Danza de dragones (150 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Un enorme clamor acogió sus palabras. El capitán asintió, con semblante adusto; y luego mandó subir a cubierta a las siete muchachas que había seleccionado, las más hermosas que habían encontrado a bordo de la
Doncella Dispuesta.
Las besó a todas en las mejillas y les dijo que les esperaba un gran honor, aunque no entendieron ni palabra. Después ordenó que las subieran al queche pesquero que habían capturado, soltaran las amarras y le prendieran fuego.

—Con esta ofrenda de belleza e inocencia honramos a ambos dioses —proclamó mientras los barcos de guerra de la Flota de Hierro pasaban remando junto al queche en llamas—. Que estas jóvenes renazcan en la luz, libres de toda mácula de lujuria terrenal, o que desciendan a las acuosas estancias del Dios Ahogado para disfrutar de festines, bailes y risas hasta que se sequen los mares.

Casi al final, antes de que el mar se tragara el queche humeante, a Victarion Greyjoy le pareció que los gritos de las siete muchachas se convertían en una canción de gozo y dicha. Entonces se levantó un fuerte viento, un viento que hinchó las velas y los empujó velozmente hacia el noreste y luego de nuevo hacia el norte, rumbo a Meereen y a sus pirámides de ladrillos multicolores.

«Vuelo hacia ti sobre las alas de una canción, Daenerys», pensó el capitán del hierro.

Aquella noche pidió por primera vez que le llevaran el cuerno para dragones que había encontrado Ojo de Cuervo en las humeantes tierras baldías de la gran Valyria. Era un objeto retorcido, de dos varas de largo, de un color negro lustroso, adornado con bandas de acero valyrio oscuro y oro bruñido.

«El cuerno infernal de Ojo de Cuervo.» Victarion lo recorrió con los dedos. Era tan cálido y suave como las caderas de la mujer de piel oscura, y brillaba tanto que veía el reflejo distorsionado de sus facciones en las negras profundidades. Las bandas que lo rodeaban tenían grabados extraños símbolos arcanos. Morroqo los llamaba
glifos valyrios,
pero eso era todo lo que sabía Victarion.

—¿Qué pone aquí?

—Muchas cosas. —El sacerdote negro señaló una banda dorada—. Este es el nombre del cuerno: «Yo soy
Atadragones».
¿Habéis escuchado su sonido en alguna ocasión?

—Una vez. —Un mestizo de su hermano había hecho sonar el cuerno infernal durante la asamblea de sucesión, en Viejo Wyk. Era un hombre monstruosamente grande de cabeza rapada, y se adornaba los musculosos brazos con brazaletes de oro, azabache y jade; también lucía un enorme halcón tatuado en el pecho—. El sonido que emitió…, no sé cómo explicarlo…, quemaba. Era como si me ardieran los huesos, como si me quemaran la carne desde dentro. Esos símbolos brillaron, primero como fuego rojo y después como fuego blanco, y dolía hasta mirarlos. Parecía que aquel sonido no iba a cesar jamás; era como una especie de aullido sin fin, como mil gritos fundidos en uno.

—¿Qué le ocurrió al hombre que sopló el cuerno?

—Murió. Los labios se le llenaron de ampollas. Su ave también sangraba. —El capitán se golpeó el pecho—. El halcón que llevaba aquí. Todas las plumas supuraban sangre. Me dijeron que el hombre estaba completamente quemado por dentro, pero puede que fuera un cuento.

—Era la verdad. —Morroqo dio la vuelta al cuerno infernal para examinar las extrañas letras que reptaban a lo largo de la segunda banda dorada—. Aquí lo pone: «Ningún mortal me hará sonar y seguirá con vida».

«Los regalos de Euron siempre están envenenados.» Victarion caviló con amargura sobre la traición entre hermanos.

—Ojo de Cuervo me juró que este cuerno sometería a los dragones a mi voluntad, pero ¿de qué me sirve si el precio es la muerte?

