Danza de dragones (60 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Polla y conejo, todo en uno —les explicó Dick Heno—. Antes, la Ballena tenía un gigante y le encantaba verlo follarse a sus esclavas, pero se le murió, y tengo entendido que pagaría un saco de oro por otro.

Luego estaba la Niña General, que montaba a lomos de un caballo blanco, tenía una larga melena roja y estaba al mando de un centenar de fornidos soldados esclavos que había elegido y entrenado personalmente, todos ellos jóvenes, esbeltos, musculosos y desnudos con excepción del taparrabos, la capa amarilla y el escudo de bronce alargado con grabados eróticos. Su señora no tendría más de dieciséis años y se creía la Daenerys Targaryen de Yunkai.

El Pichón no era enano, pero cualquiera lo habría tomado por tal con poca luz. Caminaba como si fuera un gigante, con las piernecillas regordetas muy separadas y el pecho abombado henchido. Tenía los soldados más altos que hubiera visto jamás un hijo del viento: los más bajos medían más de dos varas, y el más alto, casi tres. Todos tenían el rostro alargado y las piernas largas, que lo parecían más aún gracias a los zancos que formaban parte de su ornamentada armadura. Se cubrían el torso con escamas esmaltadas en rosa, y la cabeza, con un yelmo alargado rematado con un pico de acero y un penacho de plumas rosadas. Cada uno llevaba una espada curva a la cadera y portaba una lanza tan alta como él, rematada en ambos extremos por puntas en forma de hoja.

—Los cría el Pichón —informó Dick Heno—. Compra esclavos altos en todo el mundo, los cruza y se queda con los hijos más altos para sus Garzas. Cree que algún día podrá prescindir de los zancos.

—Con unas cuantas sesiones en el potro aceleraría el proceso —sugirió el grandullón.

—Son impresionantes —comentó Gerris Drinkwater, riendo—. No hay nada que me dé más miedo que un tipo con zancos, escamas y plumas rosa. Si me persiguiera uno de esos, me reiría tanto que se me aflojaría la vejiga.

—Hay quien considera que las garzas son majestuosas —señaló el Viejo Bill Huesos—. Si su rey come ranas a la pata coja, claro.

—Las garzas son cobardes —apuntó el grandullón—. Una vez que Manan, Cletus y yo estábamos cazando, vimos una bandada en los bajíos; estaban dándose un banquete de renacuajos y pececillos. Eran muy bonitas, sí, pero pasó volando un halcón y todas alzaron el vuelo despavoridas, como si hubieran visto un dragón. Levantaron tanto viento que me derribaron del caballo. Cletus consiguió abatir una de un flechazo; sabía a pato, aunque era menos grasienta.

Ni siquiera Pichón y sus Garzas eran tan estrafalarios como los hermanos a los que los mercenarios denominaban Señores del Estrépito. La última vez que los soldados de Yunkai se enfrentaron a los Inmaculados de la reina dragón, rompieron filas y huyeron. Los Señores del Estrépito habían ideado una estratagema para impedir que se repitiera: encadenar a sus hombres en grupos de diez, muñeca con muñeca y tobillo con tobillo.

—Esos pobres cabrones no pueden correr a menos que se pongan de acuerdo para acompasar el ritmo —les explicó Dick Heno entre risas—.

Y aunque se pongan de acuerdo, tampoco podrán ir muy deprisa.

—Y a la hora de marchar no les va mucho mejor —observó Habas—. El ruido que arman se oye a diez leguas de distancia.

Había otros igualmente demenciales o incluso peores: lord Nalgasblandas, el Conquistador Borracho, el Señor de las Bestias, Cara de Flan, el Conejo, el Auriga, el Héroe Perfumado… Unos tenían veinte soldados; otros, doscientos o dos mil, todos ellos esclavos que ellos mismos habían entrenado y equipado. Todos eran ricos, todos eran arrogantes y todos eran capitán y comandante, con lo que no respondían más que ante Yurkhaz zo Yunkaz, desdeñaban a los simples mercenarios y mantenían luchas constantes por la preeminencia, tan inacabables como incomprensibles. En el tiempo en que los Hijos del Viento recorrieron legua y media, los yunkios se las apañaron para retrasarse una.

—Son una manada de imbéciles malolientes —se quejó Habas—. Y aún no entienden por qué los Cuervos de Tormenta y los Segundos Hijos se pasaron al bando de la reina dragón.

—Creen que fue por oro —señaló Libros—. ¿Por qué crees que nos pagan tan bien?

—El oro está bien, pero vivir está mejor —replicó Habas—. En Astapor nos ha tocado bailar con tullidos. ¿Quieres enfrentarte a auténticos inmaculados sin más apoyo que el de esos tipos?

—Ya nos enfrentamos a los Inmaculados en Astapor —apuntó el grandullón.

—He dicho «auténticos inmaculados». No basta con cortarle los huevos a un chaval y darle un casco puntiagudo para transformarlo en inmaculado. Los de verdad, los que no rompen filas y huyen cuando te tiras un pedo hacia ellos, están con la reina dragón.

