Danza de dragones (120 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Correrá menos riesgos como rehén. Mi capitán no está hecho para la paz.» Dany no podía arriesgarse a que despedazara a Ben Plumm el Moreno, se mofase de Hizdahr ante la corte, provocase a los yunkios o desbaratara de cualquier otra forma el acuerdo por el que había sacrificado tanto. Daario era guerra y congoja; en adelante, debía mantenerlo apartado de su cama, de su corazón y de su persona; si no la traicionaba, la dominaría, y no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo.

Saciada la gula, y retiradas las viandas a medio comer para dárselas a los pobres congregados abajo, por insistencia de la reina, les sirvieron unas estilizadas copas con un licor especiado de Qarth, oscuro como el ámbar, y comenzó el espectáculo.

Una compañía de eunucos cantores yunkios, propiedad de Yurkhaz zo Yunzak, cantó para ellos en la lengua del Antiguo Imperio, con voces melodiosas y agudas de una pureza inconcebible.

—¿Alguna vez habías oído cantar así, mi amor? —le preguntó Hizdahr—. Poseen la voz de los dioses, ¿verdad?

—Sí, pero no sé si no preferirían poseer los atributos de los hombres.

Todos los artistas eran esclavos; como condición para la paz, los esclavistas debían gozar del derecho de llevar sus pertenencias a Meereen sin miedo de que las liberasen. A cambio, los yunkios habían prometido respetar los derechos y libertades de los antiguos esclavos que había liberado Dany. Un trato razonable, según Hizdahr, pero para la reina tenía un regusto nauseabundo. Bebió otra copa de vino para quitárselo de la garganta.

—Yurkhaz nos dará a los cantantes si son de tu agrado, estoy seguro —afirmó su noble esposo—. Un regalo para sellar la paz; un adorno para nuestra corte.

«Nos regalará a estos eunucos —pensó Dany—, y luego se irá a casa y castrará a unos cuantos más. En el mundo hay niños de sobra.»

Los acróbatas que actuaron a continuación tampoco lograron emocionarla, ni siquiera cuando formaron una pirámide humana de nueve plantas con una niña desnuda en la cima.

«¿Se supone que representan mi pirámide? —se preguntó la reina—. ¿Se supone que esa chica de la cima soy yo?»

Después, su señor esposo llevó a los invitados a la terraza inferior, para que los visitantes de la Ciudad Amarilla pudiesen admirar Meereen de noche. Los yunkios paseaban por el jardín en pequeños grupos, bajo los limoneros y las flores nocturnas, con copas de vino en la mano, y Dany se encontró cara a cara con Ben Plumm el Moreno, que se inclinó en una profunda reverencia.

—Estáis bellísima, adoración. Bueno, siempre lo estáis; no hay nadie en Yunkai que pueda competir con vos. Quería traeros un regalo de boda, pero las pujas eran demasiado altas para el viejo Ben el Moreno.

—No quiero vuestros regalos.

—Este lo querríais: la cabeza de un antiguo enemigo.

—¿La vuestra? —dijo ella en voz baja—. Me traicionasteis.

—Esa es una forma demasiado dura de expresarlo, si se me permite la observación. —Ben el Moreno se rascó el bigote gris salpicado de blanco—. Nos pasamos al lado vencedor, eso es todo, igual que habíamos hecho antes. Tampoco fui el único responsable: dejé decidir a mis hombres.

—¿Queréis decir que fueron ellos quienes me traicionaron? ¿Por qué? ¿Acaso traté mal a los Segundos Hijos? ¿Os engañé con la paga?

