—¿Cuántos acompañantes tiene? —Se dirigió a la jofaina y se mojó la cara. Dioses, qué cansado estaba.
—Ninguno, mi señor. Venía sola. Su caballo parecía medio muerto, era todo piel y huesos, estaba cojo y echaba espuma. Lo han sacrificado y han traído a la chica para interrogarla.
«Una muchacha vestida de gris a lomos de un caballo moribundo.» Tal vez los fuegos de Melisandre estuvieran en lo cierto. Pero ¿qué había sido de Mance Rayder y las mujeres de las lanzas?
—¿Dónde está?
—En los aposentos del maestre Aemon, mi señor. —Los hombres del Castillo Negro aún los llamaban así, aunque a aquellas alturas el maestre ya estaría sano y salvo en Antigua—. La chica estaba azul de frío, y temblaba como no he visto temblar a nadie, así que Ty se la ha llevado a Clydas para que le eche un vistazo.
—Bien. —Jon se sentía como si volviera a tener quince años.
«Hermanita.» Se incorporó y se puso la capa.
Aún caía la nieve cuando cruzó el patio con Mully. Al este despuntaba un amanecer dorado, pero tras la ventana de Melisandre aún titilaba una luz rojiza.
«¿Es que no duerme nunca? ¿A qué juegas, sacerdotisa? ¿Tenías algún otro encargo para Mance?»
Quería creer que sería Arya. Quería ver otra vez su cara, sonreírle y revolverle el pelo, decirle que estaba a salvo.
«Pero no será así. Invernalia es un montón de ruinas quemadas; ya no hay ningún lugar seguro.»
Por mucho que lo deseara, no podía dejar que se quedase allí con él. El Muro no era lugar para una mujer, y mucho menos para una joven de alta cuna. Tampoco pensaba entregársela a Stannis ni a Melisandre. El rey pretendería casarla con uno de sus hombres: Horpe, Massey o Godry Masacragigantes; y solo los dioses sabían qué querría hacer con ella la mujer roja.
La mejor solución que veía era enviarla a Guardiaoriente y pedirle a Cotter Pyke que la embarcara rumbo a cualquier lugar del otro lado del mar, fuera del alcance de todos aquellos reyes pendencieros. Claro que tendría que esperar a que los barcos regresaran de Casa Austera.
«Podría volver a Braavos con Tycho Nestoris. Quizá el Banco de Hierro pueda encontrar a una familia noble que la acoja. —Pero Braavos era la ciudad libre más cercana, lo que la convertía en la mejor elección y a la vez en la peor—. Estaría más segura en Lorath o en el Puerto de Ibben.» Lo malo era que, la enviara adonde la enviara, Arya necesitaría plata para sobrevivir, un techo bajo el que cobijarse y alguien que la protegiese. Solo era una niña.
Hacía tanto calor en los viejos aposentos del maestre Aemon que la repentina nube de vapor que emergió de ellos cuando Mully abrió la puerta fue suficiente para cegarlos. En el interior, un fuego recién encendido ardía en el hogar; los troncos crepitaban y crujían.
—Nieve, nieve, nieve —llamaron los cuervos desde arriba. La chica estaba acurrucada y profundamente dormida junto al fuego, envuelta en una capa de lana negra tres veces más grande que ella.
Se parecía tanto a Arya que dudó, pero solo un momento. Era una joven alta y delgada, toda piernas y codos, con el pelo castaño recogido en una gruesa trenza y atado con tiras de cuero. Tenía el rostro alargado, la barbilla puntiaguda y las orejas pequeñas.
Pero era mayor, demasiado mayor.
«Esta chica tiene casi mi edad.»
—¿Ha comido algo? —preguntó a Mully.
—Solo pan y un poco de caldo, mi señor —Clydas se levantó de la silla—. El maestre Aemon decía siempre que es mejor no apresurarse. No habría podido digerir nada más.
—Dannel le ha ofrecido un bocado de una salchicha de Hobb, pero no ha querido ni tocarla —dijo Mully después de asentir.
