—Creo, Clara —dijo míster Murdstone en voz baja grave—, que en este asunto puede haber jueces mejor y más desapasionados que tú.
—Edward —replicó mi madre tímidamente—, tú en todas las cuestiones juzgas mejor que yo, y tu hermana también; solamente decía…
—Solamente decías algo inútil e irreflexivo —repuso él—. Trata de no volver a hacerlo, querida Clara, y de dominarte mejor.
Los labios de mi madre se movieron como si contestaran «Sí, mi querido Edward»; pero no llegaron a pronunciar palabra.
—Me apena, David, el observar —repitió míster Murdstone, volviéndose hacia mí— que seas tan huraño. Yo no puedo consentir que un carácter así se desarrolle delante de mis ojos sin hacer un esfuerzo para corregirlo. Trata, por lo tanto, de cambiar, si no quieres que tratemos nosotros de cambiarte.
—Dispénseme usted, míster Murdstone; pero le aseguro que ni por un momento he tenido la intención de ser, desde mi llegada, como usted dice.
—No te refugies en la mentira —me contestó tan irritado, que vi a mi madre extender involuntariamente su mano como interponiéndose—. Tu mal humor te ha hecho retirarte a tu habitación, y allí te has pasado horas enteras, cuando debías haber estado aquí. Ya sabes de una vez para siempre, te lo ordeno, que tienes que estar aquí. Además, exijo que seas obediente en todo. Ya me conoces, David; cuando quiero una cosa, esa cosa ha de hacerse.
Miss Murdstone lanzó un suspiro de satisfacción.
—Y además exijo respeto y prontitud en obedecerme, y lo mismo respecto a mi hermana y respecto a tu madre. No quiero que un chiquillo huya de nuestro lado como si hubiera peste. Siéntate.
Me hablaba como a un perro, y yo le obedecía como un perro.
—Además, otra cosa —prosiguió—. He observado que te atraen las compañías vulgares. No quiero que te juntes con los sirvientes. La cocina no mejorará en nada tus defectos. De la mujer que te sostiene allí no digo nada; hasta tú, Clara —dijo dirigiéndose a mi madre en voz más baja—,tienes una debilidad por ella, formada por antiguas costumbres e ideas que todavía no has abandonado.
—¡La más incomprensible de las aberraciones! —exclamó miss Jane.
—Solamente digo —resumió él, dirigiéndose a mí de nuevo— que desapruebo tu afición a la compañía de Peggotty y que debes desistir de ella. Ahora, David, creo que me has comprendido y que sabes las consecuencias si no me obedeces al pie de la letra.
Lo sabía, ¡vaya si lo sabía!, mejor quizá de lo que él pensaba, sobre todo en lo que se refería a mi madre, y le obedecí al pie de la letra. No volví a quedarme solo en mi habitación, ni a buscar consuelo en Peggotty; permanecía sentado tristemente con ellos un día tras otro, deseando que llegara la noche para irme a la cama.
¡Qué cruel tortura era para mí estar allí sentado en la misma actitud horas y horas, sin atreverme a mover un brazo ni una pierna, para que miss Murdstone no pudiera quejarse, como lo hacía con cualquier pretexto, de mi movilidad, y tampoco me atrevía a levantar la vista, por temor de encontrarme con alguna mirada de desagrado o escudriñadora que buscase en mis ojos nuevas causas de queja! ¡Qué intolerable aburrimiento era el estar sentado escuchando el tictac del reloj y viendo cómo miss Murdstone engarzaba sus cuentas de metal, pensando en si llegaría a casarse, y en ese caso la suerte de su desdichado marido; dedicado a contar las molduras de la chimenea o a pasear la vista por el techo o por los dibujos del papel de la pared!
¡Qué paseos he dado con la imaginación, solo en medio del frío, por caminos de barro, llevando sobre mis hombros el gabinete entero, con miss Murdstone y todo, monstruosa carga que me obligaban a llevar, horrible pesadilla de la que me era imposible despertar, peso terrible que aplastaba mi inteligencia y me embrutecía!
