Danza de dragones (108 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Mejor. ¿Qué más sabes?

«Que está nevando en las tierras de los ríos, en Poniente», estuvo a punto de decir. Pero le habría preguntado cómo se había enterado, y no creía que la respuesta fuera de su agrado. Se mordió el labio y recordó la noche anterior.

—La prostituta S’vrone está embarazada. No sabe con seguridad quién es el padre, pero cree que puede tratarse del mercenario tyroshi al que mató.

—Bueno es saberlo. ¿Qué más?

—La Reina Pescadilla ha elegido a una sirena nueva para que ocupe el lugar de la que se ahogó. Es la hija de una criada prestayní. Tiene trece años y carece de fortuna, pero es muy hermosa.

—Igual que todas al principio —replicó el sacerdote—, pero no puedes saber si es hermosa a menos que la hayas visto con tus propios ojos; ojos que no tienes. ¿Quién eres, niña?

—Nadie.

—Yo veo a la mendiga Beth la Ciega, una puñetera mentirosa. Ve a ocuparte de tus deberes.
Valar morghulis.

—Valar dohaeris.
—Recogió el cuenco, la copa, el cuchillo y la cuchara, y se puso en pie. Lo último que cogió fue el bastón: medía dos varas y tenía el grosor de su pulgar, flexible, con la parte superior envuelta en una tira de cuero. «Cuando se aprende a usarlo es mejor que los ojos», le había dicho la niña abandonada.

Era mentira. A menudo le decían mentiras para ponerla a prueba. No había bastón que superase un par de ojos. Pero le resultaba útil, así que nunca se separaba de él, y Umma había acabado por llamarla Bastón. Pero los nombres ya no le importaban; ella era ella.

«Nadie. No soy nadie. Solo una chica ciega, solo una sierva del que Tiene Muchos Rostros.»

Todas las noches, en la cena, la niña abandonada le llevaba una copa de leche y le decía que se la bebiera. Tenía un sabor extraño, amargo, y no tardó en aborrecerlo. Hasta el tenue olor que la avisaba antes de que le tocara la lengua le provocaba arcadas, pero siempre apuraba la copa.

—¿Cuánto tiempo tendré que estar ciega? —preguntaba.

—Hasta que la oscuridad te resulte tan grata como la luz —respondía la niña abandonada—, o hasta que nos pidas que te devolvamos la vista. Pídelo, y volverás a ver.

«Y me echaréis.» Era mejor estar ciega. No, no la obligarían a rendirse.

El día en que se despertó ciega, la niña abandonada la cogió de la mano y la guio por las criptas y túneles de la roca sobre la que se había construido la Casa de Blanco y Negro, y por los empinados peldaños de piedra que subían al templo.

—Cuenta los escalones a medida que subas —le había dicho—. Pasa los dedos por la pared. Hay marcas que no se ven, pero se notan perfectamente al tacto.

Aquella fue la primera lección; después llegaron muchas más.

Los venenos y pócimas eran para las tardes. Podía ayudarse del olfato, el tacto y el gusto, pero estos dos últimos podían ser muy peligrosos a la hora de moler venenos, y con algunos de los preparados más tóxicos de la niña abandonada, hasta el olfato tenía sus riesgos. Tuvo que acostumbrarse a las quemaduras en las yemas de los meñiques y las ampollas en los labios, y en cierta ocasión se puso tan enferma que pasaron varios días sin que pudiera retener ningún alimento.

La cena era la hora de las lecciones de idiomas. La niña ciega entendía el braavosi, lo hablaba aceptablemente y hasta había perdido casi todo su acento bárbaro, pero el hombre bondadoso no se daba por satisfecho. Insistía en que mejorase su alto valyrio y aprendiera también los idiomas de Lys y Pentos.