Jon la comprendía. Las salchichas de Hobb estaban llenas de grasa, sal y cosas en las que no quería ni pensar.
—Deberíamos dejarla descansar.
Pero, en aquel momento, la chica se incorporó y se apretó la capa contra los pechos blancos y menudos. Parecía desconcertada.
—¿Dónde…?
—En el Castillo Negro, mi señora.
—El Muro. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. He llegado.
Clydas se le acercó.
—Pobre muchacha. ¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré dieciséis en mi próximo día del nombre. Y no soy una niña, sino una mujer adulta y florecida. —Bostezó y se cubrió la boca con la capa. Por entre los pliegues asomó una rodilla desnuda—. No lleváis cadena. ¿Sois maestre?
—No —respondió Clydas—. Pero he servido a uno.
«Se parece un poco a Arya —pensó Jon—. Está famélica y muy delgada, pero tiene el pelo del mismo color, y también los ojos.»
—Tengo entendido que has preguntado por mí. Soy…
—Jon Nieve. —La chica se apartó la trenza hacia atrás— Mi casa y la vuestra están unidas por lazos de sangre y honor. Escuchadme. Mi tío Cregan me pisa los talones. No debéis permitir que me lleve otra vez a Bastión Kar.
«La conozco.» Jon la miró atentamente. Había algo en sus ojos, en su postura, en su forma de hablar… En un primer momento, los recuerdos lo eludieron, pero al cabo se acordó.
—Alys Karstark. —Las palabras hicieron asomar el fantasma de una sonrisa a los labios de la chica.
—No estaba segura de que me recordarais. Tenía seis años la última vez que nos vimos.
—Llegasteis a Invernalia con vuestro padre. —«Y Robb le cortó la cabeza»—. No recuerdo el motivo de vuestra visita.
—Fui a conocer a vuestro hermano. —La chica enrojeció—. Bueno, pusieron alguna excusa, pero esa era la verdadera razón. Robb y yo teníamos casi la misma edad, y mi padre pensó que haríamos buena pareja. Hubo una fiesta. Bailé con vos y con vuestro hermano. Él fue muy galante y me dijo que bailaba muy bien. Vos, en cambio, fuisteis muy hosco. Mi padre me dijo que era de esperar en un bastardo.
—Ya me acuerdo. —Aquello no era del todo cierto.
—Aún sois algo hosco —dijo la chica—, pero os perdono si me mantenéis a salvo de mi tío.
—Tu tío… ¿es lord Arnolf?
—No es ningún señor —respondió Alyss con desdén—. Mi hermano Harry es quien tiene el señorío, y yo soy su heredera legítima. Una hija tiene preferencia sobre un tío. Mi tío Arnolf solo es un castellano. En realidad es mi tío abuelo, el tío de mi padre. Cregan es su hijo, así que podríamos decir que es mi primo, pero siempre le hemos llamado tío. Ahora quieren que sea mi esposo. —Apretó el puño—. Antes de la guerra, estaba prometida con Daryn Hornwood. Esperábamos a que yo floreciese para casarnos, pero el Matarreyes lo abatió en el bosque Susurrante. Mi padre escribió para decir que encontraría otro sureño con quien casarme, pero no tuvo tiempo: vuestro hermano Robb le cortó la cabeza por matar a unos Lannister. —Apretó los labios—. Yo creía que habían ido al sur precisamente para matar a unos cuantos Lannister.
—No… Era más complicado. Lord Karstark mató a dos prisioneros, mi señora, a unos escuderos desarmados en una celda.
La chica no parecía sorprendida.
—Mi padre no gritaba tanto como el Gran Jon, pero no por eso era menos temible cuando se enojaba. Sin embargo, también ha muerto. Y vuestro hermano. Pero aquí estamos los dos, aún vivos. ¿Sigue habiendo alguna reyerta familiar entre nosotros, lord Nieve?
—Cuando un hombre viste el negro deja atrás sus disputas. La Guardia de la Noche no tiene nada contra Bastión Kar ni contra ti.
