—¿Se refiere usted a los amorcillos de dulce, míster Barkis? —pregunté, creyendo que le apetecían.
—Novios —dijo Barkis—. Noviazgos. ¿No habla nadie con ella?
—¿Con Peggotty?
—Sí.
—¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.
—¿Nunca lo ha tenido?
Y de nuevo Barkis puso la boca como si fuera a silbar y no silbó, y volvió a la contemplación de las orejas de su caballo.
—Según eso —dijo después de un largo rato de reflexión— ¿ella es quien hace todas las tartas de manzana y toda la cocina?
Respondí que así era.
—Bien, pues voy a decirte una cosa —me dijo Barkis—. ¿Tú piensas escribirle?
—Sí que pienso —respondí.
—¡Ah! —dijo, volviéndose a mirarme lentamente—. ¡Bien! Si le escribes, ¿te importaría decirle que Barkis está dispuesto?
—¿Que Barkis está dispuesto? —repetí con inocencia—. ¿Nada más?
—Sí —dijo lentamente—. Sí: «Barkis está dispuesto».
—Pero usted volverá mañana a Bloonderstone, míster Barkis —dije algo emocionado, al pensar que yo, en cambio, estaría muy lejos—. ¿No podría decírselo usted mismo?
Rechazó aquella sugerencia con un movimiento de cabeza e insistió en su encargo, diciendo con profunda gravedad: «Barkis está dispuesto». Ese era el mensaje. Yo estaba decidido a transmitírselo; y aquella misma tarde, mientras esperaba a la diligencia en el hotel de Yarmouth pedí papel y pluma y escribí a Peggotty:
Mi querida Peggotty: He llegado aquí bien. «Barkis está dispuesto.» Mis cariños a mamá. Tu afectuoso, DAVY.
P. D. Dice que quiere que sepas muy particularmente que «Barkis está dispuesto».
Cuando le prometí cumplir su sugerencia, Barkis volvió a caer en profundo silencio, y yo, sintiéndome agotado por todo lo sucedido en los últimos días, caí encima de un saco y me quedé dormido.
Duró mi sueño hasta llegar a Yarmouth, que por cierto en el hotel en que nos detuvimos me pareció un Yarmouth tan distinto al que yo recordaba, que perdí la esperanza que había acariciado de encontrarme con alguien de la familia Peggotty. ¡Quién sabe! ¡Quizá hasta con Emily!
La diligencia estaba ya en el patio, muy limpia y reluciente, pero sin los caballos, y al verla así parecía increíble que pudiera llegar nunca hasta Londres. Pensaba en esto y me preocupaba lo que sería de mi maleta (que Barkis había dejado en el suelo del patio, marchándose después con su carro), y también meditaba en mi suerte futura cuando por una ventana en la que había colgadas aves y algunos embutidos se asomó una señora y dijo:
—¿Es ese el viajero procedente de Bloonderstone?
—Sí, señora —le dije.
—¿Cómo se llama usted? —insistió la señora.
—Copperfield.
—No, no es eso —replicó la señora—; la comida está encargada a otro nombre.
—¿Será a nombre de Murdstone? —le pregunté.
—Si se llama usted Murdstone, ¿por qué ha dicho otro nombre primero? —preguntó la mujer.
Le expliqué lo que era, y ella entonces tocó una campanilla y ordenó:
—William, conduce a este caballero al comedor.
Al oír esto, un camarero que salía corriendo del lado opuesto del patio me miró y pareció muy sorprendido al ver que sólo se trataba de mí.
El comedor era una habitación enorme, rodeada de mapas. Dudo que me hubiera sentido más confuso si los mapas hubieran sido verdaderos países extranjeros donde hubiera caído de improviso. Me parecía que era un atrevimiento enorme el de sentarme allí, con la gorra en la mano, en el borde de la silla más cercana a la puerta. Y cuando el camarero extendió un mantel para mí y puso el salero encima, sentí que me ponía rojo de vergüenza.
