Danza de dragones (82 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Un imperio construido con sangre y fuego. Los valyrios cosecharon lo que habían sembrado.»

—¿Acaso nuestro capitán pretende poner a prueba la maldición?

—Nuestro capitán daría cualquier cosa por estar a cincuenta leguas, tan lejos como sea posible de esa orilla maldita, pero le he ordenado que siga la ruta más corta. No somos los únicos que buscan a Daenerys.

«Grif y su joven príncipe.» Entonces, ¿la maniobra de la Compañía Dorada de navegar hacia el oeste había sido una añagaza? Tyrion sopesó la posibilidad de decir algo, pero se lo pensó mejor. Por lo visto, en la profecía que guiaba a los sacerdotes rojos solo había cabida para un héroe. Un segundo Targaryen no haría más que confundirlos.

—¿Habéis visto a esos otros en vuestros fuegos? —preguntó con cautela.

—Solo sus sombras —respondió Morroqo—. Hay uno que sobresale entre los demás. Es un ser alto y retorcido, con un ojo negro y diez brazos muy largos, que navega por un mar de sangre.

Bran

La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Salió un sol pálido; luego se ocultó y luego volvió a salir. Las hojas rojas susurraban al viento. El cielo estaba poblado de nubes oscuras que se convertían en tormentas. Caían los relámpagos y retumbaban los truenos, y los muertos de manos negras y brillantes ojos azules merodeaban alrededor de una fisura de la ladera, pero no podían entrar. Dentro de la colina, a oscuras, el niño tullido estaba sentado en un trono de arciano y oía los susurros mientras los cuervos se paseaban por sus brazos.

—Nunca volverás a andar —le había prometido el cuervo de tres ojos—, pero volarás. —A veces, desde algún lugar lejano y profundo, llegaba una canción. La Vieja Tata los llamaba «hijos del bosque», pero los cantores se denominaban
los que cantan la canción de la tierra
en la lengua verdadera, que los humanos no hablaban. Pero sí los cuervos. Sus pequeños ojos negros estaban llenos de secretos, y cuando oían las canciones graznaban y le picoteaban la piel.

La luna estaba llena, redonda. Las estrellas giraban en el cielo negro. La lluvia se congelaba nada más caer, y el peso de la nieve quebraba las ramas de los árboles. Bran y Meera se habían inventado nombres para los que cantaban la canción de la tierra: Ceniza, Hoja, Escamas, Cuchillo Negro, Pelo de Nieve y Tizón. Hoja les dijo que sus verdaderos nombres eran demasiado largos para los humanos. Era la única que hablaba la lengua común, así que Bran no consiguió averiguar qué opinaban los demás sobre sus nuevos nombres.

Después de haber padecido un frío que traspasaba los huesos en las tierras de más allá del Muro, la calidez de las cavernas era una bendición, y cuando el fresco se colaba entre las rocas, los cantores encendían hogueras que lo ahuyentaban. Allí abajo no había viento, ni nieve, ni hielo, ni muertos que intentaran atraparlos; solo sueños, teas de juncos y los besos de los cuervos. Y el que susurraba en la oscuridad.

Los cantores lo llamaban «el último verdevidente», pero en los sueños de Bran aún era el cuervo de tres ojos. Cuando Meera Reed le preguntó su verdadero nombre, contestó con un sonido espectral que casi pareció una risa.

—Me he llamado de muchas maneras en vida, pero incluso yo tuve una madre, y el nombre que me dio cuando nací fue Brynden.

—Tengo un tío que se llama así —dijo Bran—. En realidad es tío de mi madre. Brynden, el Pez Negro.

—Tal vez le pusieran ese nombre en mi honor. Aún hay quien lo hace, aunque ya no es tan frecuente como antes. Los hombres tienen tendencia a olvidar. Los únicos que recuerdan son los árboles. —Hablaba tan bajo que Bran tenía que hacer esfuerzos para oírlo.

—La mayor parte de él está unida al árbol —explicó la cantora a la que Meera llamaba Hoja—. Ha traspasado los límites de su mortalidad y aún perdura. Por nosotros, por vosotros, por los reinos de los hombres. A su carne le quedan muy pocas fuerzas. Tiene mil y un ojos, pero hay demasiado que vigilar. Algún día lo sabrás.

—¿Qué sabré? —preguntó más tarde Bran a los Reed, cuando llegaron con antorchas encendidas para llevarlo a una pequeña sala situada junto a la gran caverna, donde los cantores les habían construido unas camas—. ¿Qué recuerdan los árboles?

—Los secretos de los viejos dioses —contestó Jojen Reed. La comida, el fuego y el descanso lo habían ayudado a recuperar fuerzas tras el arduo viaje, pero parecía más triste y taciturno, y su mirada reflejaba cansancio y angustia—. Las verdades que conocían los primeros hombres, ya olvidadas en Invernalia… pero no en los humedales. Nosotros vivimos más cerca de la vegetación, en ciénagas y pantanos, y aún recordamos. Tierra y agua; suelo y piedra; robles, olmos y sauces, todo estaba aquí antes que nosotros y seguirá aquí cuando nos hayamos ido.

