«¿Los dragones podrán excavar túneles en la roca, como los gusanos de fuego de la antigua Valyria?» Esperaba que no.
—Tenía… tenía entendido que eran tres. —El príncipe dorniense se había puesto blanco como la leche.
—Drogon está de caza. —No creyó necesario explicarle el resto—. El blanco es Viserion; el verde, Rhaegal. Los llamé así por mis hermanos. —La voz despertaba ecos en las abrasadas paredes de piedra. Sonaba insignificante: la voz de una niña, no la voz de una reina conquistadora ni la voz alegre de una recién casada.
Rhaegal respondió con un rugido y la fosa se llenó de fuego, una lanza roja y amarilla. Viserion rugió a su vez, con llamas naranja y doradas. Cuando batió las alas, el aire se convirtió en una nube de ceniza gris. Las cadenas rotas le repiqueteaban en torno a las patas. Quentyn Martell retrocedió de un salto.
Alguien más cruel podría haberse reído, pero Dany le apretó la mano.
—A mí también me asustan; no hay de qué avergonzarse. En la oscuridad, mis hijos se han vuelto asilvestrados y furiosos.
—¿Vais…? ¿Vais a montarlos?
—Solo a uno. Todo lo que sé de los dragones es lo que me contó mi hermano cuando era pequeña, y algunas cosas que he leído, pero se dice que ni siquiera Aegon el Conquistador se atrevía a montar a Vhagar ni a Meraxes, ni sus hermanas a montar a Balerion, el Terror Negro. Los dragones viven más que los hombres, algunos durante cientos de años, así que Balerion tuvo otros jinetes tras la muerte de Aegon…, pero ningún jinete montó jamás a dos dragones.
Viserion volvió a sisear; le salía humo entre los dientes y en el fondo de su garganta se veía el fuego agitándose.
—Son… son criaturas aterradoras.
—Son dragones, Quentyn. —Dany se puso de puntillas y lo besó con suavidad, una vez en cada mejilla—. Igual que yo.
—Yo… también tengo sangre de dragón, vuestra alteza. —El joven príncipe tragó saliva—. Puedo trazar mi linaje hasta la primera Daenerys, la princesa Targaryen hermana del rey Daeron el Bueno y esposa del príncipe de Dorne, que le construyó los Jardines del Agua.
—¿Los Jardines del Agua? —A decir verdad, Dany apenas sabía nada de Dorne ni de su historia.
—Es el palacio preferido de mi padre. Me gustaría enseñároslo algún día. Es de mármol rosa, con estanques y fuentes que miran al mar.
—Suena precioso. —Lo apartó de la fosa. «Este no es su sitio; no tendría que haber venido»—. Deberíais regresar. Temo que mi corte no sea un lugar seguro para vos. Tenéis más enemigos de los que creéis; dejasteis en ridículo a Daario, y no es hombre que olvide semejante desaire.
—Tengo a mis caballeros, mis escudos juramentados.
—Tenéis dos caballeros; Daario tiene quinientos cuervos de tormenta.
Y también deberíais guardaros de mi señor esposo. Parece afable y cordial, lo sé, pero no os dejéis engañar: la corona de Hizdahr proviene de la mía y cuenta con la lealtad de los guerreros más temibles del mundo; si alguno de ellos quisiese ganar su favor eliminando a un rival…
—Soy príncipe de Dorne, vuestra alteza. No pienso huir de esclavos y mercenarios.
«Entonces eres tonto de verdad, príncipe Rana. —Dany contempló a sus feroces hijos por última vez. Los oyó bramar mientras conducía al chico hacia la puerta y vio el juego de la luz en los ladrillos, el reflejo de los fuegos—. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida.»
—Ser Barristan habrá pedido sillas de mano para devolvernos al banquete, pero la subida seguirá siendo tediosa. —Tras ellos, las grandes puertas de hierro se cerraron con un estruendo—. Habladme de la otra Daenerys. No conozco la historia del reino de mi padre como debería; nunca tuve un maestre que me instruyese.
