Danza de dragones (125 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¡Grandes amos! —Su señor esposo se puso en pie y levantó las manos—. En este día, mi reina ha venido a demostrar el amor profundo que siente por su pueblo. Por su gracia y con su aprobación, os ofrezco ahora nuestro arte mortal. ¡Meereen! ¡Que la reina Daenerys oiga tu amor!

Diez mil gargantas rugieron en agradecimiento; luego, veinte mil; luego, todas. No decían su nombre, que pocos sabían pronunciar, sino que gritaban «¡Madre!» en la arcaica lengua muerta de Ghis; la palabra era
mhysa.
Pateaban el suelo, se palmeaban el vientre y gritaban: «Mhysa, Mhysa, Mhysa», hasta que todo el recinto pareció estremecerse.

«No soy vuestra madre —podría haber respondido enmedio del clamor—. Soy la madre de vuestros esclavos, de todos los muchachos que murieron en estas arenas mientras os atiborrabais de langostas con miel.»

—Magnificencia, ¡oíd cómo os aman! —le susurró Reznak.

«No, lo que aman es su arte mortal.» Cuando las ovaciones comenzaron a apagarse, se permitió tomar asiento. El palco estaba a la sombra, pero tenía la cabeza a punto de reventar.

—Jhiqui —llamó—, aguadulce, por favor. Tengo muy seca la garganta.

—Khrazz tendrá el honor de realizar la primera matanza del día —le anunció Hizdahr—. Nunca ha existido mejor luchador.

—Belwas el Fuerte era mejor —protestó Belwas el Fuerte.

Khrazz era meereno, de origen humilde: un hombre alto con una cresta de pelo tieso, negro rojizo. Su adversario era un lancero de piel de ébano de las Islas del Verano cuyas ofensivas mantuvieron a Khrazz a raya durante un rato, pero en cuanto se cerró la distancia, el duelo de lanza contra espada corta fue una simple carnicería. Cuando todo acabó, Khrazz le arrancó el corazón al negro, lo levantó con el brazo extendido, rojo y goteante, y le dio un bocado.

—Khrazz cree que los corazones de hombres valientes lo hacen más fuerte —explicó Hizdahr. Jhiqui murmuró en aprobación. En cierta ocasión, Dany se había comido el corazón de un semental para dar fuerza a Rhaego, su hijo nonato…, pero eso no impidió que la
maegi
lo asesinara en su vientre.

«Tres traiciones conocerás. Esa fue la primera; después llegó la de Jorah, y la de Ben Plumm el Moreno fue la tercera.» ¿La aguardaban aún más traiciones?

—Ah —gritó Hizdahr, satisfecho—. Ahora viene el Gato Moteado. Mira cómo se mueve, mi reina. Es un poema andante.

El rival que había encontrado Hizdahr para su poema andante tenía la altura de Goghor y la corpulencia de Belwas, pero era lento. Estaban luchando a dos pasos del palco de Dany cuando el Gato Moteado le cortó el tendón de la corva a su rival, que cayó de rodillas. El Gato le puso un pie en la espalda, le agarró la cabeza y lo degolló de oreja a oreja. Las arenas rojas bebieron la sangre, el viento barrió sus últimas palabras y la multitud vociferó en aprobación.

—Ha peleado mal y ha muerto bien —juzgó Belwas el Fuerte—. Belwas el Fuerte odia que griten. —Se había terminado las langostas con miel; eructó y tomó un trago de vino.

Qarthienses pálidos, negros de las Islas del Verano, dothrakis de piel cobriza, tyroshis de barba azul, hombres cordero, jogos nhais, hoscos braavosi, semihombres de piel atigrada de las selvas de Sothoros: habían acudido de todos los confines del mundo para morir en el reñidero de Daznak.

—Ese promete mucho, dulzura —comentó Hizdahr cuando apareció un joven lyseno, de larga melena rubia que ondeaba al viento. Pero su adversario lo agarró por esa misma melena, le hizo perder el equilibrio y lo destripó. Muerto parecía aún más joven que cuando sostenía la espada.

