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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (167 page)

BOOK: Danza de dragones
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«Seguro que parezco una muerta de hambre, pero, si los días siguen siendo cálidos, no me moriré de frío.»

Allí había estado casi todo el tiempo sola, herida y hambrienta… y, pese a todo, había disfrutado de una extraña felicidad.

«Unos cuantos dolores, el estómago vacío, las noches frías… ¿Qué importa a cambio de volar? Lo repetiría.»

Se dijo que Irri y Jhiqui estarían esperándola en la cúspide de la pirámide, en Meereen. También estarían la cariñosa escriba Missandei y los pequeños pajes. Le llevarían comida y podría bañarse en el estanque, bajo el caqui, para sentirse limpia otra vez. No le hacía falta ningún espejo para saber que estaba mugrienta.

También estaba famélica. Una mañana había encontrado cebollas silvestres en la ladera sur, y más tarde, el mismo día, una verdura de hojas rojizas que tal vez fuera una extraña especie de repollo; fuera lo que fuese, no le había sentado mal. Aparte de eso, y del pez que había pescado en el estanque que formaba el manantial, frente a la cueva de Drogon, había sobrevivido como podía con las sobras del dragón, huesos quemados y trozos de carne humeante entre carbonizada y cruda. Sabía que no era suficiente. Un día le dio una patada al cráneo fracturado de una oveja con el pie descalzo y lo mandó rodando colina abajo. Mientras lo miraba caer por la empinada pendiente, hacia el mar de hierba, se dio cuenta de que debía seguirlo.

Emprendió el camino con paso ligero. Sentía el calor de la tierra entre los dedos de los pies. La hierba era tan alta como ella.

«No lo parecía cuando cabalgaba en la plata, junto a mi sol y estrellas, a la cabeza del
khalasar.»
Mientras caminaba se daba golpecitos en el muslo con el látigo del sobrestante. Eso y los harapos que la cubrían eran todo que se había llevado de Meereen.

Aunque avanzaba a través de un reino verde, no era el verde intenso del verano. Incluso allí se notaba la presencia del otoño, y el invierno no tardaría en llegar. La hierba era más clara de lo que recordaba, de un verde apagado y enfermizo a punto de amarillear; después, se pondría pardusca. La vegetación estaba muriendo.

Daenerys Targaryen conocía bien el mar de hierba dothraki, que se extendía desde el bosque de Qohor hasta la Madre de las Montañas y el Vientre del Mundo. Lo había visto por primera vez cuando era una niña, recién casada con Khal Drogo cuando se dirigió a Vaes Dothrak para presentarse ante las viejas del
dosh khaleen.
La visión de aquella inmensa pradera la había dejado sin aliento.

«El cielo era azul, la hierba era verde y yo estaba llena de esperanza. —Ser Jorah estaba a su lado, su viejo oso gruñón. Tenía a Irri, a Jhiqui y a Doreah para cuidar de ella, a su sol y estrellas para abrazarla por las noches, y al hijo que crecía en su interior—. Rhaego. Iba a llamarlo Rhaego, y el
dosh khaleen
dijo que sería el semental que montaría el mundo.» No había sido tan feliz desde aquellos días en Braavos que solo recordaba a medias, cuando vivía en la casa de la puerta roja.

Pero, en el desierto rojo, toda su alegría se convirtió en cenizas. Su sol y estrellas se cayó del caballo, la
maegi
Mirri Maz Duur mató a Rhaego en su vientre, y ella asfixió con sus propias manos a la cáscara vacía de Khal Drogo. Después, el gran
khalasar
de Drogo se había roto en pedazos. Ko Pono se nombró Khal Pono y se llevó a muchos jinetes y esclavos; Ko Jhaqo se nombró Khal Jhaqo y se llevó más; Mago, el jinete de sangre de Jhaqo, violó y asesinó a Eroeh, una chica a la que Daenerys ya había salvado una vez de sus garras. Solo el nacimiento de sus dragones, entre el fuego y el humo de la pira funeraria de Khal Drogo, la salvó de ser arrastrada a Vaes Dothrak para pasar el resto de sus días entre las viejas del
dosh khaleen.

