—Ahora, ¿qué? —gritó a Acebo—. ¿Adónde vamos? ¿Cómo salimos de aquí?
La rabia dibujada en el rostro de Acebo se transformó en espanto.
—Oh, no, mierda puta. La cuerda. —Dejó escapar una risa histérica—. La cuerda la tiene Frenya. —De pronto soltó un gruñido y se llevó las manos a la tripa, de donde acababa de brotarle una saeta. La agarró, y la sangre le corrió entre los dedos—. Arrodillados, en la muralla interior… —dijo entre jadeos y, en aquel momento, otra saeta apareció en su pecho. Fue a agarrarse a la almena y cayó. La nieve que había soltado la enterró en un lecho mullido.
Se oyeron más gritos a la izquierda. Jeyne Poole se había quedado con la vista fija en Acebo, que yacía en una manta blanca que iba tiñéndose de rojo. Theon sabía que, en la muralla interior, los ballesteros estarían preparándose para disparar de nuevo. Miró hacia la derecha, pero por allí también se acercaban hombres corriendo con la espada desenvainada.
«Stannis —pensó, aterrado—. Stannis es nuestra única esperanza. Tenemos que llegar a él.»
El viento aullaba, y la chica y él estaban atrapados.
Restalló una ballesta. La saeta pasó de largo a un palmo de él, atravesando la nieve helada de la almena más cercana. No había ni rastro de Abel, Serbal, Ardilla ni las demás. Estaba solo con la niña.
«Si nos cogen con vida, nos entregarán a Ramsay.»
Theon agarró a Jeyne por la cintura y saltó.
El cielo era de un azul despiadado, sin el menor rastro de nubes.
«Los ladrillos tardarán poco en recalentarse con este sol —pensó Dany—. Abajo, en la arena, los luchadores notarán el calor a través de las suelas de las sandalias.»
Jhiqui le quitó la túnica de seda e Irri la ayudó a entrar en el estanque. La luz del sol naciente resplandecía en el agua, quebrada por la sombra del caqui.
—Aunque haya que abrir las arenas de combate, ¿es necesaria la presencia de vuestra alteza? —preguntó Missandei mientras le lavaba el pelo.
—Medio Meereen acudirá a verme.
—Alteza —dijo Missandei—, una pide permiso para decir que medio Meereen acudirá para ver a hombres que mueren desangrados.
«Tiene razón —reconoció la reina—, pero da igual.»
Poco después, Dany estaba tan limpia como podía estar. Se puso en pie, salpicando a su alrededor, y el agua le corrió por las piernas y le perló el pecho mientras el sol ascendía en el cielo; pronto, su pueblo estaría congregado. Habría preferido quedarse todo el día flotando en el estanque perfumado, comer fruta helada en bandejas de plata y soñar con una casa con la puerta roja, pero la reina no era su propia dueña: pertenecía a su pueblo.
—
Khaleesi,
¿qué
tokar
queréis poneros hoy? —preguntó Irri mientras Jhiqui la secaba con una toalla suave.
—El de seda amarilla. —La reina de los conejos no podía aparecer sin sus orejas largas. La seda amarilla era fresca y ligera, y en el reñidero haría un calor abrasador. Las arenas rojas quemarían la planta de los pies a los que estaban a punto de morir—. Con el velo rojo largo por encima. —El velo impediría que el viento le llenase la boca de arena, y el color rojo ocultaría cualquier salpicadura de sangre.
Mientras una le cepillaba el pelo y otra le pintaba las uñas, Jhiqui e Irri charlaban alegremente sobre los combates de la jornada.
—Alteza —Missandei había regresado—, el rey solicita que os reunáis con él cuando estéis vestida, y ha venido el príncipe Quentyn con los dornienses: ruegan que les concedáis audiencia, si os complace.
«Pocas cosas me complacerán en este día.»
—En otro momento.