—Un niño —se lamentó Dany—. No era más que un niño.

—Dieciséis años —insistió Hizdahr—. Un hombre adulto, que se jugó el pellejo voluntariamente por el oro y la gloria. Mi amable reina, en su sabiduría, ha decretado que hoy no muera ningún niño en Daznak, y así será.

«Otra pequeña victoria. Tal vez no pueda lograr que mi pueblo sea compasivo —se dijo—, pero al menos debo intentar que sea un poco menos mezquino.» También había intentado prohibir los combates entre mujeres, pero Barsena Pelonegro argumentó que tenía tanto derecho como cualquier hombre a arriesgar la vida. También le habría gustado prohibir los disparates, unos combates cómicos en los que se enfrentaban tullidos, enanos y viejas armados con cuchillos, antorchas y martillos; el disparate se consideraba mucho más gracioso cuanto más ineptos fueran los luchadores. Pero Hizdahr la convenció de que el amor de su pueblo sería mayor si reía con él y la hizo transigir aduciendo que, si no fuera por esos juegos, los tullidos, los enanos y las viejas se morirían de hambre.

La tradición dictaba que se sentenciase a los delincuentes a combatir en las arenas. La reina aceptó que se reanudase esa práctica, pero solo para algunos crímenes: se podía obligar a luchar a asesinos, a violadores y a esclavistas del mercado negro, pero no a ladrones ni a deudores.

Los animales seguían estando permitidos. Dany contempló como un elefante se quitaba de encima con facilidad una manada de seis lobos rojos; después llegó el turno del toro contra el oso, en una batalla sangrienta que dejó a ambos animales destrozados y moribundos.

—La carne no se desperdicia —explicó Hizdahr—. Los carniceros utilizan los despojos para hacer un saludable guiso para los hambrientos. Cualquiera que se presente ante las Puertas del Destino recibirá un cuenco.

—Buena ley —reconoció Dany. «De las pocas que tenéis»—. Es una tradición que debemos conservar.

Tras los combates de animales llegó una parodia de batalla: seis hombres a pie contra seis a caballo, los primeros armados con escudo y lanza larga, y los segundos, con
arakh
dothraki. Los supuestos caballeros llevaban cota de malla, mientras que los supuestos dothrakis iban sin armadura. Al principio, los jinetes parecían llevar ventaja: arrollaron a dos enemigos y le cortaron la oreja a un tercero; pero entonces, los caballeros supervivientes atacaron a los caballos, y desmontaron y mataron a los jinetes uno por uno.

—No era un auténtico
khalasar
—sentenció Jhiqui con repugnancia.

—Espero que estos despojos no vayan a parar a tu saludable guiso —dijo Dany mientras retiraban a los caídos.

—Los caballos, sí —contestó Hizdahr—. Los hombres, no.

—La carne de caballo y la cebolla fortalecen —comentó Belwas.

Después de la batalla llegó el primer disparate de la jornada, una justa entre una pareja de enanos, ofrecida por un yunkio que Hizdahr había invitado a los juegos. Uno iba montado en un perro y el otro en una cerda. Las armaduras de madera estaban recién pintadas; una lucía el venado del usurpador Robert Baratheon, y la otra, el león dorado de la casa Lannister, en un claro intento de ganarse el favor de la reina. Las payasadas de los enanos consiguieron que Belwas se desternillara, pero la risa de Dany era débil y forzada.

El enano de la armadura roja se cayó de la silla y se puso a perseguir a la cerda por la arena, mientras el del perro lo seguía al galope azotándole las nalgas con una espada de madera.

—Esto es estúpido y gracioso, pero…

—Ten paciencia, dulzura. Están a punto de soltar los leones.

—¿Leones? —Daenerys le lanzó una mirada interrogante.

—Tres leones. Los enanos no se lo esperan.

—Los enanos llevan espadas y armaduras de madera. ¿Cómo esperas que se enfrenten a los leones? —dijo con gesto indignado.

