Danza de dragones (76 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Eso lo pone más difícil. —Frunció el ceño—. Habéis dicho que venía hacia el norte. En relación con ella, ¿el lago estaba hacia el este o hacia el oeste?

Melisandre cerró los ojos para hacer memoria.

—Hacia el oeste.

—Entonces no viene por el camino del rey. Chica lista. Al otro lado hay menos vigilancia y más lugares donde refugiarse. También hay unos cuantos escondrijos que yo mismo he utilizado más de una vez…

Se interrumpió al oír un cuerno de guerra y se puso en pie a toda velocidad. Melisandre sabía que la misma reacción apresurada había tenido lugar en todo el Castillo Negro; que no había hombre ni niño que no se hubiera vuelto hacia el Muro para escuchar, expectante. Un toque largo del cuerno indicaba el regreso de exploradores, pero dos…

«Ha llegado el día —pensó la sacerdotisa roja—. Lord Nieve no tendrá más remedio que escucharme.»

Tras el prolongado lamento del cuerno pareció que el silencio durase una hora. Al final, el salvaje rompió el hechizo.

—Solo uno. Son exploradores.

—Exploradores muertos. —Melisandre también se levantó—. Id a poneros los huesos y esperad. Ahora vuelvo.

—Mejor voy con vos.

—No seáis estúpido. Cuando descubran lo que van a descubrir, solo con ver a un salvaje se volverán locos. Quedaos aquí hasta que se apacigüen los ánimos.

Cuando empezó a bajar por la escalera de la Torre del Rey, escoltada por dos guardias de Stannis, se cruzó con Devan, que subía con el olvidado desayuno en una bandeja.

—He tenido que esperar a que Hobb sacara el pan del horno, mi señora. Todavía está caliente.

—Déjalo en mis habitaciones. —Lo más probable era que se lo comiera el salvaje—. Lord Nieve me necesita al otro lado del Muro. —«Aún no lo sabe, pero pronto…»

Fuera había empezado a nevar. Los cuervos se habían aglomerado en torno a la puerta, pero abrieron paso a la sacerdotisa roja y sus guardias. El lord comandante había cruzado ya el hielo en compañía de Bowen Marsh y veinte lanceros. Además había situado a una docena de arqueros en la cima del Muro, por si hubiera enemigos escondidos en los bosques cercanos. Los guardias de la puerta no eran hombres de la reina, pero aun así la dejaron pasar.

Bajo el hielo, en el estrecho túnel serpenteante que atravesaba la mole del Muro, reinaban el frío y la oscuridad. Morgan la precedió con una antorcha en la mano mientras que Merrel le cubría las espaldas con el hacha. Los dos eran borrachos sin remedio, pero a aquella hora de la mañana aún estaban sobrios. Eran hombres de la reina, al menos teóricamente, y ambos sentían un sano temor ante ella; además, cuando no estaba borracho, Merrel resultaba imponente. Melisandre sabía que no los necesitaría aquel día, pero siempre insistía en ir acompañada a todas partes por una pareja de guardias. Servía para transmitir un mensaje.

«El ornato del poder.»

Cuando los tres salieron por el norte del Muro, la nieve caía ya sin pausa, y un manto blanco cubría la tierra torturada que iba desde el acantilado de hielo hasta el bosque Encantado. Jon Nieve y sus hermanos negros estaban reunidos en torno a tres lanzas, a siete u ocho pasos de distancia.

Las lanzas, de fresno, medían tres varas. La de la izquierda tenía un nudo en la madera, pero las otras dos eran rectas y lisas. En la punta de cada una había una cabeza cortada, con la barba llena de hielo y una capucha blanca de nieve. En el lugar donde estuvieron los ojos solo quedaban órbitas vacías, agujeros negros ensangrentados que los miraban desde arriba con un silencioso gesto de acusación.

—¿Quiénes eran? —preguntó Melisandre a los cuervos.

—Jack Bulwer el Negro, Hal el Peludo y Garth Plumagrís —respondió Bowen Marsh con solemnidad—. La tierra está medio congelada, así que los salvajes deben de haber tardado horas en clavar tanto las lanzas. Seguro que aún están cerca, vigilándonos. —El lord mayordomo entrecerró los ojos para escudriñar los árboles limítrofes.

—Ahí puede haber un centenar —apuntó el hermano negro del rostro amargado—. Puede haber un millar.

—No —replicó Jon Nieve—. Dejaron sus regalos amparados por la noche y huyeron. —Su gigantesco huargo blanco rondaba entre las lanzas para olfatearlas, y de repente levantó la pata y meó contra la que sostenía la cabeza de Jack Bulwer el Negro—. Si estuvieran cerca, Fantasma habría captado su olor.

—Espero que el Llorón quemara los cuerpos —insistió el amargado, el tal Edd el Penas—. No sea que vengan a buscar sus cabezas.

Jon agarró la lanza que exhibía la cabeza de Garth Plumagrís y la sacudió para desprenderla del suelo.