—Vuestro hermano no hizo sonar el cuerno personalmente. No lo hagáis vos. —Morroqo señaló la banda de acero—. Aquí pone: «Sangre por fuego, fuego por sangre». Da igual quién sople el cuerno; los dragones acudirán a su dueño. Debéis hacerlo vuestro. Con sangre.

La niña fea

Aquella noche se reunieron bajo el templo once sirvientes del Dios de Muchos Rostros, más de los que nunca había visto juntos. Los únicos que entraron por la puerta fueron el señor menor y el hombre gordo; los demás llegaron por pasadizos secretos, a través de túneles y pasajes. Vestían sus túnicas blancas y negras, pero cuando se sentaron, todos se quitaron la capucha para dejar al descubierto el rostro que habían elegido aquel día. Las sillas altas, al igual que las puertas del templo que se alzaba sobre ellos, eran de ébano y de arciano. Las de ébano llevaban, en la parte trasera del respaldo, una incrustación de arciano con un rostro tallado, y las de arciano, un rostro tallado en ébano.

Un acólito montaba guardia en un rincón con una frasca de vino tinto. A ella le había tocado el agua. Cuando algún devoto quería beber, alzaba la vista o movía un dedo, y uno de ellos, o los dos, acudía a llenarle la copa. Pero la mayor parte del tiempo estaban allí de pie, a la espera de miradas que no llegaban nunca.

«Estoy esculpida en piedra —se recordó—. Soy una estatua, como los señores del mar que se alzan a lo largo del Canal de los Héroes.» La jarra de agua pesaba mucho, pero tenía los brazos fuertes.

Los sacerdotes se comunicaban en el idioma de Braavos, aunque en una ocasión, tres de ellos se pusieron a discutir acaloradamente en alto valyrio. La niña lo entendía casi todo, pero hablaban en voz baja y no siempre alcanzaba a distinguir las palabras.

—Conozco a este hombre —dijo un sacerdote con la cara marcada por la peste.

—Conozco a este hombre —repitió el hombre gordo mientras ella le servía agua.

—Yo no lo conozco —intervino el hombre guapo—. Yo le haré entrega del don.

Más tarde, el bizco dijo lo mismo de otra persona.

Pasadas tres horas de vino y conversación, se marcharon todos los sacerdotes menos el hombre bondadoso, la niña abandonada y el de las marcas de peste. Había perdido el pelo y tenía las mejillas llenas de llagas supurantes; le goteaba sangre de un agujero de la nariz, y también tenía sangre seca en las comisuras de los ojos.

—Nuestro hermano quiere hablar contigo, niña —le dijo el hombre bondadoso—. Si quieres, siéntate.

Se sentó en una silla de arciano con rostro de ébano. Las llagas supurantes no le inspiraban temor: llevaba demasiado tiempo en la Casa de Blanco y Negro para asustarse de un rostro falso.

—¿Quién eres? —le preguntó el hombre de la peste cuando se quedaron a solas.

—Nadie.

—No es verdad. Eres Arya de la casa Stark, la que se muerde el labio y no sabe mentir.

—Esa fui. Ya no lo soy.

—¿Para qué estás aquí, mentirosa?

—Para servir. Para aprender. Para cambiar de cara.

—Cambia primero tu corazón. El don del Dios de Muchos Rostros no es ningún juego de niños. Serías capaz de matar por motivos propios, por placer. ¿Lo niegas?

—Lo… —Se mordió el labio, y el hombre la abofeteó. Le ardía la mejilla, pero sabía que se lo había ganado—. Gracias. —Unas cuantas bofetadas más y dejaría de morderse el labio. La que se mordía el labio era Arya, no la loba nocturna—. Lo niego.

—Mientes. Veo la verdad en tus ojos. Tienes ojos de lobo y te gusta la sangre.