En la base de la Gran Pirámide los esperaba ser Barristan junto a un ornamentado palanquín abierto, rodeado de bestias de bronce.
«Ser Abuelo», pensó Dany. Pese a su edad, se veía alto y apuesto con la armadura que le había regalado.
—Preferiría que hoy os acompañasen vuestros guardias inmaculados, alteza —dijo el anciano mientras Hizdahr iba a saludar a su primo—. Muchas de estas bestias de bronce son libertos que no han demostrado su valía. —«Y los demás, meereenos de lealtad dudosa», parecía añadir sin palabras. Selmy desconfiaba de todos los meereenos, incluidos los cabezas afeitadas.
—Y seguirán sin demostrarla hasta que les demos la oportunidad.
—La máscara puede ocultar muchas cosas, alteza. El hombre de la máscara de búho ¿es el mismo búho que os guardó ayer y anteayer? ¿Cómo podemos saberlo?
—¿Cómo pretendemos que Meereen confíe en las Bestias de Bronce si yo no muestro confianza? Tras esas máscaras hay hombres buenos y valientes; pongo mi vida en sus manos. —Dany le sonrió—. Creo que os preocupáis demasiado. Os tengo a vos a mi lado, ¿qué otra protección necesito?
—Soy viejo, vuestra alteza.
—Belwas el Fuerte también estará conmigo.
—Como digáis. —Ser Barristan bajó la voz—. Alteza, hemos liberado a esa mujer, Meris, tal como ordenasteis. Antes de marcharse, quería hablar con vos, y me reuní con ella en vuestro nombre. Sostiene que la intención del Príncipe Desharrapado era, desde el principio, unir a los Hijos del Viento a vuestra causa; que la envió para que negociara con vos en secreto, pero los dornienses los desenmascararon y los traicionaron antes de que pudiera abordaros.
«Traición sobre traición —meditó la reina, cansada—. ¿Es que no acabará nunca?»
—¿Hasta qué punto la creéis?
—No me creo ni una palabra, alteza, pero eso dijo.
—¿Se pasarán a nuestro lado, si es necesario?
—Según ella, sí, pero a cambio de un precio.
—Pagadlo. —Meereen necesitaba hierro, no oro—. El Príncipe Desharrapado no se conforma con dinero, alteza: Meris afirma que pide Pentos.
—¿Pentos? —Entornó los ojos—. ¿Cómo voy a darle Pentos? Está a medio mundo de distancia.
—Meris ha dado a entender que no le importa esperar hasta que marchemos sobre Poniente.
«¿Y qué pasa si ese día no llega nunca?»
—Pentos pertenece a los pentoshis. Además, el Magíster Illyrio está en Pentos; él fue quien concertó mi matrimonio con Khal Drogo y me regaló los huevos de dragón; quien os envió a vos, a Belwas y a Groleo. He contraído una gran deuda con él, y no le pagaré entregando su ciudad a un mercenario. Ni hablar.
—Vuestra alteza es sabia. —Ser Barristan inclinó la cabeza.
—¿Has visto alguna vez un día tan propicio, mi amor? —comentó Hizdahr zo Loraq cuando fue a reunirse con él. La ayudó a subir al palanquín, donde esperaban dos estilizados tronos, uno junto al otro.
—Tal vez sea propicio para ti, pero no tanto para quienes van a morir antes de la puesta de sol.
—Todos los hombres mueren —repuso Hizdahr—, pero no todos pueden morir con gloria, con los vítores de la ciudad resonando en los oídos. —Hizo una seña a los soldados de las puertas—. Abrid.
La plaza que se extendía ante la pirámide estaba pavimentada con adoquines multicolores, y el calor se elevaba de ellos en ondas titilantes. Por todas partes pululaba gente: algunos iban en literas o sillas de mano; otros, montados en burro, y muchos, a pie. Nueve de cada diez se dirigían al oeste por la ancha vía adoquinada, en dirección al reñidero de Daznak. Cuando vieron que el palanquín salía de la pirámide, los que estaban más cerca prorrumpieron en aclamaciones que recorrieron toda la plaza.