Después trajo unas fuentes con chuletas y legumbres. Pero colocaba las cosas de un modo tan brusco, que yo estaba asustado y con temor de haberle ofendido. Me tranquilicé mucho cuando, poniendo una silla para mí delante de la mesa, me dijo cordialmente:
—Vamos, gigante, siéntate.
Le di las gracias y me senté; pero me parecía dificilísimo manejar el cuchillo y el tenedor con algo de soltura y no mancharme con la salsa mientras él continuara enfrente sin dejar de mirarme y haciéndome ruborizar de la manera más horrible cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos. Cuando me vio empezar la segunda chuleta me dijo:
—Le traigo media pinta de cerveza; ¿la quiere usted ahora?
Le di las gracias y le dije que sí.
Entonces me la sirvió en un vaso y la acercó a la luz para enseñarme el hermoso color que tenía.
—¡Pardiez! —dijo—, es buena cantidad.
—Sí es buena cantidad —le contesté con una sonrisa, pues estaba encantado de verle tan amable. Tenía los ojos muy brillantes, las mejillas muy coloradas y los cabellos tiesos. Y en aquel momento, con un puño en la cadera y en la otra mano el vaso lleno de cerveza, tenía un aspecto de lo más campechano.
—Ayer llegó aquí un caballero —dijo—, un caballero muy grueso, que se llamaba Topsawyer; quizá le conoce usted.
—No, no creo…
—Llevaba pantalones cortos, polainas y sombrero de ala ancha, un traje gris y tapabocas —dijo el camarero.
—No —dije confuso—, no tengo ese gusto…
—Pues vino aquí —continuó el mozo mirando la luz a través del vaso— y pidió un vaso de esta misma cerveza y se empeñó en beberla. Yo le dije que no debía hacerlo; pero se la bebió y cayó muerto instantáneamente. Era demasiado fuerte para él. No debían volver a servirla.
Me impresionó muchísimo aquel triste accidente, y dije que en vez de cerveza pensaba tomar un poco de agua.
—Pero lo malo —dijo el camarero, mirando todavía la luz a través del líquido y guiñándome un ojo— es que los amos se disgustan si se dejan las cosas después de pedidas. Se ofenden. Lo que sí se puede hacer, si le parece bien, es que yo me la beba; estoy acostumbrado, y la costumbre es todo. No creo que pueda hacerme daño, sobre todo si echo bien la cabeza hacia atrás y la bebo deprisa. ¿Quiere usted?
Le contesté que lo agradecería; pero sólo en el caso de que pudiera hacerlo sin el menor peligro; de no ser así, de ninguna manera. Cuando le vi echar la cabeza hacia atrás y beberla deprisa, confieso que sentí un miedo horrible de verlo caer muerto como a míster Topsawyer. Pero no le hizo daño; por el contrario, hasta me pareció que le sentaba bien.
—¿,Qué estábamos comiendo? —dijo después, metiendo un tenedor en mi plato—. ¡Ah! ¿Chuletas?
—Sí, chuletas —dije.
—¡Dios me bendiga! —exclamó—. No sabía que fueran chuletas. Precisamente es lo único para evitar los malos efectos de esta cerveza. ¡Cuánta suerte tenemos!
Con una mano me cogió una chuleta, con la otra, una patata, y lo comió con el mayor apetito. Yo estaba radiante. Después cogió otra chuleta y otra patata; después otra patata y otra chuleta. Cuando terminó, me trajo un pudding, y sentándose enfrente de mí rumió algo entre dientes, como si estuviera pensando en otra cosa durante unos minutos.
—Qué, ¿cómo está ese bizcocho? —dijo de pronto.
—Es un pudding —le contesté.
—¡Pudding! —exclamó—. ¡Dios me bendiga! ¿De verdad es pudding? ¡Cómo! —dijo mirándolo más de cerca—. ¿Pero no será un pudding de frutas?
—Sí, precisamente.