—Tú también seguirás aquí —dijo Meera.

Aquello entristeció a Bran. «¿Y si no quiero quedarme cuando os hayáis ido?», estuvo a punto de preguntar, pero se tragó las palabras antes de pronunciarlas. Ya era casi un hombre, y no quería que Meera pensara que era un niño quejica.

—Vosotros también podríais ser verdevidentes —fue lo que dijo.

—No, Bran. —Meera sonaba triste.

—Solo a unos pocos se les permite beber de la fuente verde mientras aún son mortales, para que oigan los susurros de las hojas y vean como ven los árboles, como ven los dioses —dijo Jojen—. Casi nadie tiene esa suerte. Los dioses solo me dieron sueños verdes. Mi tarea era traerte hasta aquí, y ya la he cumplido.

La luna era un agujero negro en el cielo. Los lobos aullaban en el bosque y olfateaban entre los ventisqueros en busca de despojos. De la ladera surgió una bandada de cuervos que lanzaban graznidos agudos y batían las alas negras sobre un mundo blanco. Salió un sol rojo; luego se ocultó, y cuando volvió a salir tiñó la nieve de sombras rosadas. Dentro de la colina, Jojen estaba sumido en sus pensamientos, Meera estaba inquieta y Hodor vagaba por los túneles oscuros con una espada en la mano derecha y un farol en la izquierda. ¿O era Bran?

«Que no se entere nadie.»

La gran caverna que se abría sobre el abismo era negra como boca de lobo, negra como el carbón, más negra que las plumas de un cuervo. La luz se colaba como una intrusa, ni deseada ni bienvenida, y no tardaba en desaparecer; los fuegos, candiles y teas de junco ardían un rato y se extinguían cuando su breve existencia tocaba a su fin.

Los cantores construyeron un trono para Bran, igual que el que ocupaba lord Brynden, de arciano blanco salpicado de rojo y ramas secas entretejidas con raíces vivas. Lo colocaron en la gran caverna, junto al abismo, donde el aire negro resonaba con el eco del agua que corría mucho más abajo. Fabricaron el asiento con musgo suave y gris. Primero sentaron a Bran en su sitio y luego lo cubrieron con pieles suaves.

Allí se quedó sentado y escuchó los roncos susurros de su maestro.

—Nunca temas la oscuridad, Bran. —Cuando hablaba torcía un poco la cabeza y acompañaba las palabras con un débil susurro de madera y hojas—. Los árboles más fuertes crecen en los lugares más oscuros. La oscuridad será tu capa, tu escudo, tu leche materna. La oscuridad te hará fuerte.

La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Los copos de nieve caían a la deriva, en silencio, y cubrían de blanco los pinos soldado y los centinelas. Se había acumulado tanta nieve que los ventisqueros ocultaban por completo la entrada de la cueva, formando una muralla blanca que Verano tenía que escarbar cada vez que quería salir para unirse a su manada y cazar. Bran ya no iba a explorar con ellos tan a menudo como antes, pero algunas noches los observaba desde arriba.

Volar era mucho mejor que trepar.

Entrar en la piel de Verano ya le resultaba tan fácil como ponerse unos calzones antes de romperse la espalda. Cambiar su piel por las plumas negras como la noche de un cuervo había resultado más difícil, pero no tanto como había temido, al menos con aquellos cuervos.

—Un semental salvaje se resistirá y dará coces cuando intenten montarlo, y tratará de morder la mano que quiera ponerle el bocado —había dicho lord Brynden—, pero un caballo que ya haya tenido un jinete aceptará otro. Todos estos pájaros, viejos y jóvenes, están domados. Ahora escoge uno y vuela.

No lo consiguió con el primero ni con el segundo, pero el tercer cuervo lo miró con ojos negros y astutos, ladeó la cabeza y graznó, y de repente ya no era un niño que miraba a un cuervo, sino un cuervo que miraba a un niño. De repente, la canción del río sonaba mucho más alta: las antorchas brillaban con más intensidad, y el aire estaba repleto de olores extraños. Cuando intentó hablar le salió un graznido, y su primer vuelo terminó cuando chocó contra una pared y se encontró de nuevo en su cuerpo roto. El cuervo no resultó herido. Voló hacia él y aterrizó en su brazo; Bran le acarició el plumaje y entró en él una vez más. Antes de poder darse cuenta estaba volando por la caverna, esquivando los largos dientes de piedra que colgaban del techo. Incluso revoloteaba sobre el abismo y bajaba en picado hacia su fría y profunda oscuridad.

En aquel momento se dio cuenta de que no estaba solo.