«Qué cosas —se dijo la reina—. Me aclaman en la misma plaza donde empalé a ciento sesenta y tres grandes amos.»
El cortejo real iba encabezado por un gran tambor que despejaba el camino. Entre redoble y redoble, un heraldo de cabeza afeitada y cota de discos de cobre bruñido gritaba a la multitud que se apartase.
BUM.
«¡Aquí vienen!»
BUM.
«¡Abran paso!»
BUM.
«¡La reina!»
BUM.
«¡El rey!»
BUM.
Tras el tambor iban las bestias de bronce, de cuatro en cuatro. Unos portaban garrotes; otros, bastones; todos llevaban falda plisada, sandalias de cuero y una abigarrada capa de retales cuadrados que hacían juego con los ladrillos multicolores de Meereen. Las máscaras brillaban al sol: jabalíes, toros, halcones, garzas, leones, tigres, osos, serpientes de lengua bífida y espeluznantes basiliscos.
Belwas el Fuerte, que no se llevaba bien con los caballos, marchaba al frente con su chaleco tachonado; su panza bronceada y llena de cicatrices se balanceaba con cada paso. Irri y Jhiqui lo seguían a caballo, con Aggo y Rakharo, y a continuación iba Reznak en una silla de mano ornamentada, con la cabeza protegida por un toldo. Ser Barristan Selmy cabalgaba junto a Dany, con la armadura resplandeciente al sol y la capa marfileña por los hombros; en el brazo izquierdo llevaba un gran escudo blanco. Un poco más atrás iba Quentyn Martell, el príncipe dorniense, con sus dos acompañantes.
La columna avanzaba lentamente por la larga calle de baldosas.
BUM.
«¡Aquí vienen!».
BUM.
«¡Nuestra reina!» «¡Nuestro rey!».
BUM.
«¡Abrid paso!»
A su espalda, Dany oía la discusión de sus doncellas sobre quién ganaría el último combate de la jornada. Jhiqui apostaba por el gigante Goghor, que tenía más aspecto de toro que de hombre y hasta llevaba una anilla de bronce en la nariz. Irri insistía en que el mangual de Belaquo Rompehuesos sería la perdición del gigante.
«Mis doncellas son dothrakis —se dijo—. La muerte cabalga con todo
khalasar.»
El día de su boda con Khal Drogo, durante el banquete, resplandecieron los
arakhs,
y unos hombres murieron mientras otros bebían y copulaban. Entre los señores de los caballos, la vida y la muerte iban de la mano, y el derramamiento de sangre bendecía un matrimonio. Su reciente matrimonio quedaría empapado muy pronto. Menuda bendición.
BUM, BUM, BUM, BUM, BUM, BUM.
Los tambores aceleraron el ritmo, de pronto enojados e impacientes. Ser Barristan desenvainó la espada cuando la columna se detuvo abruptamente entre la pirámide blanquirrosa de Pahl y la verdinegra de Naqqan.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Dany, mirando atrás.
—El camino está bloqueado. —Hizdahr se puso en pie.
Un palanquín volcado les cerraba el camino; un porteador se había desplomado en los adoquines, con un golpe de calor.
—Ayudad a ese hombre —ordenó Dany—. Sacadlo de la calle antes de que lo pisoteen, y dadle comida y agua. Por su aspecto, parece que no haya comido en dos semanas.
Ser Barristan miró con inquietud a derecha e izquierda. En las terrazas se veían rostros ghiscarios que los miraban con ojos fríos e indiferentes.
—Alteza, esta parada me da mala espina. Podría ser una trampa. Los Hijos de la Arpía…
—Están domesticados —declaró Hizdahr zo Loraq—. ¿Por qué iban a querer hacer daño a la reina, ahora que me ha aceptado como rey y consorte? Vamos, ayudad a ese hombre, tal como ha ordenado mi bienamada reina. —Tomó a Dany de la mano y sonrió.