—Arrancad las otras dos —ordenó; cuatro cuervos se apresuraron a obedecer.

—No deberíamos haber enviado exploradores. —Bowen Marsh. Tenía las mejillas rojas de frío.

—No es el momento ni lugar para hurgar en esa herida, mi señor. —Nieve se volvió hacia los que se ocupaban de las lanzas—. Arrancad las cabezas y quemadlas; que no quede más que el hueso. —De pronto pareció advertir la presencia de Melisandre—. Por favor, mi señora, acompañadme.

«Por fin.»

—Como queráis, lord comandante.

Echaron a andar al pie del Muro, y ella lo cogió del brazo. Morgan y Merrel los precedían, y Fantasma les pisaba los talones. La sacerdotisa no decía nada, pero poco a poco fue aminorando la marcha. Allí por donde pasaba, el hielo se ponía a llorar.

«A Nieve no se le escapará el detalle.»

Tal como ella había previsto, Jon rompió el silencio bajo la reja de un matacán.

—¿Y los otros seis?

—No los he visto —dijo Melisandre.

—¿Podríais mirar?

—Por supuesto, mi señor.

—Hemos recibido un cuervo de ser Denys Mallister, de la Torre Sombría —le dijo Jon Nieve—. Sus hombres han visto hogueras en las montañas, al otro lado de la Garganta. Dice que los salvajes se están reagrupando en gran número y cree que van a atacar de nuevo por el Puente de los Cráneos.

—Puede que algunos. —Tal vez las calaveras de su visión se refirieran a aquel puente, aunque no le parecía probable—. Ese ataque, si tiene lugar, no será más que una distracción. He visto torres junto al mar, sumergidas bajo una marea negra y sangrienta. Ahí es donde asestarán el peor golpe.

—¿En Guardiaoriente?

¿Sería allí? Melisandre había estado en Guardiaoriente del Mar con el rey Stannis; allí era donde su alteza había dejado a la reina Selyse y a su hija Shireen tras reunir a sus caballeros para partir hacia el Castillo Negro. Las torres de su fuego eran diferentes, pero esas cosas ocurrían en las visiones.

—Sí, mi señor. En Guardiaoriente.

—¿Cuándo?

—Mañana. —La mujer extendió los brazos—. En una luna. En un año. Y si hacéis algo, tal vez evitéis que suceda. —«Si no, ¿de qué servirían las visiones?»

—Bien —asintió Nieve.

Cuando salieron de debajo del Muro, la multitud de cuervos que aguardaba junto a la puerta había crecido, y ya eran unos cuarenta los que se arremolinaban a empujones a su alrededor. Melisandre conocía el nombre de unos pocos: el cocinero Hobb Tresdedos; Mully, el del pelo anaranjado siempre grasiento; el muchacho de pocas luces al que llamaban Owen el Bestia; el ebrio septón Cellador…

—¿Es cierto, mi señor? —preguntó Hobb Tresdedos.

—¿Quiénes? —quiso saber Owen el Bestia—. Dywen no, ¿verdad?

—Ni Garth —intervino Alf de Pantanal, que había sido de los primeros en cambiar a sus siete dioses falsos por la verdad de R’hllor—. Garth es demasiado listo para esos salvajes.

—¿Cuántos? —insistió Mully.

—Tres —respondió Jon—. Jack el Negro, Hal el Peludo y Garth.

Alf de Pantanal lanzó un aullido que bien pudo despertar a los que dormían en la Torre Oscura.

—Llévalo a la cama y dale vino especiado —indicó Jon a Hobb Tresdedos.

—Lord Nieve —intervino Melisandre en voz baja—, os ruego que me acompañéis a la Torre del Rey. Hay más cosas que quiero revelaros.

El muchacho la miró a la cara con sus fríos ojos grises, sin dejar de flexionar los dedos de la mano derecha.

—Como queráis. Edd, lleva a Fantasma a mis habitaciones.

Melisandre entendió el gesto y despidió a sus propios guardias; después cruzaron el patio juntos, a solas. La nieve caía en torno a ellos, y ella caminaba tan cerca de Jon Nieve como se atrevía, lo suficiente para percibir la desconfianza que exudaba como una niebla negra.

«No le gusto, no le gustaré jamás, pero está dispuesto a utilizarme.» Con eso le bastaba. Al principio, con Stannis Baratheon, Melisandre había tenido que bailar al son de la misma música. La verdad era que el joven lord comandante y su rey se parecían más de lo que ninguno de los dos habría querido reconocer. Stannis había sido hijo segundón, siempre a la sombra de su hermano mayor, igual que Nieve, el bastardo, se había visto constantemente eclipsado por su hermano legítimo, el héroe caído al que los hombres llamaban el Joven Lobo. Ambos eran de naturaleza incrédula, escéptica, desconfiada, y sus únicos dioses eran el honor y el deber.

