—Ésta es la obra de tu crueldad, Peggotty —dijo mi madre—. Estoy segura de que tienes la culpa, y me sorprende que tengas conciencia para poner a mi hijo contra mí o contra cualquiera de los que yo quiero. ¿Qué quiere decir esto, Peggotty?
La pobre Peggotty, alzando sus ojos y sus manos al cielo, contestó con una especie de oración de gracias que yo solía repetir después de comer:
—Que Dios la perdone, mistress Copperfield, por lo que ha dicho, y que nunca tenga que arrepentirse de ello.
—Es para volverse loca —exclamó mi madre—. ¡Y en mi luna de miel, cuando mi más cruel enemigo no sería capaz de arrebatarme ni un pedacito de paz y de felicidad! Davy, eres un niño muy malo. Peggotty, eres un criatura salvaje. ¡Oh Dios mío! —gritaba mi madre, volviéndose de uno a otro de nosotros en su irritación caprichosa—. ¡Qué triste es la vida hasta cuando uno se cree con el mayor derecho para esperar que sea lo más agradable posible!
Sentí que una mano me tocaba, y conocí que no era la suya ni la de Peggotty, y me deslicé al suelo, al lado de la cama. Era míster Murdstone, que me cogía de un brazo, diciendo:
—¿Qué sucede? Clara, amor mío, ¿lo has olvidado? Firmeza, querida.
—Estoy muy triste, Edward —dijo mi madre—; me proponía ser buena; pero ¡estoy tan desesperada…!
—Verdaderamente —contestó él—, no me gusta oírte decir eso tan pronto, Clara.
—Digo que es muy duro que me hagan sufrir ahora —insistió mi madre a punto de llorar—. ¿No te parece que es cruel?
Él la atrajo hacia sí, le murmuró algo al oído y la besó. Y yo supe para siempre, cuando vi la cabeza de mi madre apoyada en su hombro y su brazo rodeándole el cuello, supe perfectamente que la naturaleza flexible de mi madre se doblegaría como él quisiera. Lo supe desde entonces, y así fue.
—Vete, amor mío —dijo míster Murdstone—. David y yo bajaremos juntos. Amiga mía —dijo, volviéndose hacia Peggotty con cara amenazadora cuando salió mi madre, despidiéndose de ella con una sonrisa—. ¿Sabe usted el nombre de su señora?
—Hace mucho tiempo que la sirvo, señor —contestó Peggotty—; debo saberlo.
—Es verdad —contestó él—; pero me parece que cuando subía las escaleras le oí a usted dirigirse a ella por un nombre que no es el suyo. Ya sabe usted que ha tomado el mío. ¡Acuérdese!
Peggotty, lanzándome miradas inquietas, hizo una reverencia y salió sin replicar, dándose cuenta de que era lo que él esperaba y de que no tenía excusa para continuar allí.
Cuando nos quedamos solos, míster Murdstone cerró la puerta y se sentó en una silla ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Yo sentía los míos clavados no menos intensamente en los suyos. ¡Cómo lo recuerdo! Y sólo al recordar cómo estábamos así, cara a cara, me parece oír de nuevo latir mi corazón.
—David —me dijo con sus labios (delgados de apretarse tanto uno con otro)—: si tengo que domar a un caballo o a un perro obstinado, ¿qué crees que hago?
—No lo sé.
—Lo azoto.
Le había contestado débilmente, casi en un susurro; pero ahora en mi silencio sentía que la respiración me faltaba por completo.
—Le hago ceder y pedir gracia. Pienso que he de dominarlo, y aunque le haga derramar toda la sangre de sus venas lo conseguiré. ¿Qué es eso que tienes en la cara?
—Barro —dije.
Él sabía tan bien como yo que era la señal de mis lágrimas; pero aunque me hubiera hecho la pregunta veinte veces, con veinte golpes cada vez, creo que mi corazón de niño se hubiese roto antes que confesárselo.
—Para ser tan pequeño tienes mucha inteligencia —me dijo con su grave sonrisa habitual—, y veo que me has entendido. Lávate la cara, caballerito, y baja conmigo.