«Ser Gregor —pensó sin poder contenerse—. Dunsen, Raff el Dulce, ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei.» Sabía que, si decía algo, tendría que mentir, de modo que guardó silencio.

—Me han dicho que fuiste una gata que rondaba por los callejones y olía a pescado, que vendía berberechos y mejillones. Llevabas una vida insignificante, lo adecuado para una criatura insignificante como tú. Solo tienes que pedirlo y te la devolveremos. Empujarás la carretilla, pregonarás tus berberechos y serás feliz. Tienes el corazón demasiado blando para ser una de nosotros.

«Quiere echarme.»

—No tengo corazón; solo un agujero. He matado a mucha gente. Puedo matar, si es lo que queréis de mí.

—¿Te gustaría?

—Puede. —No conocía la respuesta.

—Entonces, este no es tu lugar. En esta casa, la muerte no es plato de gusto. No somos guerreros, soldados ni jaques henchidos de arrogancia. No matamos para servir a un señor ni para llenarnos la bolsa, y tampoco por vanidad. Nunca otorgamos el don por placer ni decidimos a quiénes matamos. Solo somos sirvientes del Dios de Muchos Rostros.

—Valar dohaeris.
—«Todo hombre tiene que servir.»

—Las palabras te las sabes, pero tienes demasiado orgullo para servir. Un sirviente tiene que obedecer con humildad.

—Obedezco. Puedo ser más humilde que nadie.

—No me cabe duda de que serías la mismísima diosa de la humildad —dijo con una risita—. Pero ¿estás dispuesta a pagar el precio?

—¿Qué precio?

—El precio eres tú. El precio es todo lo que tienes y todo lo que puedas esperar tener. Te quitamos los ojos y te los devolvimos. Te quitaremos las orejas y caminarás en silencio. Nos darás las piernas y te arrastrarás. No serás hija de nadie, esposa de nadie ni madre de nadie. Tu nombre será un embuste, y ni la cara que lleves será la tuya.

Estuvo a punto de morderse el labio otra vez, pero se contuvo a tiempo.

«Mi rostro es un estanque oscuro, lo oculta todo, no muestra nada.» Pensó en todos los nombres que había tenido: Arry, Comadreja, Perdiz, Gata de los Canales… Pensó en Arya Caracaballo, la niña idiota de Invernalia. Los nombres no tenían importancia.

—Estoy dispuesta a pagar el precio. Dadme un rostro.

—Los rostros hay que ganárselos.

—Decidme cómo.

—Entregando cierto don a cierto hombre. ¿Serás capaz?

—¿A qué hombre?

—A uno que no conoces.

—Hay mucha gente a la que no conozco.

—Pues está entre ellos. Un desconocido. Alguien a quien no odias, alguien a quien no quieres, alguien a quien nunca has visto. ¿Lo matarás?

—Sí.

—En ese caso, mañana volverás a ser Gata de los Canales. Ponte esa cara, escucha y obedece. Y entonces veremos si realmente eres digna de servir al Dios de Muchos Rostros.

De modo que al día siguiente volvió a la casa del canal, con Brusco y sus hijas. Brusco abrió mucho los ojos al verla, y a Brea se le escapó una exclamación.

—Valar morghulis
—saludó Gata.

—Valar dohaeris
—respondió Brusco. Y con eso, fue como si nunca se hubiera marchado.

Más entrada aquella misma mañana, cuando empujaba la carretilla por las calles empedradas que se extendían ante el puerto Púrpura, vio por primera vez al hombre al que debía matar. Era un anciano; pasaba con mucho de la cincuentena.

«Ha vivido demasiado —trató de decirse—. ¿Por qué va a disponer de tantos años cuando mi padre tuvo tan pocos?» Pero Gata de los Canales no tenía padre, así que desechó el pensamiento.