—Es que el pudding de frutas —dijo cogiendo una gran cuchara— es lo que más me gusta. ¿No es una suerte? Vamos, pequeño, ¡a ver cuál de los dos lo come más deprisa!
Como es natural, él era quien comía más deprisa. De vez en cuando me animaba para que intentara adelantarle; pero no había competencia posible entre su cucharón de servir y mi cucharilla de café, entre su agilidad y la mía, entre su apetito y el mío; tanto es así, que desde el primer momento perdí las esperanzas de ganarle. Pienso que nunca he visto a nadie saborear un pudding de aquel modo, y después de terminar, todavía se reía como si lo estuviera saboreando.
Le encontré tan amable que me atreví a pedirle pluma, tinta y papel para escribir a Peggotty. No sólo me lo trajo al momento, sino que estuvo mirando por encima de mi hombro mientras escribía la carta. Cuando terminé me preguntó que a qué escuela me mandaban. Yo dije:
—A una cerca de Londres —que era lo que sabía.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó mirándome con compasión—. ¡Cuánto lo siento!
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque —dijo moviendo la cabeza— esa es la escuela donde han roto a un muchacho dos costillas, a un niño. Tendría, vamos a ver… ¿Cuántos años tienes?
Le dije que ocho y medio.
—¡Precisamente su edad! —dijo—. Ocho años y seis meses tenía cuando le rompieron la primera costilla, y ocho años y ocho meses cuando le rompieron la segunda, y murió a consecuencia de ello.
No pude disimular ante mí mismo ni ante el camarero la impresión que me hacía aquella desgraciada coincidencia, y pregunté cómo había sucedido. Su contestación no fue para animarme, pues consistió en estas terribles palabras:
—De una paliza.
El ruido de la diligencia en el patio fue una distracción oportuna, que me hizo preguntar algo confuso y en un tono entre orgulloso y desafiante, si le debía algo.
—Un pliego de papel —me contestó—. ¿Has comprado alguna vez papel de cartas?
No recordaba haberlo comprado nunca.
—Es raro —dijo— a causa de los derechos. Tres peniques. Es la tarifa en esta región. Y no creo que lo tenga nadie, excepto el camarero. La tinta no se cuenta; soy yo quien pierde en ello.
—¿Y qué sería… . cuánto sería… , cuánto daré… , cuánto será razonable para pagar al camarero? Dígame —balbucí enrojeciendo.
—Si no tuviera una familia y esta familia no estuviera ahora enferma —dijo el camarero— no aceptaría seis peniques. Si no tuviera que sostener a una madre anciana y a una encantadora hermanita (al llegar aquí pareció muy conmovido), no aceptaría ni un cuarto de penique. Si tuviera un buen sueldo y me trataran bien, sería yo el que de buena gana ofrecería algo en lugar de aceptarlo. Pero vivo de los desperdicios y duermo en la carbonera… (Al llegar a esto el camarero se deshizo en lágrimas.)
Me conmovieron mucho sus desgracias y sentí que una propina menor de nueve peniques demostraría un corazón muy duro. Así es que le di uno de mis relucientes chelines. Lo recibió con muchas bendiciones, y un momento después lo hacía sonar con la uña, para estar seguro de que no era malo.
Lo que me desconcertó bastante al ir a subirme al coche fue observar que todos suponían que me había comido el almuerzo sin ayuda de nadie. Lo descubrí porque oí a la señora de la ventana, que le decía al cochero: «George, cuida bien de ese niño, no vaya a reventar». Y también al ver que todas las criadas de la casa se acercaban a contemplarme como a un fenómeno.
Mi desgraciado amigo el camarero, que había recobrado todo su buen humor, no parecía turbado lo más mínimo, y se unía a la admiración general sin la menor vergüenza. Aun no teniendo la menor duda de él, esto podía haberme hecho dudar; pero creo que, con la sencilla confianza de los niños y el natural respeto que se tiene a esa edad por los que son mayores (cualidad que me entristece mucho ver que los niños pierden tan prematuramente), no se me ocurrió sospechar de él ni aun entonces.