«El fuego me quemó el pelo, pero no me hizo ningún daño. —Lo mismo había ocurrido en el Reñidero de Daznak; de eso se acordaba, aunque lo que llegó después lo veía a través de una neblina—. Toda aquella gente, los gritos, los empujones…» Recordaba caballos encabritados y sandías que se desparramaban desde un carro volcado. De abajo llegó una lanza, seguida de una lluvia de saetas. Una le pasó tan cerca que le rozó la mejilla; otras resbalaron en las escamas de Drogon, se alojaron entre ellas o le rasgaron la membrana de las alas. Recordaba como se retorcía el dragón, las sacudidas que daba a cada impacto, mientras ella, desesperada, trataba de aferrarse a las escamas de su lomo. Le salía humo de las heridas. Dany vio una saeta estallar en llamas y otra caer, desprendida por el batir de las alas. Abajo había hombres que corrían en círculos, envueltos en llamas y con los brazos alzados, como atrapados en una danza demencial. Una mujer con un
tokar
verde cogió a un niño que lloraba y lo protegió de las llamas con su cuerpo. Recordaba vívidamente el color, pero no el rostro de la mujer, que quedó tirada, abrazada al niño, en el suelo de adoquines, mientras la gente le pasaba por encima. Algunos estaban en llamas.

Después, todo se había desvanecido. Los sonidos quedaron ahogados, la gente empequeñeció, y las flechas y lanzas cayeron sin alcanzarlos cuando Drogon se abrió camino hacia el cielo. La llevó arriba, cada vez más arriba, muy por encima de las pirámides y las arenas de combate, con las alas extendidas para atrapar el aire caliente que se elevaba de los adoquines achicharrados al sol de la ciudad.

«Aunque me caiga y me mate, habrá merecido la pena», había pensado.

Volaron hacia el norte, más allá del río. Drogon planeaba con sus alas desgarradas y magulladas atravesando nubes que ondeaban al viento como los estandartes de un ejército fantasmal. Dany atisbo la orilla de la bahía de los Esclavos y la antigua calzada valyria que discurría a su lado, entre arena y desolación, hasta perderse en el oeste.

«El camino a casa.»

Bajo ellos solo estaba la hierba que se mecía al viento.

«¿Han pasado mil años desde la primera vez que volé?» A veces se lo parecía.

El sol calentaba más a medida que ascendía en el cielo, y al poco empezó a darle dolor de cabeza. El pelo volvía a crecerle, pero muy despacio.

«Necesito un sombrero —dijo en voz alta. Allá arriba, en Rocadragón, había intentado confeccionarse uno entretejiendo tallos de hierba, como había visto hacer a las dothrakis durante el tiempo que pasó con Drogo, pero no usaba la hierba adecuada o, sencillamente, no sabía; el caso era que todos se le hacían pedazos entre las manos—. Tengo que volver a intentarlo —se decía—; el próximo me saldrá mejor. Soy de la sangre del dragón, tengo que ser capaz de hacer un sombrero.» Probó una y otra vez, pero el último intento fue tan infructuoso como el primero.

Pasado el mediodía llegó al arroyo que había visto desde la cima de la colina. Era un reguero, un hilillo de agua, no más ancho que su brazo… y el brazo se le había quedado más delgado con cada día que pasaba en Rocadragón. Cuando hizo cuenco con las manos para coger agua y echársela por la cara, se embarró los nudillos con el fondo. Le habría gustado que estuviese más fría, más clara… Pero no: puesta a cifrar sus esperanzas en deseos, más le valía desear que la rescataran.