«Solo un hermano.»
—Será un placer, vuestra alteza.
Ya era bien pasada la medianoche cuando se fueron los últimos invitados y Dany se retiró a sus aposentos para reunirse con su rey y señor. Al menos él estaba contento, si bien algo borracho.
—He cumplido mi promesa —le dijo Hizdahr mientras Irri y Jhiqui los preparaban para la cama—. Querías la paz y la has conseguido.
«Y tú querías sangre y tendré que dártela muy pronto», pensó Dany.
—Te estoy agradecida.
La emoción del día había inflamado la pasión de su esposo. En cuanto se retiraron las doncellas, le desgarró el camisón y la tumbó de espaldas en la cama. Dany lo rodeó con los brazos y le dejó hacer; borracho como estaba, no aguantaría mucho tiempo dentro de ella. Así fue.
—Quieran los dioses que esta noche hayamos hecho un hijo —le susurró Hizdahr al oído cuando terminó.
«Cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el este; cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento; cuando tu vientre vuelva a agitarse y des a luz un niño vivo.» Las palabras de Mirri Maz Duur le resonaban en la cabeza. El significado estaba claro era tan probable que Khal Drogo volviese de la muerte como que ella concibiese. Pero había secretos que no se podían compartir, ni siquiera con el cónyuge, así que dejó a Hizdahr zo Loraq con sus esperanzas.
Su noble esposo no tardó en quedarse profundamente dormido, pero Daenerys solo fue capaz de dar vueltas y vueltas a su lado. Quería sacudirlo, despertarlo, obligarlo a abrazarla, besarla, follarla otra vez… Pero de todas formas, volvería a dormirse y dejarla sola a oscuras. Se preguntó qué estaría haciendo Daario. ¿Se sentiría igual de inquieto? ¿Pensaría en ella? ¿La amaba de verdad? ¿La odiaba por haberse casado con Hizdahr?
«Nunca debí llevármelo a la cama. —No era más que un mercenario, indigno de ser consorte de una reina; sin embargo…—. Siempre lo supe, pero me lo llevé a la cama de todos modos.»
—¿Mi reina? —dijo una voz queda en la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —Dany se estremeció.
—Solo Missandei. —La escriba naathi se acercó a la cama—. Una os ha oído llorar.
—¿Llorar? No estaba llorando. ¿Por qué iba a llorar? Tengo la paz, tengo a mi rey, tengo todo lo que puede desear una reina. Has tenido una pesadilla, eso es todo.
—Como digáis, alteza. —Se inclinó e hizo ademán de irse.
—Quédate —le pidió Dany—. No quiero estar sola.
—Su alteza está con vos —señaló Missandei.
—Su alteza duerme, pero yo no puedo. Por la mañana me espera un baño de sangre; el precio de la paz. —Sonrió con languidez y dio unos golpecitos en la cama—. Ven, siéntate. Habla conmigo.
—Como deseéis. —Missandei se sentó junto a ella—. ¿De qué queréis hablar?
—De tu casa —contestó Dany—. De Naath. De mariposas y hermanos. Háblame de lo que te hacía feliz, de lo que te hacía reír, de tus recuerdos más queridos; recuérdame que quedan cosas buenas en el mundo.
Missandei hizo todo lo posible. Seguía hablando cuando Dany se quedó dormida por fin, para soñar sueños extraños y difusos de humo y fuego.
La mañana llegó demasiado pronto.
El día transcurrió igual que Stannis: sin que nadie lo viera aparecer.
Invernalia llevaba horas despierta, con las almenas y las torres rebosantes de hombres ataviados con prendas de lana, malla y cuero, esperando un ataque que no llegaba. El cielo ya clareaba cuando se disipó el sonido de los tambores, aunque los cuernos se dejaron oír tres veces más, un poco más cerca en cada ocasión. Y la nieve no dejaba de caer.