Me señalaba el lavabo que a mí me recordaba a mistress Gudmige, y me hacía gestos de que le obedeciera inmediatamente. Entonces lo dudaba un poco; ahora no tengo la menor duda de que me habría dado una paliza sin el menor escrúpulo si no le hubiera obedecido.
—Clara, querida mía —dijo cuando, después de haber hecho lo que me ordenaba, me condujo al gabinete sin soltarme del brazo—; espero que no vuelvan a atormentarte. Pronto corregiremos este joven carácter.
Dios es testigo de que podían haberme corregido para toda la vida, y hasta quizá habría sido otra persona distinta si en aquella ocasión me hubieran dicho una palabra de cariño: una palabra de ánimo, de explicación, de piedad, para mi infantil ignorancia, de bienvenida a la casa; tranquilizándome, convenciéndome de que aquella sería siempre mi casa; así podían haberme hecho obedecer de corazón en lugar de asegurarse una obediencia hipócrita; podían haberse ganado mi respeto en lugar de mi odio. Creo que a mi madre la entristeció verme de pie en medio de la habitación, tan tímido y extraño, y que cuando fui a sentarme me seguía con los ojos más tristes todavía, prefiriendo quizá el antiguo atrevimiento de mis cameras infantiles. Pero la palabra no fue dicha, y el tiempo oportuno para ello pasó.
Comimos los tres juntos. Él parecía muy enamorado de mi madre; pero no por eso le juzgué mejor, y ella estaba enamoradísima de él. Comprendí, por lo que decían, que una hermana mayor de míster Murdstone iba a venir a vivir con ellos y llegaría aquella misma noche. No estoy seguro de si fue entonces o después cuando supe que, sin estar activamente en ningún negocio, tenía parte, o cobraba una renta anual, en el beneficio de una casa comercial de vinos de Londres, con la que su familia contaba siempre desde los tiempos de su abuelo y en la que su hermana tenía un interés igual al suyo; pero lo mencionó por casualidad.
Después de comer, cuando estábamos sentados ante la chimenea y yo meditaba el modo de escaparme para ver a Peggotty, sin atreverme a hacerlo por temor a ofender al dueño de la casa, se oyó el ruido de un coche que se paraba delante de la verja, y míster Murdstone salió a recibir al visitante. Mi madre le siguió. Yo también fui detrás, tímidamente. Al llegar a la puerta del salón, que estaba a oscuras, mamá se volvió, y cogiéndome en sus brazos, como acostumbraba a hacerlo antes, me murmuró que amara a mi nuevo padre y le obedeciera. Hizo esto apresurada y furtivamente, como si fuera un pecado, pero con mucha ternura, y después, dejando colgar un brazo, conservó en su mano la mía hasta que llegamos cerca de donde él estaba esperando. Allí mamá soltó mi mano y se agarró a su brazo.
Miss Murdstone había llegado. Era una señora de aspecto sombrío, morena como su hermano, a quien se parecía mucho, tanto en el rostro como en la voz; con las cejas muy espesas y casi juntas sobre una gran nariz, como si, al serle imposible a su sexo el llevar patillas a los lados, se las hubiera cambiado de lugar. Traía consigo dos baúles negros y duros como ella, con sus iniciales dibujadas en la tapa por medio de clavos de cobre. Cuando pagó al cochero sacó el dinero de un portamonedas de acero, que luego metió en un saco que era una verdadera prisión, que colgaba de su brazo con una cadena, y chasqueaba al cerrarse. En mi vida he visto una persona tan metálica como miss Murdstone.
La llevaron al salón con muchos aspavientos de bienvenida, y ella, solemnemente, saludó a mi madre como a una nueva y cercana parienta. Después, mirándome, dijo:
—¿Es éste su hijo, cuñada mía?
Mi madre me presentó.
—Por lo general, no me gustan los niños —dijo miss Murdstone—. ¿Cómo estás, muchacho?