Por las noches jugaba con la niña abandonada al juego de la mentira, que sin ojos era muy diferente. A veces no tenía más indicios que el tono o la elección de palabras; otras, la niña le permitía ponerle las manos en el rostro. Al principio el juego era mucho, mucho más difícil, prácticamente imposible…, pero cuando ya estaba a punto de gritar de frustración, todo se hizo más fácil. Aprendió a oír las mentiras, a detectarlas en los movimientos de los músculos que rodeaban la boca y los ojos.

En cuanto al resto de sus cometidos, siguieron siendo casi los mismos, pero cuando los realizaba tropezaba con los muebles, chocaba con las paredes, se le caían las bandejas o se perdía irremisiblemente en el templo. En cierta ocasión estuvo a punto de precipitarse escaleras abajo, pero en otra vida, cuando era una chiquilla llamada Arya, Syrio Forel le había enseñado a mantener el equilibrio, y consiguió enderezarse justo a tiempo.

Había noches en las que habría llorado hasta quedarse dormida de haber sido todavía Arry, o Comadreja, o Gata, incluso Arya de la casa Stark…, pero Nadie no tenía lágrimas.

Sin ojos, hasta la tarea más sencilla resultaba peligrosa. Se quemó cien veces ayudando a Umma en las cocinas. Una vez, picando cebollas, se cortó un dedo hasta el hueso. En dos ocasiones fue incapaz de dar con su celda y tuvo que dormir en el suelo, al pie de la escalera. Los nichos y rincones hacían del templo un lugar traicionero, incluso después de que la niña ciega aprendiera a utilizar los oídos; sus pisadas resonaban en el techo y despertaban ecos en torno a las piernas de los treinta altos dioses de piedra, con lo que las propias paredes parecían moverse, y el estanque de aguas oscuras también provocaba extrañas reverberaciones en el sonido.

—Dispones de cinco sentidos —le dijo el hombre bondadoso—. Aprende a usar los otros cuatro y tendrás menos cortes, heridas y costras.

Ya era capaz de interpretar las corrientes de aire que notaba en la piel. Por el olor sabía localizar las cocinas, además de distinguir a los hombres de las mujeres. Reconocía a Umma, a los criados y a los acólitos por el sonido de sus pisadas, y los identificaba antes siquiera de que les llegara su olor, aunque no así a la niña abandonada ni al hombre bondadoso, que no hacían el menor sonido a no ser que quisieran. Las velas que ardían en el templo también tenían olores, y hasta las que carecían de aroma dejaban escapar jirones de humo de la mecha. En cuanto aprendió a utilizar la nariz, era como si le hablaran a gritos.

Los muertos también tenían su propio olor. Uno de sus deberes era localizarlos todas las mañanas en el templo, allí donde hubieran elegido tenderse y cerrar los ojos tras beber el agua del estanque.

Aquella mañana encontró a dos.

Uno había muerto a los pies del Extraño, con una sola vela que titilaba sobre él. Notó el calor que desprendía, y su olor le hizo cosquillas en la nariz. Sabía que la vela estaría ardiendo con una llama roja oscura, y para aquellos que tuvieran ojos, el cadáver aparecería bañado en un resplandor rojizo. Antes de llamar a los criados para que se lo llevaran, se arrodilló junto a él y le palpó el rostro: le pasó los dedos por la mandíbula, los pómulos y la nariz, y le tocó el cabello.

«Pelo espeso, rizado. Un rostro atractivo, sin arrugas. Era joven.» ¿Qué lo habría llevado allí, a buscar el regalo de la muerte? Muchos jaques moribundos acudían a la Casa de Blanco y Negro para que el fin llegara antes, pero aquel hombre no había recibido herida alguna.

El segundo cadáver correspondía a una anciana, que se había tumbado a dormir en un diván de sueños, en uno de los nichos ocultos con velas especiales que conjuraban visiones de cosas amadas y perdidas. Era una muerte dulce y bella, como gustaba decir el hombre bondadoso. Los dedos le dijeron que la anciana había muerto con una sonrisa en el rostro, y que no hacía demasiado tiempo, porque el cadáver seguía cálido.