—No me habéis preguntado por vuestra hermana —dijo Melisandre al tiempo que subían por la escalera de caracol de la Torre del Rey.

—Ya os lo he dicho: yo no tengo ninguna hermana. Cuando pronunciamos el juramento, renunciamos a nuestra familia. No podría ayudar a Arya por mucho que me…

Se interrumpió bruscamente cuando entraron en las habitaciones de la sacerdotisa. El salvaje estaba sentado a la mesa, untando mantequilla con el puñal en un trozo de pan moreno aún caliente. Melisandre se alegró de ver que se había puesto la armadura de huesos. La calavera de gigante partida que le servía de casco reposaba junto a él, en el asiento de la ventana.

—¡Tú! —Jon Nieve se puso tenso.

—Lord Nieve… —El salvaje sonrió mostrando los dientes cariados y rotos. El rubí que llevaba en la muñeca centelleaba a la luz de la mañana como una sombría estrella roja.

—¿Qué haces aquí?

—Desayunar. ¿Quieres?

—No pienso compartir el pan contigo.

—Tú te lo pierdes; todavía está caliente. Al menos hasta ahí llega Hobb. —El salvaje le dio otro mordisco—. Igual de fácil me sería visitarte a ti, mi señor. Esos guardias que tienes ante tu puerta son un chiste malo; alguien que ha escalado el Muro cincuenta veces puede colarse por una ventana sin problemas. Pero ¿de qué serviría matarte? Los cuervos elegirían a otro aún peor. —Masticó y tragó—. Me he enterado de lo de tus exploradores. Tendrías que haberme mandado a mí con ellos.

—¿Para que los traicionaras y se los entregaras al Llorón?

—¿Vamos a hablar de traiciones? ¿Cómo se llamaba tu esposa salvaje, Nieve? Ygritte, ¿no? —Se volvió hacia Melisandre—. Me van a hacer falta caballos, media docena, y que sean buenos. No puedo encargarme yo solo, pero me bastará con unas cuantas mujeres de las lanzas de las que están encerradas en Villa Topo. Para esto son mejores que los hombres; la cría confiará en ellas, y además me ayudarán con una estratagema que se me ha ocurrido.

—¿De qué habla? —preguntó lord Nieve a Melisandre.

—De vuestra hermana. —Le puso una mano en el brazo—. Vos no podéis ayudarla, pero él, sí.

Nieve se liberó de su contacto.

—Ni hablar. Vos no conocéis a este monstruo. Casaca de Matraca podría lavarse las manos cien veces al día y seguiría teniendo sangre debajo de las uñas. En vez de salvar a Arya, lo que haría sería violarla y matarla. Ni hablar. ¿Esto es lo que habéis visto en vuestros fuegos? Pues tenéis cenizas en los ojos, mi señora. Si se atreve a salir del Castillo Negro sin mi permiso, le cortaré la cabeza personalmente.

«No me deja otro camino. Sea, pues.»

—Retírate, Devan —dijo.

El escudero salió y cerró la puerta, y Melisandre se tocó el rubí del cuello al tiempo que pronunciaba una palabra.

El sonido resonó de manera extraña en los rincones de la estancia, y les entró por los oídos como un gusano. El salvaje oyó una palabra; el cuervo, otra. Ninguna de ellas era la que había salido de sus labios. El rubí de la muñeca del salvaje se oscureció, y los jirones de luz y sombra que lo rodeaban se estremecieron antes de desaparecer.

Los huesos no cambiaron. Allí seguían las costillas que entrechocaban, las garras y dientes a lo largo de los brazos y en los hombros, la inmensa clavícula amarilleante que le cruzaba la espalda. La calavera de gigante partida siguió siendo una calavera de gigante partida, amarillenta y agrietada, con su sonrisa manchada y enloquecida.

Pero el pico del nacimiento del pelo se disolvió, y el bigote castaño, la mandíbula bulbosa, el rostro demacrado amarillento y los ojillos oscuros se esfumaron. Unos dedos grises reptaron por la melena, y en las comisuras de los labios aparecieron líneas marcadas.

De repente era más corpulento que antes, más ancho de hombros y espaldas, con piernas largas, esbelto, sin rastro de barba en el rostro curtido.

—¿Mance? —Jon Nieve tenía los ojos abiertos de par en par.

—Lord Nieve… —Mance Rayder no sonrió.

—¡Pero si os quemaron!

—Quemaron al Señor de los Huesos.

—¿Qué brujería es esta? —Jon Nieve se volvió hacia Melisandre.

—Llamadla como queráis. Hechizo, apariencia, ilusión óptica… R’hllor es el Señor de Luz, Jon Nieve, y concede a sus siervos la capacidad de tejerla igual que otros tejen con hilo.

—Yo también tenía mis dudas, Nieve —comentó Mance Rayder con una risita—. Pero ¿por qué no dejar que lo intentara? La alternativa era dejarme asar por Stannis.

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