—Bastante mal —replicó Hizdahr—. Puede que nos sorprendan, pero lo más probable es que se pongan a chillar y a correr intentando salir de la arena: he ahí el disparate.

—¡Lo prohíbo! —La aclaración no le había gustado en absoluto.

—Mi gentil reina, no querrás decepcionar a tu pueblo.

—Me juraste que los luchadores serían adultos que arriesgarían la vida voluntariamente, por oro y por honor. Estos enanos no han accedido a luchar contra leones con espadas de madera. Detenlo. Ahora mismo.

El rey apretó los labios; durante un instante, Dany creyó ver un destello de ira en sus ojos plácidos.

—Como ordenes. —Hizdahr hizo una seña al sobrestante del reñidero—. Nada de leones —ordenó cuando el hombre trotó hacia él, látigo en mano.

—¿Ni uno, Magnificencia? Entonces, ¿dónde está la diversión?

—Mi reina ha hablado: los enanos no sufrirán daño alguno.

—A la muchedumbre no le va a gustar.

—Entonces saca a Barsena, eso los apaciguará.

—Su adoración sabe qué es lo mejor. —El sobrestante hizo restallar el látigo y se puso a gritar órdenes. Se llevaron a los enanos, perro y cerda incluidos, sin miramientos, entre los silbidos de desaprobación de los espectadores, que arrojaban piedras y fruta podrida.

La multitud rugió cuando Barsena Pelonegro entró a zancadas en la arena, desnuda salvo por el calzón y las sandalias. Era alta y morena, de unos treinta años, y se movía con la elegancia salvaje de una pantera.

—Barsena es muy popular —aseguró Hizdahr, al tiempo que el clamor crecía hasta llenar el recinto—. Es la mujer más valiente que he visto.

—No hay que serlo tanto para pelear contra chicas. Para enfrentarse a Belwas el Fuerte sí que hace falta valor —se jactó Belwas el Fuerte.

—Hoy se enfrentará a un jabalí —anunció Hizdahr.

«Sí —caviló Dany—, porque no pudiste encontrar a una mujer que le hiciese frente, por mucho que abultase la bolsa.»

—Y, por lo que veo, no con una espada de madera.

El jabalí era una bestia enorme, con colmillos de la longitud de un antebrazo y ojos pequeños, inundados de rabia. Dany se preguntó si el que había matado a Robert Baratheon tendría un aspecto tan feroz.

«Una muerte terrible a manos de una criatura terrible.» Durante un momento, casi sintió pena por el Usurpador.

—Barsena es muy rápida —le aseguró Reznak—. Bailará con el jabalí, magnificencia, y le lanzará tajos cuando pase a su lado. Estará bañado en sangre antes de caer, ya verás.

Comenzó tal como dijo: el jabalí cargó y Barsena se apartó de un giro, con la hoja centelleando como la plata al sol.

—Necesita una lanza —intervino ser Barristan cuando Barsena saltó para esquivar el segundo ataque del animal—. Esa no es manera de enfrentarse a un jabalí. —Sonaba como un abuelo quisquilloso, como decía siempre Daario.

«Es más listo que los toros —comprendió Dany. La espada de Barsena se iba tornando roja, pero el jabalí tardó poco en dejar de embestir—. No va a seguir atacando.»

Barsena también llegó a la misma conclusión. Profiriendo gritos, fue acercándose al jabalí, pasándose el cuchillo de una mano a otra. Cuando la bestia retrocedió, maldijo y le lanzó un tajo al hocico con intención de provocarlo… y lo consiguió. En aquella ocasión, el salto se demoró un instante, y un colmillo le desgarró la pierna izquierda de la rodilla a la entrepierna.

Treinta mil gargantas gimieron a la vez. Barsena se agarró la pierna destrozada, dejó caer el cuchillo e intentó apartarse cojeando, pero no se había alejado ni dos pasos cuando el jabalí embistió de nuevo. Dany apartó la mirada.

—¿Te ha parecido lo bastante valiente? —le preguntó a Belwas el Fuerte por encima del griterío que resonaba en la arena.