«Tiene la piel tan suave… Es como cuero viejo, muy fino, doblado y arrugado mil veces.»

Cuando llegaron los criados para llevarse el cadáver, la niña ciega los siguió. Se dejó guiar por sus pisadas, pero cuando bajaron empezó a contar. Sabía de memoria cuántos peldaños tenía cada tramo. Bajo el templo había un laberinto de criptas y túneles donde podían perderse hasta los que tenían un buen par de ojos, pero la niña ciega se lo había aprendido dedo a dedo, y en caso de que le fallara la memoria, el bastón le servía de ayuda.

Los cadáveres estaban tendidos en la cripta. La niña ciega se puso a trabajar en la oscuridad: quitó a los muertos las botas, la ropa y otras posesiones; les vació los bolsillos y contó las monedas. Una de las primeras cosas que le había enseñado la niña abandonada después de que le quitaran los ojos era distinguir una moneda de otra solo con el tacto. Las monedas braavosi eran viejas amigas, y solo tenía que rozarlas con las yemas de los dedos para reconocerlas. Las de otras tierras y ciudades le resultaban más difíciles, sobre todo las procedentes de lugares muy lejanos. Los honores volantinos eran muy habituales: monedas diminutas, con una corona en la cara y una calavera en la cruz. Las lysenas eran ovaladas y su grabado era una mujer desnuda. Otras tenían barcos, elefantes o cabras. Las monedas ponientis exhibían el busto de un rey en la cara y un dragón en la cruz.

La anciana no tenía bolsillos ni más riqueza que el anillo que llevaba en un dedo escuálido. El joven atractivo llevaba cuatro dragones dorados de Poniente. Estaba pasando el pulgar por el más desgastado para averiguar a qué rey correspondía cuando oyó que la puerta se abría tras ella con un sonido quedo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Nadie. —La voz era grave, ronca, fría.

Y estaba en movimiento. La niña dio un paso a un lado, cogió el bastón y lo levantó para protegerse el rostro. La madera chocó contra la madera, y el impacto estuvo a punto de arrancarle el bastón de la mano. Pero ella resistió, devolvió el golpe… y solo encontró aire allí donde debería estar su adversario.

—No es ahí —dijo la voz—. ¿Estás ciega?

No respondió. Hablando solo conseguiría acallar cualquier sonido que pudiera hacer el hombre. Sabía que estaría moviéndose.

«¿A la derecha o a la izquierda?» Saltó hacia la izquierda, golpeó hacia la derecha, nada. Un aguijonazo la alcanzó en la parte trasera de las piernas.

—¿Estás sorda?

Giró en redondo con el bastón en la mano izquierda, descargó un golpe y falló. Oyó una risa a la izquierda; golpeó hacia la derecha. En esa ocasión acertó, y golpeó el otro bastón con el suyo. El impacto le provocó una sacudida dolorosa en el brazo.

—Bien —dijo la voz.

La niña ciega no sabía a quién pertenecía; tal vez a alguno de los acólitos. No recordaba haberla oído nunca, pero ¿quién decía que los sirvientes del Dios de Muchos Rostros no podían cambiar de voz con tanta facilidad como cambiaban de cara? Además de ella, en la Casa de Blanco y Negro vivían dos criados, tres acólitos, la cocinera Umma y los dos sacerdotes a los que llamaba «la niña abandonada» y «el hombre bondadoso». Solo ellos vivían allí, aunque otros iban y venían, a veces por caminos secretos. Su enemigo podía ser cualquiera de ellos.

La niña saltó a un lado al tiempo que hacía girar el bastón, oyó un sonido a su espalda, se volvió y golpeó el aire. Y volvió a sentir el bastón de su adversario entre las piernas, impidiéndole girar y magullándole la espinilla. Cayó sobre una rodilla, tan fuerte que se mordió la lengua. Y allí se quedó, quieta.