Las bestias de bronce obedecieron, bajo la mirada de Dany.
—Esos porteadores eran esclavos antes de mi llegada. Los liberé, pero no por eso pesa menos el palanquín.
—Es cierto —repuso Hizdahr—, pero ahora les pagan por soportar el peso. Antes de tu llegada, el capataz se habría abalanzado sobre el hombre caído y le habría desollado la espalda a latigazos; sin embargo, ahora recibe ayuda.
En efecto, una bestia de bronce con máscara de jabalí había tendido al porteador un pellejo de agua.
—Supongo que debo alegrarme por las pequeñas victorias —reconoció la reina.
—Un paso y luego otro, y pronto estaremos corriendo. Juntos crearemos una nueva Meereen. —Por fin habían despejado la calle—. ¿Continuamos?
«Un paso y luego otro, pero ¿adónde me llevan?» No podía hacer nada, salvo asentir.
A las puertas del reñidero de Daznak, dos enormes guerreros de bronce estaban enzarzados en un combate mortal. Uno blandía una espada; el otro, un hacha. El escultor los había representado en el acto de matarse mutuamente, formando un arco sobre la entrada.
«El arte mortal», pensó Dany.
Desde su terraza había contemplado muchas veces las arenas de combate. Las pequeñas salpicaban el rostro de Meereen como marcas de viruelas; las grandes eran llagas supurantes, rojas y en carne viva; pero ninguna podía compararse con aquella. Belwas el Fuerte y ser Barristan se situaron a los lados cuando la reina y su señor esposo pasaron bajo las estatuas para salir a la parte superior de un gran ruedo de ladrillo rodeado de gradas descendentes, cada una de un color. Hizdahr zo Loraq la condujo escaleras abajo, dejando atrás las gradas negras, moradas, azules, verdes, blancas, amarillas y naranja hasta llegar a la roja, donde los ladrillos escarlata adoptaban el color de la arena que se extendía a continuación en torno a ellos, los vendedores ambulantes ofrecían salchichas de perro, cebollas asadas y pinchos de cachorro nonato, pero a Dany no le hacían ninguna falta; Hizdahr había surtido el palco con jarras de vino helado y aguadulce; higos, dátiles, melones, granadas, pacanas, guindillas y un gran cuenco de langostas con miel.
—¡Langostas! —bramó Belwas el Fuerte, que se apoderó del cuenco para engullirlas a puñados.
—Son muy sabrosas. Pruébalas, amor mío —le recomendó Hizdahr—. Las marinan en especias antes de echarles la miel, así que son dulces y picantes a la vez.
—Ahora entiendo por qué suda tanto Belwas —contestó Dany—. No, me conformo con los higos y los dátiles.
Al otro lado del reñidero estaban las gracias, vestidas con túnicas vaporosas de diversos colores y apiñadas en torno a la austera figura de Galazza Galare, la única que vestía de verde. Los grandes amos de Meereen ocupaban las gradas rojas y naranja. Las mujeres llevaban velo, y los hombres se habían esculpido cuernos, manos y púas en el pelo. Los parientes de Hizdahr, la antigua estirpe de Loraq, parecían preferir el
tokar
morado, añil o lila, mientras que los de Pahl se decantaban por las rayas blancas y rosadas. Los enviados de Yunkai iban todos de amarillo y ocupaban el palco inmediato al del rey, cada uno con sus esclavos y siervos. Los meereenos de menor categoría se apelotonaban en las gradas superiores, más lejos de la matanza. Los bancos más altos y alejados de la arena, los negros y morados, estaban repletos de libertos y otras gentes del pueblo llano. Dany observó que los mercenarios también se encontraban allí, los capitanes sentados entre los soldados rasos; atisbo el rostro curtido de Ben el Moreno, y los bigotes y trenzas rojo fuego de Barbasangre.