—¡Berberechos, mejillones, almejas! —voceó Gata al pasar junto a él—. ¡Ostras y langostinos, navajas gordas! —Hasta sonrió al hombre; a veces le bastaba con una sonrisa para que se detuvieran y le compraran algo. Pero no le devolvió el gesto, sino que la miró con el ceño fruncido y siguió su camino, atravesando un charco. El agua salpicó los pies de la niña.

«Es antipático —pensó mientras lo veía alejarse—. Tiene cara de ser cruel y malvado.» El viejo tenía nariz afilada y ganchuda; los labios, finos, y los ojos, pequeños y muy juntos. Ya peinaba muchas canas, pero su barbita puntiaguda seguía siendo negra. Supuso que se la teñía, y se preguntó por qué no se había cambiado también el color del pelo. Caminaba algo encorvado, con un hombro más alto que el otro.

—Es una mala persona —anunció aquella noche cuando volvió a la Casa de Blanco y Negro—. Tiene labios crueles, ojos antipáticos y barba de malvado.

—Es una persona como otra cualquiera, con sus luces y sus sombras —replicó el hombre bondadoso con una risita—. No te corresponde a ti juzgarlo.

Aquello hizo que la niña se detuviera un momento para pensar.

—¿Lo han juzgado los dioses?

—Puede que algunos, sí. ¿Para qué sirven los dioses, si no es para juzgar a los hombres? Pero el Dios de Muchos Rostros no sopesa el alma de las personas. Entrega su don a los mejores y a los peores por igual. De lo contrario, los hombres justos vivirían eternamente.

Al día siguiente, mientras estaba observándolo disimuladamente desde detrás de la carretilla, Gata llegó a la conclusión de que lo más espeluznante del viejo eran las manos. Tenía los dedos largos y huesudos, y no paraba de moverlos: se rascaba la barba, se hurgaba una oreja, tamborileaba con ellos en la mesa… No se estaban quietos nunca, nunca, nunca.

«Esas manos son como dos arañas blancas.» Cuanto más le miraba las manos, más odio sentía hacia ellas.

—Mueve demasiado las manos —comentó en el templo—. Debe de tener mucho miedo. El don le dará la paz.

—El don da la paz a todo hombre.

—Cuando lo mate, me mirará a los ojos y me lo agradecerá.

—Eso querrá decir que has fracasado. Sería mucho mejor que no llegara a reparar en ti.

El viejo era comerciante o algo parecido, concluyó Gata tras observarlo durante unos días. Su negocio estaba relacionado con el mar, aunque nunca lo había visto pisar un barco. Mataba el tiempo en un garito de sopas cercano al puerto Púrpura, con un tazón de caldo de cebolla que se le quedaba frío en la mesa mientras repasaba papeles, ponía sellos de lacre y hablaba en tono brusco con un desfile de capitanes, navieros y otros comerciantes; ninguno de los cuales parecía buscar su presencia por gusto.

Pero le llevaban dinero: bolsas de cuero llenas de oro, plata y las monedas cuadradas de hierro de Braavos. El anciano lo contaba con sumo cuidado: clasificaba las monedas en pulcros montones y las mordía sin molestarse en mirarlas, siempre con el lado izquierdo de la boca, en el que conservaba todos los dientes. De cuando en cuando hacía girar una en la mesa y escuchaba el sonido que hacía al detenerse.

Una vez contadas y comprobadas todas las monedas, el viejo garabateaba algo en un pergamino, lo sellaba y se lo entregaba al visitante, o bien negaba con la cabeza y le devolvía las monedas. En el segundo caso, el otro se iba congestionado y furioso, o pálido y asustado.

—Le pagan oro y plata, y él no les da más que cosas escritas. —Gata no comprendía nada—. ¿Son idiotas o qué?

—Puede que algunos. Casi todos son cautelosos, nada más. Otros intentan engañarlo, pero no es fácil.

—¿Qué les vende? No lo entiendo.

—A cada uno le escribe un contrato. Si resulta que su barco naufraga por culpa de una tormenta o lo capturan los piratas, se compromete a pagar una parte de la nave y su contenido.

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