¡Qué de comidas en un silencio embarazoso, siempre sintiendo que allí había un cubierto de sobra, que era el mío; un apetito de más, que era el mío; un plato y una silla de más, que eran los míos, y una persona que estorbaba, y que era yo!
¡Qué veladas, cuando traían luces y me obligaban a que hiciera algo! Yo no me atrevía a coger algún libro divertido, y meditaba sobre algún indigesto tratado de aritmética, en el que las tablas de pesos y medidas se transformaban en canciones como Rule Britannia o Away Malancholy, y las lecciones se negaban a dejarse estudiar, y todo pasaba a través de mi desdichada cabeza, entrándome por un oído y saliéndome por otro.
¡Qué de bostezos he dejado escapar a pesar de todo mi cuidado! ¡Qué estremecimientos para arrojar el sueño que se apoderaba de mí! Si por casualidad se me ocurría decir algo, nadie me contestaba. Era un cero a la izquierda, al que nadie hace caso, y que, sin embargo, estorba a todo el mundo. Y con qué descanso oía a miss Murdstone enviarme a la cama cuando daban las nueve.
Así pasaron mis vacaciones hasta que llegó la mañana de mi marcha y miss Murdstone me dijo: «Hoy es el último día», y me dio la taza de té de despedida.
No me entristecía el marcharme. Había caído en un estado de embrutecimiento del que sólo salía pensando en Steerforth, a pesar de que detrás de él veía a míster Creakle. De nuevo Barkis apareció en la verja, y de nuevo miss Murdstone dijo con voz severa: «¡Clara!», cuando mi madre se inclinaba a besarme.
La besé y también a mi hermanito. Y al besarlos sí que sentí tristeza; pero no por marcharme; el abismo abierto entre nosotros continuaba y la separación era diaria. Y lo que todavía vive en mi espíritu como si fuera ayer no es el abrazo que me dio, a pesar de lo ferviente que era, sino lo que siguió al abrazo aquel.
Estaba ya en el carro, cuando le oí llamarme. Miré y estaba sola en medio del camino, levantando a su niño en los brazos para que yo le viera. Hacía frío, pero era un frío helado, y ni un solo cabello ni un pliegue de su ropa se movía, mientras que me miraba intensamente, levantando en sus brazos al pequeño para que yo le viera.
¡Y así la perdí! Así la vi después en mis largos ensueños de colegial, silenciosa y presente al lado de mi lecho, mirándome con la misma intensidad de entonces, levantando a su nene para que yo le viera.
Un cumpleaños memorable
Paso en silencio todo lo sucedido en la escuela desde mi llegada hasta el día de mi cumpleaños, que era en marzo. Lo único que recuerdo de entonces es que admirábamos a Steerforth más que nunca. Pensaba salir ya del colegio a finales del semestre o antes, y cada vez me parecía más espiritual y más independiente, y también más amable. Pero aparte de esto, no me viene a la imaginación otra cosa.
El inmenso recuerdo que ha marcado aquella época parece haberlo absorbido todo para subsistir único.
¡Me cuesta trabajo creer que hubiesen transcurrido dos meses entre mi vuelta a Salem House y el día de mi cumpleaños! Si lo creo es porque lo sé; de otro modo estaría convencido de que no había pasado apenas tiempo entre una cosa y otra.
Recuerdo perfectamente el día, con la niebla que rodeaba todo y la escarcha que cubría los árboles, y siento mis cabellos húmedos pegarse a mis mejillas, y veo la perspectiva de la clase, los faroles opacos alumbrando la mañana brumosa, y el humear del aliento de los niños en el ambiente frío, mientras soplan sus dedos y golpean el suelo con los pies.
Fue después del desayuno. Acabábamos de subir del recreo cuando míster Sharp apareció y me dijo:
—David Copperfield, le están esperando en el salón.
Pensé en algún regalo de Peggotty, y se me iluminó la cara al oír esta orden. Al salir de la clase, algunos de los chicos me dijeron que no les olvidase para las golosinas. Y salí de mi sitio presuroso.
—No se apresure, Davy —me dijo míster Sharp—. Tiene tiempo de sobra; no corra usted, hijo mío.