—Bien. Tenía miedo… Le rogué a mi padre que dejara a uno de mis hermanos de castellano, pero ninguno quería perderse la gloria y la fortuna que podían conseguir en el sur. Ahora, Torr y Edd están muertos. Lo último que supimos de Harry era que lo habían hecho prisionero en Poza de la Doncella, pero de eso hace casi un año. Quizá también esté muerto. No sabía a quién recurrir, salvo al último hijo de Eddard Stark.
—¿Por qué no acudisteis al rey? Bastión Kar ha jurado vasallaje a Stannis.
—Es mi tío quien le ha jurado vasallaje, con la esperanza de que eso provoque a los Lannister y le corten la cabeza a Harry. Si mi hermano muriese, Bastión Kar me pertenecería, pero mis tíos quieren hacerse con mis derechos de nacimiento. Cuando Cregan tenga un hijo mío dejarán de necesitarme. Ya ha enterrado a dos esposas. —Se limpió una lágrima con rabia, igual que habría hecho Arya—. ¿Me ayudaréis?
—Los matrimonios y las herencias son asuntos del rey, mi señora. Escribiré a Stannis de vuestra parte, pero…
Alys Karstark se echó a reír, pero era una risa desesperada.
—Podéis escribirle, pero no esperéis respuesta. Stannis habrá muerto antes de que llegue vuestro mensaje. Mi tío se encargará de eso.
—¿Qué quieres decir?
—Arnolf se dirige a Invernalia, es cierto, pero solo para clavarle un puñal por la espalda a vuestro rey. Llegó a ese acuerdo con Roose Bolton hace tiempo… a cambio de oro, la promesa de un perdón y la cabeza del pobre Harry. Lord Stannis se encamina directo hacia una masacre, así que no puede ayudarme, y tampoco me ayudaría aunque pudiera. —Alys se arrodilló ante Jon, arrebujada en la capa—. Sois mi única esperanza, lord Nieve. En nombre de vuestro padre, os lo ruego: protegedme.
Sus noches estaban iluminadas por estrellas distantes y el reflejo de la luna sobre la nieve, pero todos los amaneceres la devolvían a la oscuridad.
Abrió los ojos y clavó la mirada ciega en la negrura que la rodeaba; el sueño empezaba a desvanecerse.
«Era tan bonito…» Se humedeció los labios al recordarlo: el balido de la oveja, el terror en los ojos del pastor, los sonidos que hacían los perros cuando iba matándolos uno por uno, los gruñidos de su manada… Desde que había empezado a nevar, la caza era menos abundante, pero aquella noche se habían dado un banquete de cordero, perro, carnero y hombre. A algunos de sus pequeños primos grises les daban miedo los hombres, hasta muertos, pero a ella no. La carne era carne, y los hombres eran su presa. Ella era la loba de la noche.
Pero solo en sueños.
La niña ciega se incorporó, se puso en pie y se desperezó. Dormía en un colchón relleno de trapos sobre un saliente de piedra fría, y siempre se sentía entumecida y tensa al levantarse. Caminó hasta la jofaina con pies descalzos, menudos, encallecidos, silenciosa como una sombra; se echó agua fría en la cara y se secó.
«Ser Gregor —pensó—. Dunsen, Raff el Dulce. Ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei. —Su plegaria matinal. ¿O no?—. No, no es mi plegaria. No soy nadie. Esa es la plegaria de la loba de la noche. Algún día les dará caza, olerá su miedo, probará su sangre. Algún día.»
Localizó su ropa interior en un montón, la olfateó para asegurarse de que aún tenía uso y se la puso a oscuras. Su atuendo de criada se encontraba donde lo había colgado: una túnica larga de lana sin teñir, áspera y basta. Se la puso con la facilidad que daba la práctica, y después los calcetines, uno blanco y el otro negro. El negro tenía unas puntadas en la parte de arriba, y el blanco, no. Así sabía cuál era cuál y en qué pie tenía que ponerse cada uno. Tenía las piernas flacas, pero también fuertes y nervudas, y cada vez más largas.