—Nunca —contestó Ben el Moreno—, pero el dinero no lo es todo, alta y soberana. Lo aprendí hace mucho, a la mañana siguiente de mi primera batalla: hurgaba entre los muertos, buscando algo que saquear, por así decirlo, y me encontré con un cadáver al que un hacha había arrancado el brazo entero de cuajo; estaba cubierto de moscas y de una costra de sangre seca, tal vez por eso nadie lo había tocado, pero debajo de todo eso llevaba un coleto tachonado que parecía de cuero bueno. Me figuré que me quedaría bien, así que espanté las moscas y se lo quité, pero el maldito pesaba más de lo previsto: tenía monedas ocultas bajo el forro, una fortuna. Oro, vuestra adoración, dulce oro amarillo, suficiente para vivir como un señor toda la vida. Pero ¿de qué le sirvió? Ahí estaba, con todo su dinero, tirado entre la sangre y el barro con el puto brazo cortado. Y esa es la lección, ¿os dais cuenta? La plata es dulce y el oro es nuestra madre, pero cuando llega la muerte, valen menos que la última mierda que caga un moribundo. Os lo dije en cierta ocasión: hay mercenarios audaces y mercenarios viejos, pero no hay mercenarios audaces y viejos. Mis muchachos no tenían ganas de morir, eso es todo, y cuando les dije que no podíais lanzar a los dragones contra Yunkai, pues…

«Me considerasteis derrotada —pensó Dany—, ¿y quién soy yo para decir que os equivocabais?»

—Comprendo. —Pudo haberlo dejado ahí, pero sentía curiosidad—. Suficiente oro para vivir como un señor, decís. ¿Qué hicisteis con toda esa riqueza?

—Tonto de mí —Ben el Moreno se echó a reír—; se lo conté a un hombre al que tomaba por amigo; él se lo dijo al sargento y mis compañeros de armas me liberaron de la carga. El sargento decía que yo era demasiado joven, que me lo gastaría todo en putas y cosas por el estilo. Aunque me dejó quedarme con el coleto. —Escupió—. No confiéis nunca en un mercenario, mi señora.

—He aprendido la lección; algún día tendré que agradecérosla.

—No hace falta. Ya sé qué clase de gratitud tenéis en mente. —Ben el Moreno entornó los ojos, hizo otra reverencia y se alejó.

Dany se volvió para contemplar la ciudad. Más allá de la muralla, junto al mar, las tiendas amarillas de los yunkios se alzaban en filas ordenadas, protegidas por las zanjas excavadas por los esclavos. Dos legiones de hierro del Nuevo Ghis, entrenadas y armadas a la manera de los Inmaculados, se encontraban acampadas al norte del río. Otras dos legiones ghiscarias acampaban al este, cortando el camino del paso de Khyzai. Al sur se distinguían los caballos y las hogueras de las compañías libres. De día se veían finas columnas de humo suspendidas en el cielo como jirones grises; de noche, las hogueras distantes. Junto a la bahía se alzaba la abominación, el mercado de esclavos que habían plantado a sus puertas; no podía verlo, pues ya se había puesto el sol, pero sabía que estaba ahí y eso la enfurecía más aún.

—¿Ser Barristan? —dijo con voz queda.

—¿Alteza? —El caballero blanco apareció al instante.

—¿Cuánto habéis llegado a oír?

—Lo suficiente. Estaba en lo cierto: no confiéis nunca en un mercenario.

«Ni en una reina», pensó Dany.

—¿Hay algún miembro de los Segundos Hijos a quien podamos persuadir para… retirar a Ben el Moreno?

—¿Del mismo modo en que Daario Naharis retiró a los otros capitanes de los Cuervos de Tormenta? —El anciano caballero parecía estar incómodo—. No sabría deciros, alteza. Tal vez.

«No, vos sois demasiado honorable, demasiado honrado.»

—Si no, los yunkios tienen tres compañías más a su servicio.

—Bribones y asesinos, la escoria de cien campos de batalla —advirtió ser Barristan—, con capitanes tan traicioneros como Plumm.

—No soy más que una niña y no entiendo de estas cosas, pero me da la impresión de que nos conviene que sean traicioneros. Recordaréis que cierta vez convencí a los Segundos Hijos y a los Cuervos de Tormenta para que se nos uniesen.