—Había alguien más dentro del cuervo —dijo a lord Brynden cuando volvió a su piel—. Una chica. La he sentido.

—Una mujer que canta la canción de la tierra —explicó su maestro—. Murió hace tiempo, pero una parte de ella permanece, igual que una parte de ti permanecería en Verano si tu cuerpo de niño muriese mañana. Una sombra en el alma. No te hará daño.

—¿Todos los cuervos tienen cantores dentro?

—Todos. Fueron los cantores quienes enseñaron a los primeros hombres a enviar mensajes por medio de los cuervos…, pero en aquellos días, los pájaros eran capaces de hablar. Los árboles recuerdan, pero los hombres olvidan, así que ahora escriben sus mensajes en pergaminos y los enrollan en las patas de pájaros con quienes jamás han compartido piel.

Bran recordó que la Vieja Tata ya le había contado aquella historia, pero cuando acudió a Robb para que le aclarase si era cierta, su hermano se rió y le preguntó si también creía en los endriagos. Deseó que Robb estuviese allí con ellos.

«Le diría que puedo volar, pero no me creería; tendría que demostrárselo. Seguro que él también podría aprender, y Arya, y Sansa, incluso el pequeño Rickon, y Jon Nieve. Todos seríamos cuervos y viviríamos en la pajarera del maestre Luwin.»

Pero no era más que otro sueño estúpido. Había días en los que Bran se preguntaba si no sería un sueño todo aquello. Quizá se había quedado dormido en la nieve y estaba soñando con un sitio cálido y seguro.

«Tienes que despertarte —se decía—, tienes que despertarte ahora mismo, o seguirás soñando hasta que mueras.» Se había pellizcado en el brazo un par de veces, muy fuerte, pero lo único que consiguió fue hacerse daño. Al principio intentó contar los días, apuntándolos al despertar y al acostarse, pero allí abajo, dormir y estar despierto se confundían de una manera extraña. Los sueños se convertían en lecciones; las lecciones, en sueños; las cosas sucedían todas a la vez o no sucedían. ¿Acababa de hacer aquello o lo había soñado?

—Solo un hombre entre mil nace cambiapieles —le dijo un día lord Brynden, después de que Bran aprendiera a volar—, y solo un cambiapieles entre mil nace verdevidente.

—Creía que los verdevidentes eran los magos de los hijos del bosque —dijo Bran—. Quiero decir, los cantores.

—En cierta forma, así es. Aquellos a quienes llamáis los hijos del bosque tienen los ojos dorados como el sol, pero una vez cada mucho tiempo nace uno con los ojos rojos como la sangre, o verdes como el musgo que cubre los árboles en el corazón del bosque. Son señales con las que los dioses marcan a los elegidos para recibir el don. No son muy robustos, y sus años de vida en la tierra son pocos, ya que cada canción debe tener su propio equilibrio. Pero cuando se unen con la madera duran mucho tiempo. Mil ojos, cien pieles y una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. Verdevidentes.

Bran no entendía nada, así que les preguntó a los Reed.

—¿Te gustan los libros? —replicó Jojen.

—Algunos. Me gustan las historias de batallas. A mi hermana Sansa le gustan las de besos, pero a mí me parecen una bobada.

—Un lector vive mil vidas antes de morir —dijo Jojen—. Aquel que nunca lee vive solo una. Los cantores del bosque no tenían libros. Ni tinta, ni pergaminos, ni escritura. Solo tenían árboles; sobre todo arcianos. Cuando morían se hacían uno con la madera, las hojas, los troncos y las raíces, y así los árboles recordaban. Todas sus canciones, hechizos, historias y oraciones: todo lo que sabían del mundo. Los maestres te dirán que los arcianos son sagrados para los antiguos dioses, pero los cantores consideran que los arcianos son los antiguos dioses. Al morir se convierten en parte de esa divinidad.

—¿Van a matarme? —preguntó Bran con los ojos muy abiertos.

—No —contestó Meera—. Estás asustándolo, Jojen.

—No es él quien debería tener miedo.

La luna estaba llena, redonda. Verano merodeaba por el bosque silencioso, una sombra alargada, gris, cada vez más escuálida, pues era imposible encontrar presas vivas. En la entrada de la cueva seguía habiendo un guardia que impedía el paso a los muertos. Casi todos habían quedado enterrados por la nieve, pero aún seguían ahí, escondidos, congelados, a la espera. Llegaron más cosas muertas a reunirse con ellos, cosas que habían sido hombres, mujeres y hasta niños. Había cuervos muertos posados en las ramas peladas y marrones, con las alas cubiertas de hielo. Un oso de las nieves enorme y esquelético salió de la espesura. Tenía media cabeza desprendida y se le veía el cráneo. Verano y su manada cayeron sobre él y lo despedazaron. Después se dieron un banquete, aunque la carne estaba podrida y medio congelada, y aún se movía mientras lo devoraban.

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