—Y también tiene dragones. —Dick Heno contempló el cielo como si temiera que con solo mencionarlos fueran a caer sobre la compañía—. Que no se os embote la espada, muchachos; pronto habrá combate de verdad.

«Combate de verdad», pensó Rana. Las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta. La batalla librada ante la muralla de Astapor le había parecido de lo más auténtico, aunque sabía que los mercenarios no opinaban lo mismo.

—Fue una carnicería, no una batalla —había declarado después el bardo guerrero Denzo D’han.

Denzo era capitán, veterano de cien combates, mientras que la experiencia de Rana se limitaba al patio de entrenamiento y los torneos, por lo que se consideró indigno de discutir la opinión de tan curtido guerrero.

«Pero cuando empezó, vaya si parecía un combate.» Recordó como se le había hecho un nudo en la garganta cuando el grandullón lo había despertado de una patada al amanecer.

—¡Ponte la armadura, haragán! —le había gritado—. El Carnicero viene para presentar batalla. ¡Venga, a menos que quieras que te trinche!

—El Rey Carnicero ha muerto —había protestado Rana, adormilado.

Era lo que habían oído todos al bajar de los barcos que los transportaban desde la Antigua Volantis. Un segundo rey Cleon había lucido la corona poco antes de morir, y en aquellos momentos, los astapori estaban gobernados por una puta y un barbero loco cuyos seguidores peleaban entre ellos por el control de la ciudad.

—Igual es mentira —había replicado el grandullón—, o igual se trata de otro carnicero. O será que el primero ha vuelto de la tumba para matar a unos cuantos yunkios, ¿qué coño importa? ¡Ponte la armadura, Rana!

En la tienda dormían diez hombres; para entonces ya estaban todos en pie y se ponían como podían calzones y botas, se embutían en largas cotas de malla, se ataban las cinchas de la coraza, se apretaban las correas de grebas y brazales y buscaban yelmos, escudos y cintos. Gerris, tan rápido como siempre, fue el primero en acabar, seguido de cerca por Arch. Entre los dos ayudaron a Quentyn a terminar de ponerse la armadura. Poco más allá, los nuevos inmaculados de Astapor habían salido por las puertas de la ciudad y estaban formando en hileras al pie de la maltrecha muralla de ladrillo rojo, mientras el sol del amanecer se reflejaba en los cascos de bronce rematados por una púa y en la punta de las largas lanzas.

Los tres dornienses salieron juntos de la tienda para seguir a los combatientes que se dirigían a los caballos.

«Combate. —Quentyn había estado entrenándose con la lanza, la espada y el escudo desde que tenía edad para andar, pero en aquel momento no importaba—. Guerrero, dame valor», había rezado Rana mientras los tambores resonaban a lo lejos, BUM bum BUM bum BUM bum. El grandullón le señaló al Rey Carnicero, que montaba alto y rígido el caballo, con una armadura de lamas de cobre que resplandecía al sol de la mañana. Recordó lo que le había dicho Gerris mientras ensillaba, justo antes de que empezara la batalla: «No te apartes de Arch; pase lo que pase, quédate a su lado. Recuerda, eres el único de nosotros que puede casarse con la chica». Para entonces, los astaporis ya avanzaban.

Vivo o muerto, el Rey Carnicero cogió desprevenidos a los sabios amos. Los yunkios aún correteaban de un lado a otro con sus
tokars
al viento, en un intento desesperado por imponer algo parecido al orden entre sus esclavos a medio entrenar mientras las lanzas de los Inmaculados chocaban contra la primera línea de asedio. De no ser por sus aliados y por los mercenarios a los que tanto despreciaban, los habrían barrido en aquel mismo instante, pero los Hijos del Viento y la Compañía del Gato montaron a caballo en cuestión de minutos y cayeron sobre los flancos astaporis justo cuando una legión del Nuevo Ghis atravesaba el campamento yunkio desde el otro extremo y chocaba con los Inmaculados, lanza contra lanza y escudo contra escudo.

Lo que siguió fue una carnicería, aunque en aquella ocasión, el Rey Carnicero se vio al otro lado del cuchillo. Daggo fue quien consiguió llegar hasta él, tras abrirse camino entre sus defensores a lomos del monstruoso caballo de guerra, y rajó a Cleon el Grande del hombro a la cadera con un solo golpe de su curvado
arakh
valyrio. Rana no lo vio, pero los que presenciaron la escena aseguraban que la armadura de cobre de Cleon se desgarró como la seda y que de ella salió, con un hedor espantoso, un centenar de gusanos blancos que se retorcían. Al final resultó que Cleon ya estaba muerto: los astaporis, desesperados, lo habían sacado de la tumba, le habían puesto la armadura y lo habían atado al caballo con la esperanza de inspirar valor a sus inmaculados.

