesito es un Tyrell más en el Consejo Privado.» Ya lo superaban en número: ser Harys era el padre de su esposa, y también podía contar con Pycelle, pero Tarly era leal a Altojardín, al igual que Paxter Redwyne, lord almirante y consejero naval, que navegaba por las inmediaciones de Dorne para enfrentarse a los hombres del hierro de Euron Greyjoy. Cuando Redwyne volviera a Desembarco del Rey, el Consejo se dividiría en tres contra tres, Lannister contra Tyrell.
La séptima voz sería la de la dorniense que escoltaba a Myrcella en su regreso.
«Lady Nym. Que no es ninguna dama, si es cierta la mitad de lo que dicen los informes de Qyburn. —Era hija bastarda de la Víbora Roja, casi tan legendaria como su padre, y estaba decidida a ocupar el asiento del Consejo que tan brevemente había correspondido al príncipe Oberyn. Ser Kevan no había considerado necesario informar a Mace Tyrell de que se aproximaba; sabía que la mano no recibiría la noticia con entusiasmo—. El que hace falta aquí es Meñique. Petyr Baelish sí que tenía talento para sacar dragones de la nada.»
—Contratad a los hombres de la Montaña —sugirió ser Kevan—. Ronnet el Rojo ya no los necesita para nada. —No creía que Mace Tyrell cometiera la torpeza de intentar asesinar a Pycelle o a Swyft, pero si querían guardias para sentirse más seguros, que los tuvieran.
Los tres hombres salieron juntos del salón del trono. En el exterior, la nieve se arremolinaba en la liza como un animal enjaulado que aullara pidiendo libertad.
—¿Habíais pasado tanto frío alguna vez? —preguntó ser Harys.
—El momento adecuado para hablar del frío no es cuando se está a la intemperie, padeciéndolo —dijo el maestre Pycelle. Se dirigió con paso cansino hacia sus habitaciones, y los demás se quedaron un momento en los peldaños que llevaban al salón del trono.
—No tengo ninguna esperanza en los banqueros de Myr —dijo ser Kevan a su suegro—. Será mejor que os preparéis para ir a Braavos.
—Si es necesario… —Ser Harys no se mostró nada entusiasta—. Pero repito que yo no causé estos problemas.
—No, fue Cersei quien decidió hacer esperar al Banco de Hierro. ¿Sugerís que la mande a ella a Braavos?
—¿A su alteza? —Ser Harys parpadeó—. Sería una… una…
—Era una broma —lo rescató ser Kevan—. No ha tenido gracia, lo sé. Id a calentaros junto a la chimenea, que yo voy a hacer lo mismo.
Se puso los guantes y cruzó el patio a zancadas, encorvado para protegerse del viento que hacía ondear su capa.
El foso seco que rodeaba el Torreón de Maegor tenía una vara de nieve, y las estacas afiladas del fondo brillaban cubiertas de escarcha. El único acceso del Torreón era el puente levadizo que salvaba aquel foso. Siempre había un caballero de la Guardia Real apostado allí, y aquella noche estaba de servicio ser Meryn Trant. Balon Swann había partido hacia Dorne en pos del caballero renegado Estrellaoscura; Loras Tyrell se encontraba herido de gravedad en Rocadragón, y Jaime había desaparecido en las tierras de los ríos, con lo que solo quedaban cuatro espadas blancas en Desembarco del Rey, y ser Kevan había encerrado a Osmund Kettleblack, y a su hermano Osfryd, a las pocas horas de que Cersei confesara que ambos habían sido sus amantes. Los únicos que quedaban para proteger al joven rey y a la familia real eran Trant, el débil Boros Blount y Robert Strong, el monstruo mudo de Qyburn.
«Tengo que buscar más espadas para la Guardia Real. —Tommen debería contar con siete buenos caballeros. En el pasado, la pertenencia a la guardia era un cargo de por vida, pero eso no había impedido a Joffrey expulsar a ser Barristan Selmy para dejar sitio a Sandor Clegane, su perro. Kevan podía aprovechar ese precedente—. Podría darle una capa blanca a Lancel —reflexionó—. Es más honorable que estar en los Hijos del Guerrero.»
Una vez en sus habitaciones, Kevan Lannister colgó la capa empapada de nieve, se quitó las botas y mandó al criado que echara más leña a la chimenea.
—Y me vendría bien una copa de vino caliente —pidió al tiempo que se sentaba junto al fuego—. Que me la traigan.
Entre el fuego y el vino, no tardó en entrar en calor, pero también empezó a sentirse somnoliento, por lo que no se atrevió a beber otra copa. Aún le quedaba mucho por hacer: tenía informes que leer, cartas que escribir.
«Y cena con Cersei y con el rey.» Gracias a los dioses, su sobrina se había mostrado dócil y sumisa desde que hiciera su ruta de penitencia, y según las novicias que estaban a su servicio, repartía las horas de vigilia entre su hijo, la oración y la bañera. Se bañaba cuatro o cinco veces al día, y se restregaba con cepillos de crin y jabón de sosa como si quisiera arrancarse la piel.
«No conseguirá quitarse esa mancha por mucho que se lave. —Ser Kevan recordó a la chiquilla que había sido, tan llena de vida, tan traviesa.
Y más tarde, cuando floreció, jamás hubo doncella más hermosa—. Cuántas muertes se habrían evitado si Aerys hubiera accedido a casarla con Rhaegar.» Cersei habría dado al príncipe los hijos varones que tanto deseaba, leones de ojos violeta y melena de plata… Y con semejante esposa, jamás se habría fijado en Lyanna Stark. La norteña tenía una especie de belleza salvaje, creía recordar, pero por mucho resplandor que despidiera una antorcha, ¿cómo podía rivalizar con el sol naciente?
Pero no servía de nada lamentar las batallas perdidas y los caminos desechados. Eso era propio de viejos, de hombres acabados. Rhaegar se casó con Elia de Dorne; Lyanna Stark murió; Robert Baratheon tomó a Cersei como esposa, y así estaban las cosas. Aquella noche, el camino lo llevaría a las habitaciones de su sobrina, cara a cara con ella.
«No tengo por qué sentirme culpable —se dijo ser Kevan—. No me cabe duda de que Tywin lo comprendería. Fue su hija quien cubrió de oprobio nuestro nombre, no yo. Hice lo que hice por el bien de la casa Lannister.»
No era como si su hermano no hubiera hecho lo mismo. En sus años postreros, tras la muerte de su esposa, su padre había tomado como amante a la hermosa hija de un cerero. No era extraño que un señor viudo tuviera una plebeya que le calentara la cama, pero lo malo fue que lord Tytos pronto empezó a sentarla a su lado en los banquetes, a cubrirla de regalos y honores y hasta a pedirle opinión en asuntos de estado. En menos de un año, la moza ya estaba despidiendo criados, dando órdenes a los caballeros de la casa y hasta hablando en nombre de su señoría cuando él se encontraba indispuesto. Llegó a ser tan influyente que en Lannisport se decía que, para que el señor escuchara una petición, había que formularla de rodillas ante el regazo de su amante, porque era entre sus piernas donde se encontraba la oreja de Tytos Lannister. Incluso tuvo la osadía de ponerse las joyas de la esposa fallecida.