Todavía confiaba en que fuesen en pos de ella. Quizá ser Barristan, que era el primero de su Guardia Real y había jurado defenderla con su propia vida; o sus jinetes de sangre, que conocían el mar dothraki y estaban ligados a ella por lazos inquebrantables; o su esposo, el noble Hizdahr zo Loraq, que podía enviar una partida de búsqueda; o Daario… Dany lo imaginó cabalgando hacia ella a través de la pradera, con una sonrisa en los labios y el diente de oro destellando bajo los últimos rayos del sol poniente.

Solo que Daario estaba en manos de sus enemigos, como rehén, para garantizar la seguridad de los capitanes yunkios.

«Daario, Héroe, Jhogo, Groleo y tres parientes de Hizdahr.» Suponía que ya los habrían liberado a todos, pero…

Pensó en las espadas de su capitán, colgadas en la pared, al lado de su cama, esperando a que volviese a buscarlas. «Te dejo a mis chicas —había dicho—. Mantenlas a salvo en mi nombre, amada.» ¿Hasta qué punto sabrían los yunkios cuánto significaba Daario para ella? Se lo había preguntado a ser Barristan el día en que partieron los rehenes.

—Habrán oído rumores —le respondió—. Hasta puede que Naharis se haya jactado de… de vuestro gran… de cuánto lo aprecia vuestra alteza. Disculpadme si os digo que la modestia no es una de sus virtudes. Está muy orgulloso de su… habilidad con la espada.

«Queríais decir que se jacta de acostarse conmigo. —Pero Daario no habría cometido la estupidez de alardear ante el enemigo—. No tiene importancia; a estas alturas, los yunkios estarán de regreso.» Ese era el objetivo de todo lo que había hecho: la paz.

Se volvió para mirar el camino que había recorrido, hacia Rocadragón, que se alzaba sobre la pradera como un puño cerrado.

«Parece tan cerca… Llevo horas caminando, pero da la impresión de que podría tocarla si extendiese la mano.» No era demasiado tarde para volver. Había peces en el estanque, junto a la cueva de Drogon. Si había pescado uno el primer día, podría pescar más. Y estaban las sobras. Huesos carbonizados con restos de carne; su parte de las matanzas de Drogon.

«No —se dijo—. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida. —Podía subsistir durante años entre las piedras recalentadas de Rocadragón, cabalgar sobre Drogon de día y roer los restos que dejaba al anochecer, mientras el mar de hierba pasaba del oro al anaranjado a la luz del crepúsculo; pero esa no era la vida a la que estaba destinada. Así que, una vez más, dio la espalda a la colina e hizo oídos sordos a la canción de vuelo y libertad que entonaba el viento al juguetear entre sus crestas rocosas. Siguió el arroyo, que corría hacia el sursuroeste, o eso le parecía—. Llévame al río, es lo único que te pido. Llévame al río y yo me encargaré del resto.»

El tiempo transcurría despacio; el cauce serpenteaba, y Dany lo seguía marcando el paso con golpecitos del látigo en la pierna, intentando no pensar en la distancia que quedaba, en el martilleo que sentía en la cabeza ni en el estómago vacío.

«Un paso. Y luego otro. Y el siguiente. Y otro más.» ¿Qué otra cosa podía hacer?

Su mar estaba en calma. Cuando soplaba el viento, la hierba suspiraba con el entrechocar de los tallos, susurrando en un idioma que solo entendían los dioses. De vez en cuando, el arroyuelo gorgoteaba al topar con una roca. Dany chapoteaba en el barro. A su alrededor zumbaban insectos: libélulas perezosas, brillantes avispas verdes y mosquitos punzantes, tan pequeños que casi no se veían; cuando se le posaban en los brazos los aplastaba a manotazos, distraída. Una vez se encontró con una rata bebiendo del arroyo, y al verla salió disparada y desapareció en la hierba. En ocasiones oía el trino de los pájaros, que le hacía rugir las tripas, pero no tenía una red para atraparlos y aún no había encontrado ningún nido.