—Si vuestra alteza desea hablar en privado con Gylo Rhegan o con el Príncipe Desharrapado, puedo llevarlos a vuestros aposentos.

—No es buen momento; demasiados ojos y oídos. Aunque consiguieseis apartarlos discretamente de los yunkios, se notaría su ausencia. Debemos dar con una forma más discreta de llegar a ellos… No esta noche, pero pronto.

—Como ordenéis, aunque me temo que no soy muy adecuado para semejante tarea. En Desembarco del Rey, estas tareas correspondían a lord Meñique o a la Araña. Nosotros, los viejos caballeros, somos hombres sencillos; solo valemos para luchar. —Acarició la empuñadura de la espada.

—Los prisioneros —propuso Dany—. Los ponientis que se pasaron a los Hijos del Viento con los tres dornienses siguen en las celdas, ¿no es así? Usadlos.

—¿Queréis decir que los libere? ¿Lo consideráis prudente? Los enviaron a ganarse vuestra confianza y así poder traicionaros a la primera oportunidad.

—Pues fallaron; no confío en ellos, ni confiaré nunca. —En honor a la verdad, Dany estaba olvidando qué era la confianza—. Pero podemos utilizarlos. Una era una mujer, Meris. Enviadla de regreso, como… señal de respeto. Si el capitán es espabilado, lo entenderá.

—La mujer es la peor de todos.

—Mejor aún. —Dany reflexionó un momento—. Deberíamos tantear también a los Lanzas Largas y a la Compañía del Gato.

—Barbasangre. —Ser Barristan frunció más el ceño—. Con el beneplácito de vuestra alteza, no nos interesa tener nada que ver con él. Vuestra alteza es demasiado joven para recordar a los reyes Nuevepeniques, pero este Barbasangre es un salvaje de la misma calaña. No tiene honor, solo hambre… de oro, de gloria, de sangre.

—Conocéis mejor a ese tipo de hombres que yo. —Si Barbasangre era de verdad el mercenario más indigno y codicioso, quizá fuera también el más fácil de convencer, pero se resistía a desoír el consejo de ser Barristan en tales asuntos—. Haced lo que os parezca, pero pronto. Si se rompe la paz de Hizdahr, quiero estar preparada. No confío en los esclavistas. —«No confío en mi esposo»—. Se volverán contra nosotros a la primera señal de debilidad.

—Los yunkios también se debilitan. Dicen que la colerina sangrienta se ha propagado entre los tolosios y se extiende por el río hacia la tercera legión ghiscaria.

«La yegua clara. —Daenerys suspiró—. Quaithe me advirtió de la llegada de la yegua clara. También me habló del príncipe dorniense, el hijo del sol. Me dijo muchas cosas, pero todo en acertijos.»

—No puedo esperar a que la plaga me salve de mis enemigos. Liberad a Meris de inmediato.

—Como ordenéis. Aunque… Vuestra alteza, si me permitís el atrevimiento, hay otro camino…

—¿El camino de Dorne? —Dany volvió a suspirar. Los tres dornienses habían asistido al banquete, como tributo obligado al príncipe Quentyn, aunque Reznak se había asegurado de sentarlos tan lejos como fuera posible de su esposo. Hizdahr no parecía celoso, pero a ningún hombre le gustaba la presencia de un pretendiente rival junto a su nueva esposa— El chico parece agradable y bienhablado, pero…

—La casa Martell es antigua y noble, y ha sido amiga fiel de la casa Targaryen durante más de un siglo, alteza. Tuve el honor de servir al tío abuelo del príncipe Quentyn en los Siete de vuestro padre. El príncipe Lewyn era el compañero más valiente que ningún hombre pudiera desear. Quentyn Martell es de la misma sangre, si a vuestra alteza le complace recordarlo.

—Me complacería que se hubiese presentado con esas cincuenta mil espadas de las que habla; en vez de eso, trae dos caballeros y un pergamino. ¿Un pergamino me servirá de escudo contra los yunkios? Si hubiese venido con una flota…

—Lanza del Sol no ha sido nunca una potencia marítima, alteza.