—La tormenta terminará hoy —insistió uno de los mozos de cuadra que habían sobrevivido—. ¡Si es que ni siquiera ha llegado el invierno!
De haberse atrevido, Theon se habría echado a reír. Recordaba los cuentos que les contaba la Vieja Tata sobre tormentas que duraban cuarenta días y cuarenta noches, un año, diez años… Tormentas que enterraban castillos, ciudades y reinos enteros bajo cuarenta varas de nieve.
Se sentó al fondo del salón principal, cerca de los caballos, y observó como Abel, Serbal y una lavandera arratonada de pelo castaño a la que llamaban Ardilla devoraban rebanadas de pan duro fritas en manteca de panceta. El desayuno de Theon fue una jarra de cerveza negra, turbia de levadura y tan densa que se podía masticar. Tal vez, con unas cuantas jarras más, el plan de Abel dejaría de parecerle tan demencial.
Roose Bolton llegó muy pálido, entre bostezos, acompañado de Walda la Gorda, su oronda esposa encinta. Lo precedían varios señores y capitanes, entre ellos Umber Mataputas, Aenys Frey y Roger Ryswell. Wyman Manderly ya se había sentado a la mesa y estaba engullendo salchichas y huevos duros; a su lado, el anciano lord Locke se llevaba a la boca desdentada cucharadas de gachas.
Lord Ramsay no tardó en hacer acto de presencia, abrochándose el cinturón de la espada mientras se dirigía a la parte delantera del salón.
«Esta mañana está de un humor de perros —advirtió Theon—. Los tambores no lo han dejado dormir en toda la noche, o tal vez alguien haya incurrido en su ira. —Una palabra inoportuna, una mirada poco meditada, una carcajada a destiempo… Eran muchas las cosas que podían provocar el enfado de su señoría y que le costarían a cualquiera una tira de piel—. Por favor, mi señor, no me mires. —A Ramsay solo le haría falta echarle un vistazo para descubrirlo todo—. Me lo leerá en la cara. Se enterará. Siempre se entera.» Se volvió hacia Abel.
—No va a salir bien. —Hablaba tan bajo que ni siquiera los caballos habrían podido oírlo—. Nos atraparán antes de que salgamos del castillo.
Aunque consigamos huir, lord Ramsay nos dará caza con Ben Huesos y las chicas.
—Lord Stannis está al otro lado de la muralla, y no muy lejos a juzgar por los tambores. Solo tenemos que llegar hasta él. —Los dedos de Abel danzaron sobre las cuerdas del laúd. Tenía la barba castaña, aunque su cabellera larga era canosa—. Si al Bastardo le da por perseguirnos, tal vez viva lo suficiente para lamentarlo.
«Tú créete eso —pensó Theon—. Ten fe. Repítete que es verdad.»
—Ramsay dará caza a tus mujeres —le dijo al bardo—. Las perseguirá, las violará y echará sus cadáveres a los perros. Si le proporcionan una buena caza, puede que ponga sus nombres a la próxima camada de perras. A ti te desollará. Desollador, Damon Bailaparamí y él se lo pasarán en grande contigo, y acabarás por suplicarles que te maten. —Agarró el brazo del bardo con una mano mutilada—. Me juraste que no permitirías que volviera a caer en sus manos. Me diste tu palabra. —Necesitaba escucharlo de nuevo.
—Palabra de Abel —dijo Ardilla—. Firme como un roble.
Abel se limitó a encogerse de hombros.
—Pase lo que pase, mi príncipe.
Arriba, en el estrado, Ramsay estaba discutiendo con su padre. Theon se encontraba demasiado lejos para distinguir las palabras, pero el miedo reflejado en el rostro redondo y rosado de Walda la Gorda lo decía todo. Sí oyó a Wyman Manderly pedir más salchichas, y las risas de Roger Ryswell tras un chiste del manco Harwood Stout.