—Pelear con cerdos es de valientes, pero gritar tanto, no. A Belwas el Fuerte le hace daño en los oídos. —El eunuco se frotó el estómago hinchado, surcado de cicatrices viejas y blancuzcas—. También le da dolor de tripa.

El jabalí hundió el hocico en las entrañas de Barsena y se puso a hozar. El olor colmó la capacidad de aguante de la reina. El calor, las moscas, el vocerío de la multitud…

«No puedo respirar.» Se levantó el velo y dejó que se lo llevase el viento. También se quitó el
tokar;
las perlas entrechocaron cuando se desenrolló la seda.

—¿
Khaleesi?
—dijo Irri—. ¿Qué hacéis?

—Quitarme las orejas largas. —Una docena de hombres con espontones irrumpió en la arena para alejar al animal del cadáver y devolverlo al redil. El sobrestante del reñidero iba entre ellos, con un látigo de púas. Cuando fustigó al jabalí, la reina se levantó—. Ser Barristan, ¿podéis devolverme sana y salva a mi jardín?

—Aún quedan cosas. —Hizdahr parecía confuso—. Un disparate, seis viejas y tres combates más. ¡Belaquo contra Goghor!

—Ganará Belaquo —afirmó Irri—. Lo sabe todo el mundo.

—No lo sabe nadie —protestó Jhiqui—. Belaquo morirá.

—Uno u otro va a morir —las atajó Dany—, y el que viva morirá cualquier otro día. Esto ha sido un error.

—Belwas el Fuerte ha comido demasiadas langostas. —El mareo se dibujaba en el ancho rostro de Belwas—. Belwas el Fuerte necesita leche.

—Magnificencia —dijo Hizdahr, sin prestar atención al eunuco—, el pueblo de Meereen ha acudido a celebrar nuestra unión. Ya has oído las aclamaciones; no desprecies su amor.

—Aclamaban mis orejas largas, no a mí. Sácame de este matadero, esposo. —A sus oídos llegaban los gruñidos del jabalí, los gritos de los lanceros y el restallido del látigo del sobrestante.

—No, mi dulce señora. Quédate un rato, para presenciar el disparate y un combate más. Cierra los ojos; nadie se dará cuenta. Estarán mirando a Goghor y a Belaquo. No es momento de… —Una sombra le cruzó el rostro.

Se apagaron los gritos y el tumulto; millares de voces se acallaron; todos se volvieron hacia el cielo. Un viento cálido rozó las mejillas de Dany y, por encima de los latidos de su corazón, oyó un batir de alas. Dos lanceros huyeron en busca de refugio; el sobrestante se quedó petrificado; el jabalí, gruñendo, regresó junto a Barsena; Belwas el Fuerte gimió y cayó de rodillas.

El dragón describió un círculo por encima de ellos, una silueta oscura que se recortaba en el cielo iluminado por el sol. Tenía las escamas negras, y los ojos, los cuernos y la columna, rojos como la sangre. Siempre había sido el mayor de los tres, pero en libertad había crecido más todavía. Las alas, negras como el azabache, tenían una envergadura de ocho varas. Las batió una vez mientras sobrevolaba el reñidero, y el sonido fue atronador. El jabalí levantó la cabeza con un gruñido… y el fuego lo envolvió con llamas rojinegras. Dany sintió la oleada de calor a once pasos de distancia. Los alaridos de agonía del animal parecían casi humanos. Drogon aterrizó sobre los despojos y hundió las garras en la carne humeante; cuando se puso a comer, no hizo distinción entre Barsena y el jabalí.

—¡Por todos los dioses! —gimió Reznak—. ¡Se la está comiendo! —El senescal se tapó la boca. Belwas el Fuerte profirió unas ruidosas arcadas. Una singular mirada cruzó el rostro alargado y pálido de Hizdahr zo Loraq: en parte miedo, en parte lujuria y en parte éxtasis; se humedeció los labios. Dany alcanzaba a ver a los Pahl subiendo en tropel por la escalera, agarrándose el
tokar
y tropezando con los flecos en su prisa por alejarse.

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