Bajo aquellas palabras acogedoras, le contesté que estaba muy bien, y que esperaba que a ella le sucediera igual; pero con tal indiferencia y poca gracia, que miss Murdstone me juzgó en tres palabras:
—¡Qué mal educado!
Después de decir esto con mucha claridad, pidió que hicieran el favor de enseñarle su cuarto, que se convirtió desde entonces para mí en lugar de temor y de odio, donde nunca se veían abiertos los dos baúles negros, ni a medio cerrar (pues asomé la cabeza una o dos veces cuando ella no estaba) y donde una serie de cadenas con cuentas de acero, con las que miss Murdstone se embellecía, estaban por lo general colgadas alrededor del espejo con mucho esmero.
Según pude observar, había venido para siempre y no tenía la menor intención de marcharse.
A la mañana siguiente empezó a «ayudar» a mi madre y se pasó todo el día poniendo las cosas en «orden» y cambiando todas las antiguas costumbres. La primera cosa rara que observé en ella fue que estaba constantemente preocupada con la sospecha de que las criadas tenían escondido un hombre en la casa. Bajo la influencia de aquella convicción inspeccionaba la carbonera a las horas más intempestivas, y casi nunca abría la puerta de un ropero o de una alacena oscura sin volverla a cerrar precipitadamente, en la creencia de que le había encontrado.
Aunque miss Murdstone no tenía nada de aéreo, era una verdadera alondra tratándose de madrugar. Se levantaba (y yo creo que desde esa hora ya buscaba al hombre) antes que nadie hubiese dado señales de vida en la casa. Peggotty opinaba que debía de dormir con un ojo abierto; pero yo no lo creía, pues había intentado hacerlo y me convencí de que era imposible.
La primera mañana después de su llegada llamó antes de que cantara el gallo, y cuando mi madre bajó para el desayuno y se puso a hacer el té, miss Murdstone, dándole un cariñoso picotazo en la mejilla (era su manera de besar), le dijo:
—Ahora, Clara, querida mía, yo he venido aquí, como sabes, para evitarte todas las preocupaciones que pueda. Tú eres demasiado bonita y demasiado niña (mi madre enrojeció, sonriendo, y no parecieron disgustarle aquellos adjetivos) para tener sobre ti tantos deberes penosos que puedo resolver yo. Por lo tanto, si te parece bien, dame las llaves, querida mía, y en lo sucesivo yo me ocuparé de todas esas cosas.
Desde aquel momento miss Murdstone no se separó de las llaves; durante el día las llevaba en su saquito de acero, y por la noche las metía debajo de la almohada, y mi madre no tuvo que volver a ocuparse de ellas más que yo lo hacia.
Sin embargo, no abandonó su autoridad sin una sombra de protesta. Una noche en que miss Murdstone había estado explicando ciertos proyectos domésticos a su hermano, que los aprobaba, mi madre, de pronto, empezó a llorar y dijo que por lo menos podían haberle consultado.
—¡Clara! —dijo míster Murdstone severamente— ¡Clara! ¡Me sorprendes!
—¡Oh! Es muy cómodo decir que te sorprende, Edward —exclamó mi madre—, y está muy bien hablar de firmeza; pero a ti tampoco te hubiera gustado.
«Firmeza», según pude observar, era la gran cualidad de que los hermanos Murdstone presumían. No sé si en aquella época habría sabido expresar qué entendía yo si me hubieran obligado a hacerlo; pero desde luego comprendía claramente que aquella palabra quería decir tiranía, y expresaba el terco, arrogante y diabólico carácter de los dos. Su credo, como puedo establecerlo ahora, era éste: míster Murdstone tenía gran firmeza; nadie a su alrededor era tan firme como míster Murdstone; nadie de los que le rodeaban debía ser firme en absoluto, pues todos debían doblegarse ante su firmeza. Miss Murdstone era una excepción; podía ser firme, pero sólo relativamente y en un grado inferior y tributario. Mi madre era otra excepción; podía ser firme y debía serlo, pero solamente sometiéndose a su firmeza y creyendo firmemente que no había otra firmeza sobre la tierra.