Se preguntó si vería alguna vez las estancias acuosas del Dios Ahogado, o su fantasma quedaría para siempre en Invernalia.
«Estaré muerto, y nada más. Es mejor que ser Hediondo. —Si el plan de Abel fallaba, Ramsay les proporcionaría una muerte lenta y dolorosa—. Esta vez, me despellejará de los pies a la cabeza, y por mucho que suplique, no le pondrá fin. —Theon no había sentido jamás un dolor comparable al que podía causar Desollador con su cuchillito de desollar. Abel no tardaría en aprender aquella lección, y ¿por qué?—. Jeyne se llama Jeyne, y los ojos están mal. —Una comediante que representaba su papel—. Lord Bolton lo sabe; Ramsay lo sabe, pero los demás están ciegos, todos, hasta este bardo de mierda, con sus sonrisas taimadas. Pues es de ti de quien van a reírse, Abel, y de tus putas asesinas. Vas a morir, y por la chica que no es.»
Había estado a punto de decirles la verdad cuando Serbal lo condujo hasta Abel, en las ruinas de la Torre Quemada, pero se había mordido la lengua en el último momento. El bardo estaba decidido a escapar con la hija de Eddard Stark. Si se enteraba de que la esposa de lord Ramsay no era más que la cría del mayordomo…
Las puertas del salón principal se abrieron de golpe.
Entró una ráfaga de viento gélido, y una nube de cristales de hielo invadió la estancia con un centelleo blanquiazul. Enmedio hizo su entrada ser Hosteen Frey, cubierto de nieve y con un cadáver en brazos. Los hombres de los bancos dejaron en la mesa las tazas y cucharas para contemplar con asombro aquella escena espeluznante. Se hizo el silencio.
«Otro asesinato.»
La nieve se iba desprendiendo de la capa de ser Hosteen a medida que avanzaba hacia la mesa principal; sus pisadas retumbaban contra el suelo. Lo seguía una docena de caballeros y soldados de los Frey, entre ellos, un niño al que Theon conocía bien: Walder el Mayor, que en realidad era el menudo, con cara de raposa y flaco como un palo. Tenía el pecho, los brazos y la capa salpicados de sangre.
El olor alborotó a los caballos, que empezaron a relinchar. Los perros salieron de debajo de las mesas para olisquear. Los hombres se levantaron de los bancos. El cadáver que ser Hosteen llevaba en brazos brillaba a la luz de las antorchas, con su armadura de escarcha rosa: el frío del exterior le había helado la sangre.
—El hijo de mi hermano Merrett. —Hosteen Frey dejó el cadáver en el suelo, ante el estrado—. Sacrificado como un cerdo y enterrado bajo un banco de nieve. ¡Era un niño!
«Walder el Pequeño —pensó Theon—. El grandote. —Miró de reojo a Serbal—. Son seis —recordó—, puede haber sido cualquiera de ellas.» Pero la lavandera captó su mirada.
—No ha sido cosa nuestra —dijo.
—Silencio —avisó Abel.
Lord Ramsay bajó del estrado para ver el cadáver. Su padre se levantó más despacio, con gesto preocupado y solemne.
—Es una traición. —Para variar, Roose Bolton habló con suficiente fuerza para que su voz se oyera en toda la sala—. ¿Dónde habéis encontrado el cadáver?
—Bajo ese torreón que está en ruinas, mi señor —respondió Walder el Mayor—. El de las gárgolas viejas. —El chico llevaba los guantes empapados en la sangre de su primo—. Le dije que no saliera solo, pero me respondió que iba a reunirse con un hombre que le debía muchas monedas de plata.
—¿Qué hombre? —exigió saber Ramsay—. Dame su nombre, chico; señálamelo y te haré una capa con su piel.
—No me lo dijo, mi señor. Solo me dijo que le había ganado a los dados. —El joven Frey titubeó—. Fueron unos hombres de Puerto Blanco, que enseñan a jugar a los dados. No sé cuáles, pero eran de Puerto Blanco.