«Inmóvil como una piedra. ¿Dónde está?»

El hombre se echó a reír tras ella. Le dio un golpecito seco en una oreja y, a continuación, otro en los nudillos justo cuando trataba de ponerse en pie. El bastón de la niña cayó al suelo y ella siseó, rabiosa.

—Venga, recógelo. Hoy ya no te voy a pegar más.

—A mí no me pega nadie. —Gateó por el suelo hasta que dio con el bastón, y se puso en pie de un salto, magullada y sucia. La cripta estaba en silencio; su rival se había marchado…, ¿verdad? O tal vez estaba de pie a su lado, y ella no se daba cuenta.

«Trata de oír su respiración —se dijo; pero no oía nada. Esperó un poco más, y después dejó el bastón para seguir trabajando—. Si tuviera ojos, le habría dado una buena paliza.» El día menos pensado, el hombre bondadoso se los devolvería, y les daría a todos una buena lección.

Para entonces, el cadáver de la anciana ya estaba frío y el del jaque había empezado a ponerse rígido. La niña estaba acostumbrada. Había días en los que pasaba más tiempo con los muertos que con los vivos. Echaba de menos a los amigos que tenía cuando era Gata de los Canales: el Viejo Brusco con la espalda siempre dolorida, sus hijas Talea y Brea, los titiriteros del Barco, Alegría y sus putas del Puerto Feliz, y el resto de la chusma portuaria. Añoraba sobre todo a Gata, más incluso que sus ojos. Le había gustado ser aquella niña mucho más que ser Salina, o Perdiz, o Comadreja o Arry.

«Cuando maté a aquel bardo, maté a Gata.» El hombre bondadoso le había dicho que le habrían quitado la vista de todos modos porque tenía que aprender a utilizar el resto de los sentidos, pero que aún habrían tardado medio año. Los acólitos ciegos eran habituales en la Casa de Blanco y Negro, aunque había pocos tan jóvenes como ella. Pero no se arrepentía. Dareon era un desertor de la Guardia de la Noche y merecía la muerte. Eso mismo le dijo al hombre bondadoso.

—¿Acaso eres una diosa, para decidir quién vive y quién muere? —le había preguntado—. Entregamos el don a aquellos marcados por El que Tiene Muchos Rostros, después de muchas oraciones y sacrificios. Así ha sido siempre, desde el principio. Te he hablado de la fundación de nuestra orden, de cómo los primeros daban respuesta a las plegarias de los esclavos que deseaban morir. En aquellos primeros tiempos, el don solo se entregaba a quienes lo anhelaban… Pero un día, uno de los nuestros escuchó la oración de un esclavo que no pedía la muerte para sí mismo, sino para su amo. Tan fervoroso era su deseo que ofrecía cuanto poseía con tal de verlo cumplido, y a aquel hermano nuestro le pareció que ese sacrificio sería del gusto de El que Tiene Muchos Rostros. De modo que aquella noche hizo realidad el anhelo del esclavo y luego fue a verlo. «Ofreciste cuanto poseías a cambio de la muerte de este hombre, pero lo único que posee un esclavo es su vida. Eso es lo que quiere el dios de ti: lo servirás durante el resto de tus días.» Desde aquel momento fuimos dos. —La cogió del brazo con amabilidad, pero también con firmeza—. Todos los hombres mueren. Nosotros somos instrumentos de la muerte, no la propia muerte, pero al matar al bardo has asumido los poderes del dios. Nosotros matamos hombres, pero no tenemos la osadía de juzgarlos. ¿Lo entiendes?

«No», pensó.

—Sí —dijo.

—Mientes. Y por eso deberás caminar en la oscuridad hasta que veas el camino. A menos que quieras dejarnos. Solo tienes que pedirlo, y te devolveremos la vista.

«No», pensó.

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