Sin embargo, debo confesar que me molestaba mucho ser el objeto de las bromas entre el cochero y el conductor, y estar oyéndoles, sin poder protestar, decir cosas como que el coche se inclinaba por el peso hacia donde yo estaba, y que sería mucho mejor para mí viajar en furgón. La historia de mi supuesto apetito se extendió pronto entre los viajeros, a los que también divirtió mucho, y me preguntaban si en la escuela iba a pagar como si fuésemos dos hermanos o tres, y que si el contrato lo habían hecho en las mismas condiciones que para los demás, y otras muchas cosas semejantes. Pero lo peor de todo era que estaba convencido de que no me atrevería a comer nada cuando llegara la hora, y que, después de haber comido poco, tendría que aguantar toda la noche el hambre, pues en mi prisa había dejado olvidados los pasteles de Peggotty en el hotel. En efecto, mis temores se confirmaron; pues cuando nos detuvimos para cenar, no tuve valor para tomar nada, aunque tenía hambre, y me senté al lado de la chimenea, diciendo que no quería nada. Esto no me libró de nuevas bromas, pues un caballero de voz ronca y rostro rojizo, que había estado comiendo sandwiches todo el camino, excepto cuando bebía vino, dijo que yo debía de ser como las boas, que en una comida tornan lo suficiente para unos cuantos días; después de lo cual se sirvió un trozo enorme de carne cocida.
Habíamos salido de Yarmouth a las tres de la tarde y debíamos llegar a Londres a eso de las ocho de la mañana si: Terminaba el verano y la noche era hermosa.
Cuando atravesábamos una aldea, yo trataba de figurarme cómo sería el interior de sus casas y los que las habitaban; y cuando los chicos se encaramaban en el estribo de la diligencia, pensaba si tendrían padres y si serían felices en sus casas. Como se ve, no dejaba de pensar un momento, aunque lo que más me preocupaba era el sitio donde me dirigía, horrible motivo de reflexión. A veces recuerdo que me ponía a pensar en mi casa y en Peggotty, y trataba confusamente de recordar cómo sentía y qué clase de niño era antes de haber mordido a míster Murdstone; pero no lo conseguía. Me parecía que aquello databa de la más remota antigüedad.
La noche fue menos alegre que la tarde, porque hacía frío. A mí me colocaron entre dos caballeros (el de la cara roja y otro), por precaución no me fuera a caer. Y aquellos dos señores, a cada cabezada que daban al dormir casi me despachurraban. Algunas veces me oprimían tanto, que no podía por menos de gritar: «¡Oh, por favor»!, lo que les molestaba extraordinariamente.
Enfrente llevaba a una señora vieja, envuelta en una capa de piel, y que en la oscuridad más parecía un almiar que una señora, de tal modo iba empaquetada. Dicha señora llevaba consigo una cesta que durante mucho tiempo estuvo sin saber dónde ponerla, hasta que se le ocurrió meterla debajo de mis piernas, que eran las más cortitas. Aquello era un horrible tormento y me hacía desgraciado, pues no dejaba de rozarme un instante. Al menor movimiento la loza que contenía la cesta chocaba contra alguna otra cosa, y entonces la señora me daba un golpe terrible con el pie y me decía:
—¿Quieres estarte quieto? ¡Tan chico y tan inquieto!
Por último, empezó a amanecer, y entonces me pareció que mis compañeros dormían más tranquilos, desapareciendo las dificultades con que luchaban durante la noche y que habían encontrado expresión en los más horribles ronquidos y resoplidos concebibles. Conforme el sol subía, su sueño era más ligero, y poco a poco se iban despertando. Recuerdo cómo me sorprendió muchísimo la comedia de todos asegurando que no habían dormido en absoluto, y la extraña indignación con que lo aseguraban. Todavía persiste en mí el sentimiento de asombro de aquel día, pues he observado invariablemente que, de todas las debilidades humanas, la que menos dispuesto se está a reconocer es la de haber dormido yendo en coche.