—Es muy duro —decía mi madre— que en mi propia casa…
—¿Mi propia casa? —repitió míster Murdstone—. ¡Clara!
—Nuestra propia casa quiero decir —balbució mi madre con miedo evidente—. Espero que sepas lo que quiero decir, Edward. Es muy duro que en tu propia casa yo no pueda decir una palabra sobre los asuntos domésticos. Y antes de casarme lo hacía bien, estoy segura. Hay quien puede atestiguarlo —dijo mi madre sollozando—. Pregúntale a Peggotty si no lo hacía bien cuando nadie se metía en ello.
—Edward —dijo miss Murdstone—, déjame poner fin a esto. Me marcho mañana.
—Jane —dijo su hermano—, cállate. ¿Es que no conoces mi carácter mejor de lo que tus palabras indican?
—Puedes estar segura —dijo mi madre, que perdía terreno, deshecha en lágrimas— que no quiero que se marche nadie. Sería muy desgraciada si te fueses. No pido mucho. Soy bastante razonable. Sólo quiero que se me consulte de vez en cuando. Estoy muy agradecida a todos los que me ayudan, y sólo deseo que se me consulte, aunque no sea más que por cortesía, de vez en cuando. Yo antes creía que me querías precisamente por ser una chiquilla sin experiencia, Edward, me lo asegurabas; pero ahora parece que me odias por ello. ¡Eres tan severo!
—Edward —dijo miss Murdstone de nuevo—, te pido que me dejes poner fin a todo esto. Me voy mañana.
—Jane —tronó su hermano—, ¿te quieres callar? ¿Cómo te atreves?
Miss Murdstone sacó de su prisión de acero el pañuelo y lo puso delante de sus ojos.
—¡Clara! —continuo él mirando a mamá—. Me sorprendes, me dejas atónito. En efecto; para mí era una satisfacción el pensar que me casaba con una persona sencilla y sin experiencia, y que yo formaría su carácter infundiéndole algo de esa firmeza y decisión de la cual estaba tan necesitada. Pero cuando a Jane, que ha sido tan buena que por cariño a mí quiere ayudarme en esta empresa y para ello está casi haciendo el oficio de un ama de llaves; cuando veo que, en lugar de agradecérselo, le correspondes de una manera tan baja…
—Edward, te lo ruego, te lo suplico —exclamó mi madre—; no me acuses de ingrata. Estoy segura de que no lo soy. Nadie ha dicho nunca que lo fuera. Tengo muchos defectos, pero ese no. ¡Oh, no! Te lo aseguro, querido.
—Cuando Jane encuentra, como digo —prosiguió cuando mi madre dejó de hablar—, una recompensa tan baja, aquellos sentimientos míos se entibian y alteran.
—¡No digas eso, amor mío! —imploró mi madre—. ¡Oh, no, Edward! No puedo soportar el oírtelo. A pesar de todo, soy cariñosa, sé que soy cariñosa. Si no estuviera segura de que lo soy, no lo diría. Pregúntale a Peggotty. Estoy segura que te dirá que soy muy cariñosa.
—No hay ninguna debilidad, Clara —dijo míster Murdstone a modo de réplica—, por grande que sea, que resulte importante para mí. Tranquilízate.
—Te lo ruego, seamos amigos —dijo mi madre—. Yo no podría vivir entre la frialdad o la dureza. ¡Estoy tan triste! Tengo muchos defectos, lo sé, y es mucha tu bondad, Edward, que con tu entereza trates de corregirme. Jane, no volveré a hacer objeciones a nada, me desesperaría que quisieras dejarnos…
Aquello era ya demasiado.
—Jane —dijo míster Murdstone a su hermana—, es muy raro que entre nosotros se crucen palabras duras como estas, y espero que así siga siendo; y no ha sido culpa mía si por rara casualidad ha sucedido esta noche. He sido arrastrado a ello por los demás. Tampoco ha sido tu culpa, pues también has sido arrastrada por los demás. Tratemos los dos de olvidarlo. Y como esto —añadió después de aquellas magnánimas palabras— no es una escena edificante para un niño, David, vete a la cama.