—No. —Los conocimientos de Dany sobre la historia de Poniente incluían datos como aquel. Nymeria atracó con diez mil naves en la orilla arenosa de Dorne, pero las quemó todas cuando se casó con el príncipe dorniense y dio la espalda al mar para siempre—. Dorne está demasiado lejos; para complacer a este príncipe tendría que abandonar a mi pueblo. Deberíais enviarlo a casa.

—Los dornienses son célebres por su obstinación, alteza. Los antepasados del príncipe Quentyn lucharon contra los vuestros durante casi doscientos años. No querrá irse sin vos.

«Entonces morirá aquí, salvo que haya en él algo más que lo que salta a la vista.»

—¿Sigue ahí dentro?

—Está bebiendo con los caballeros.

—Traedlo. Va siendo hora de que conozca a mis hijos.

—Como ordenéis. —Una sombra de duda pasó por la cara alargada y solemne de Barristan Selmy.

El rey estaba riendo con Yurkhaz zo Yunzak y los demás señores yunkios. Dany no creía que fuese a echarla en falta pero, por si acaso, les dijo a sus doncellas que, si preguntaba por ella, había acudido a atender una llamada de la naturaleza.

Ser Barristan esperaba en las escaleras con el príncipe dorniense. El rostro cuadrado de Martell se veía enrojecido y congestionado.

«Demasiado vino —pensó la reina, aunque el dorniense se esforzaba por disimularlo. Al margen de la hilera de soles de cobre que le adornaba el cinturón, iba vestido con sencillez—. Lo llaman Rana», recordó. No le extrañaba: no era un hombre agraciado.

—Mi príncipe. —Sonrió—. El descenso es largo. ¿Estáis seguro de que deseáis bajar?

—Si a vuestra alteza le place…

—Entonces, vamos.

Los precedían dos inmaculados que portaban antorchas; tras ellos bajaban dos bestias de bronce, uno con máscara de pez y el otro con máscara de halcón. Incluso en su propia pirámide, en aquella noche feliz, de paz y celebración, ser Barristan insistía en que los guardias la acompañasen adondequiera que fuese. La comitiva recorrió en absoluto silencio el largo camino de bajada, deteniéndose tres veces para tomar aliento.

—El dragón tiene tres cabezas —señaló Dany cuando llegaron al último tramo—. Mi matrimonio no tiene por qué ser el fin de vuestras esperanzas. Sé qué buscáis aquí.

—A vos —repuso Quentyn con torpe galantería.

—No —replicó Dany—. Sangre y fuego.

A su paso, un elefante barritó desde el establo. De abajo respondió un rugido seguido de un calor repentino que la hizo enrojecer. El príncipe Quentyn alzó la vista, alarmado.

—Los dragones saben que está cerca —le dijo ser Barristan.

«Todos los hijos reconocen a su madre —pensó Dany—. Cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento…»

—Me están llamando. Vamos. —Cogió de la mano al príncipe Quentyn y lo guio a la fosa donde estaban encerrados dos de sus dragones—. Esperad fuera; el príncipe Quentyn me protegerá —ordenó a ser Barristan cuando los Inmaculados abrieron las enormes puertas de hierro. Arrastró al príncipe tras de sí y se situó sobre la fosa.

Los dragones estiraron el cuello y los miraron con ojos ardientes. Viserion había destrozado una cadena y derretido las otras; estaba aferrado al techo como un murciélago blanco gigante, con las garras profundamente clavadas en los ladrillos quemados y a punto de desmoronarse. Rhaegal, todavía encadenado, roía los despojos de un toro. La capa de huesos que cubría el suelo de la fosa se había hecho más profunda desde la última vez que había ido a verlos, y el suelo y las paredes estaban grises y ennegrecidos, con más ceniza que ladrillo. No aguantarían mucho más…, pero detrás solo había tierra y piedras.

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