«Antes soñaba con volar —pensó—, y ahora que he volado, sueño con robar huevos.» Aquello la hizo reír.

—Los hombres están locos; y los dioses, más locos todavía —le dijo a la hierba, y la hierba susurró su aprobación.

Divisó a Drogon tres veces a lo largo del día. La primera estaba tan lejos que podía haber sido un águila que entrara y saliera de las nubes lejanas, pero ya había aprendido a reconocerlo aunque no fuese más que una mota. La segunda vez pasó por delante del sol, con las alas negras desplegadas, y el mundo se oscureció. La última pasó volando por encima de ella, tan cerca que alcanzó a oír sus alas. Durante un instante creyó que iba a convertirse en su presa; pero el dragón pasó de largo sin reparar en ella y se perdió por el este.

«Menos mal.»

El crepúsculo la pilló casi por sorpresa. Cuando el sol doraba las lejanas crestas de Rocadragón, se topó con un muro bajo de piedra, medio desmoronado y cubierto de maleza. Quizá hubiese formado parte de un templo o del torreón del señor de aquel pueblo, ya que más allá había otras ruinas: un antiguo pozo y unos círculos en la hierba que señalaban los lugares que habían ocupado las chozas. Le pareció que fueron de adobe y bálago, aunque largos años de viento y lluvias las habían hecho desaparecer casi por completo. Dany contó ocho hasta que se puso el sol, pero podía haber más, ocultas en la hierba.

El muro de piedra había resistido mejor; aunque en ninguna parte superaba una vara de altura, el ángulo que formaba con otra pared, más baja, aún ofrecía cierto refugio contra los elementos, y pronto caería la noche. Dany se instaló en aquel rincón, en un nido que se construyó con manojos de hierba que arrancó junto a las ruinas. Estaba agotada, y le habían salido más ampollas en los pies, incluidas dos ampollas gemelas en los meñiques.

«Tiene que ser por mi forma de caminar.» El pensamiento la hizo reír.

Cuando el mundo se oscureció, Dany se acurrucó y cerró los ojos; sin embargo, el sueño la rehuía. La noche era fría y la tierra dura, y tenía el estómago vacío. Pensó en Meereen; en Daario, su amado; en Hizdahr, su esposo; en Irri, Jhiqui y la dulce Missandei; en ser Barristan, Reznak y Skahaz el Cabeza Afeitada.

«¿Me creerán muerta? Salí volando a lomos de un dragón. ¿Pensarán que me ha devorado? —Se preguntó si Hizdahr seguiría siendo rey. Su corona dependía de la de ella. ¿Podría conservarla en su ausencia?—. Quería que matasen a Drogon. Le oí gritar: “Matadlo, matad a la bestia”.

Y tenía una expresión de deseo. —Y Belwas el Fuerte había caído de rodillas, presa de arcadas y temblores—. Veneno; seguro que era veneno. Las langostas con miel. Hizdahr estaba empeñado en que las probara, pero Belwas se las comió todas.» Había convertido a Hizdahr en su rey, lo había acogido en su cama y había abierto los reñideros por él; no tenía motivos para desearle la muerte. Sin embargo, ¿quién podía haber sido, si no? ¿Reznak, el senescal perfumado? ¿Los yunkios? ¿Los Hijos de la Arpía?

Un lobo aulló a lo lejos. El sonido hizo que se sintiera triste y sola, aunque no menos hambrienta. Mientras la luna se elevaba sobre la pradera, Dany cayó al fin en un sueño intranquilo.

Soñó. Todo el dolor, todas las preocupaciones se desvanecieron, y pareció flotar hacia el cielo. Volvía a volar, giraba, reía, bailaba, y las estrellas daban vueltas a su alrededor y le susurraban secretos al oído.

—Para ir al norte tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste debéis ir al este. Para avanzar tendréis que retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.

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