La caída del difunto Cleon fue el golpe de gracia. Los nuevos inmaculados soltaron lanzas y escudos y huyeron, solo para encontrarse con que les habían cerrado las puertas de Astapor. En la carnicería que siguió, Rana desempeñó su papel, que consistió en arrollar con el caballo a los aterrados eunucos, igual que los otros hijos del viento. En ningún momento se despegó del grandullón, y repartió golpes a diestro y siniestro mientras su cuña se introducía en las filas de los Inmaculados como una punta de lanza. Cuando las atravesaron, el Príncipe Desharrapado dio orden de dar la vuelta y repetir la maniobra en sentido contrario. Fue entonces cuando Rana pudo ver mejor los rostros que había bajo los cascos de bronce y se dio cuenta de que casi todos eran de su edad.

«Niños sin experiencia que llaman a gritos a sus madres», pensó, pero aun así los mató. Cuando por fin abandono el campo de batalla tenía la espada ensangrentada y el brazo tan cansado que casi no podía levantarlo.

«Pero no fue un combate de verdad —pensó—. El combate de verdad llegará pronto, y tenemos que estar lejos antes de que empiece, o acabaremos luchando en el bando que menos nos conviene.»

Aquella noche, los Hijos del Viento acamparon junto a la bahía de los Esclavos. A Rana le tocó la primera guardia, y lo mandaron a vigilar las líneas de los caballos. Gerris se reunió con él en cuanto se puso el sol, cuando la media luna se reflejaba en las aguas.

—También debería haber venido el grandullón —dijo Quentyn.

—Ha ido a ver al Viejo Bill Huesos para perder el resto de la plata —respondió Gerris—. No lo metas en esto. Hará lo que digamos, aunque no le guste.

—No.

Había muchas cosas que tampoco le gustaban a Quentyn: navegar en un barco atestado, sacudido por los vientos y las mareas; comer pan duro lleno de gorgojos, beber un ron negro como la brea para olvidar; dormir en paja mohosa rodeado de desconocidos malolientes… Todo eso era lo que esperaba cuando garabateó su nombre en un pergamino en Volantis para vender al Príncipe Desharrapado su espada y sus servicios durante un año. Eran las dificultades que había que soportar, lo normal en cualquier aventura.

Pero lo que llegaba a continuación era, simple y llanamente, traición. Los yunkios los habían transportado desde la Antigua Volantis para luchar por la Ciudad Amarilla, y los dornienses iban a cambiar de capa, lo que significaba que iban a abandonar a sus nuevos hermanos de armas. Los Hijos del Viento no eran la compañía que habría elegido Quentyn, pero había cruzado el mar con ellos, había compartido la carne y el aguamiel con ellos, había luchado a su lado y había intercambiado relatos con los pocos cuyo idioma entendía. Y si todo lo relatado eran embustes, en fin, ese era el precio del pasaje a Meereen.

«No es nada honroso», les había advertido Gerris en la Casa del Mercader.

—Puede que Daenerys esté a medio camino de Yunkai, seguida por su ejército —comentó Quentyn mientras paseaban entre los caballos.

—Puede, pero lo dudo mucho —replicó Gerris—. No sería la primera vez que corren rumores por el estilo. Los astaporis estaban seguros de que Daenerys marchaba hacia el sur con sus dragones para romper el asedio. No acudió entonces y no va a acudir ahora.

—No puedes estar seguro. Tenemos que marcharnos antes de que nos obliguen a enfrentamos a la mujer a la que he de cortejar.

—Espera a que lleguemos a Yunkai. —Gerris señaló las colinas—. Estas tierras pertenecen a los yunkios. Aquí, nadie querrá alimentar o dar refugio a tres desertores. En cambio, el norte de Yunkai es tierra de nadie.

Era cierto; aun así, Quentyn se sentía incómodo.

—El grandullón está trabando demasiadas amistades. Sabe que teníamos planes de escabullimos e ir a buscar a Daenerys, pero no le sentará bien abandonar a los hombres junto con los que ha luchado. Si seguimos esperando, tendrá la impresión de que los deja en la estacada la víspera del combate, y eso sí que no lo hará. Lo conoces tan bien como yo.

—Sea cuando sea, será deserción —argumentó Gerris—, y el Príncipe Desharrapado no trata con pinzas a los desertores. Enviará rastreadores en nuestra busca, y que los Siete se apiaden de nosotros si nos atrapan. Si tenemos suerte, nos cortarán un pie a cada uno para que no volvamos a escapar. Si no, nos dejará en manos de Meris la Bella. —Aquello hizo que Quentyn se quedara pensativo, porque tenía miedo de Meris la Bella. Era una ponienti más alta que él, de casi dos varas. Tras veinte años en las compañías libres no le quedaba nada de belleza por dentro ni por fuera. Gerris lo cogió por el brazo—. Espera, espera solo unos días más. Hemos cruzado el mundo, ten paciencia unas pocas leguas. Se nos presentará la ocasión al norte de Yunkai.

—Sí tú lo dices… —respondió Rana, dubitativo.

Pero los dioses fueron bondadosos por una vez, y la ocasión se presentó mucho antes, al cabo de dos días, cuando Hugh Hungerford detuvo el caballo junto a la hoguera donde estaban cocinando.

—Dorniense, os requieren en la tienda del comandante.

—¿A cuál de nosotros? Todos somos dornienses.

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