Estaba satisfecha por eso: una danzarina del agua debía tener buenas piernas. Beth la Ciega no era una danzarina del agua, pero tampoco iba a ser Beth para siempre.
Sabía de memoria el camino de la cocina, pero aunque no se lo hubiera sabido, la nariz la habría guiado.
«Guindillas y pescado frito —supo al olfatear el aire que llegaba del final del pasillo—. Y pan recién salido del horno de Umma.» Aquellos olores le hicieron rugir el estómago. La loba de la noche se había hartado, pero eso no llenaba la tripa de la niña ciega. Hacía mucho que sabía que la carne de los sueños no la alimentaba.
Desayunó sardinas crujientes, fritas en aceite condimentado con guindillas, tan calientes que quemaban los dedos. Mojó pan recién hecho en el resto de aceite y lo bajó todo con una copa de vino aguado, sin dejar de disfrutar los sabores y los olores, el tacto áspero de la corteza en los dedos, la untuosidad del aceite, el aguijonazo de la guindilla al rozar el arañazo a medio curar que tenía en el dorso de la mano.
«Oído, olfato, gusto, tacto —se recordó—. Los que no pueden ver tienen muchas maneras de conocer el mundo. —Alguien había entrado en la estancia tras ella, silencioso como un ratón, con zapatillas suaves y blandas. Olfateó—. El hombre bondadoso. —El olor de los hombres era distinto del de las mujeres, y además había un dejo de naranja en el aire. Al sacerdote le gustaba masticar cáscara de naranja siempre que podía para refrescarse el aliento.
—¿Quién eres esta mañana? —lo oyó preguntar al tiempo que se sentaba a la mesa. A continuación oyó unos golpecitos, seguidos por un crujido leve.
«Ha cascado el primer huevo.»
—Nadie —respondió.
—Mentira. Te conozco. Eres esa mendiga ciega.
—Beth. —Había conocido a Beth en Invernalia, cuando se llamaba Arya Stark. Tal vez por eso había elegido el nombre. O tal vez porque le parecía adecuado para una ciega.
—Pobrecita —dijo el hombre bondadoso—. ¿Quieres recuperar la vista? Solo tienes que decirlo y volverás a ver. —Le hacía la misma pregunta todos los días.
—Puede que lo quiera mañana. Hoy, no. —Su rostro era como las aguas tranquilas; lo ocultaba todo, no revelaba nada.
—Como desees. —Lo oyó pelar el huevo, y captó un tintineo argentino cuando cogió la cucharilla de sal. Se ponía mucha sal en los huevos—. ¿Adónde fue anoche a mendigar mi pobre niña ciega?
—A la taberna La Anguila Verde.
—¿Qué tres cosas sabes que no supieras antes de despedirte de nosotros?
—El Señor del Mar sigue enfermo.
—Eso no es nuevo. El Señor del Mar estaba enfermo ayer y mañana seguirá enfermo.
—O estará muerto.
—Cuando muera, eso será algo nuevo.
«Cuando muera habrá que elegir otro, y aflorarán los cuchillos.» Tal era la costumbre en Braavos. En Poniente, al rey muerto lo sucedía su hijo mayor, pero los braavosi no tenían reyes.
—Tormo Fregar será el nuevo Señor del Mar.
—¿Eso se dice en la taberna de la Anguila Verde?
—Sí.
El hombre bondadoso dio un mordisco al huevo, y la niña lo oyó masticar. Nunca hablaba con la boca llena.
—Hay hombres que encuentran la sabiduría en el vino —dijo después de tragar—. Esos hombres son estúpidos. Seguro que en otras tabernas se mencionan otros nombres. —Dio otro mordisco al huevo, masticó y tragó—. ¿Qué tres cosas sabes que no supieras antes?
—Sé que hay quien dice que Tormo Fregar será el nuevo Señor del Mar —respondió—. Hombres borrachos.