Si lo hubiese pensado me habría sorprendido su tono cariñoso. Pero no me di cuenta hasta mucho después. Me dirigí corriendo al salón. Encontré a míster Creakle sentado ante su desayuno, con el bastón y un periódico en la mano, y a mistress Creakle con una carta abierta. Pero carta de envío no había ninguna.
—David Copperfield —me dijo mistress Creakle, llevándome a un sofá y sentándose a mi lado—: tengo que hablarle de algo muy personal; he de darle una noticia, hijo mío.
Míster Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con un enorme pedazo de pan untado de manteca.
—Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy —me dijo mistress Creakle— y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas horas.
La miré gravemente.
—Cuando volviste aquí, después de las vacaciones —continuó mistress Creakle, después de un momento de silencio—, ¿todos los de tu casa estaban bien? —y después de otra pausa—: ¿Tu madre estaba bien?
Sin saber por qué temblé y continué mirándola gravemente, sin fuerzas para contestar nada.
—Porque —continuó— siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se me informa que ahora está bastante mala.
Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en ella un momento. Después sentí que lágrimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a verla bien.
—Está enferma de mucha gravedad —añadió.
Ya lo sabía todo.
—Ha muerto.
No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el mundo vacío.
Mistress Creakle fue muy buena conmigo. Me retuvo a su lado todo el día y me dejaba solo algunos ratos; yo lloraba, y después me dormía de cansancio y me volvía a despertar llorando. Cuando ya no podía llorar empecé a meditar; pero el peso de mi pena me ahogaba y no tenía consuelo. Y eso que todavía no me daba cuenta totalmente de la desgracia. Pensaba en nuestra casa cerrada y silenciosa. Pensaba en mi hermanito, de quien mistress Creakle me había dicho que iba debilitándose desde hacía ya tiempo y temían que también se muriese. Pensaba en el sepulcro de mi padre y en el cementerio, tan cerca de casa, y veía a mi madre tendida allí, debajo de los árboles, que tan bien conocía. Cuando me encontré solo me subí en una silla y me miré al espejo, para ver cómo estaban de encarnados mis ojos y de triste mi rostro. Después, cuando hubieron pasado algunas horas, pensaba si mis lágrimas se habrían terminado para siempre y ya no lloraría cuando volviera a casa, pues me llamaban para asistir al funeral. Al mismo tiempo pensaba que tenía que demostrar cierta dignidad ante mis compañeros, de acuerdo con la importancia de mi pena.
Si algún niño ha sentido una pena sincera, era yo; sin embargo, recuerdo que la importancia de mi desgracia me causaba cierta satisfacción mientras me paseaba por el patio mientras los otros niños continuaban en clase. Cuando les veía asomarse furtivamente a las ventanas, sentía una especie de orgullo, y andaba más despacio y más triste, y cuando terminó la clase y se acercaron a hablarme estaba satisfecho de mí mismo por no ser orgulloso con ellos y acogerlos exactamente como antes.
Debía partir al día siguiente por la noche; pero no en la diligencia, sino en un coche llamado «El Labrador», que estaba destinado principalmente para los campesinos que hacían sólo pequeñas distancias. Aquella noche no contamos historias, y Traddles se empeñó en dejarme su almohada. No sé qué bien pensaría hacerme con aquello, pues yo tenía una; pero era todo lo que podía darme el pobre, excepto un papel lleno de esqueletos que me entregó al partir como consuelo de mis penas y para que contribuyera a la paz de mi espíritu.
Dejé Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco me imaginaba que era para no volver nunca! Viajamos muy despacio por la noche y llegamos a Yarmouth a las nueve o las diez de la mañana. Miré, buscando a Barkis; pero no le encontré. En su lugar estaba un hombrecito grueso y de aspecto jovial, vestido de negro, con unos lacitos en las rodillas de sus pantalones cortos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó a la ventanilla del coche y dijo:
—¿Míster Copperfield?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted hacer el favor de venirse conmigo —dijo abriendo la portezuela— y tendré el gusto de llevarle a su casa?
Me agarré de su mano preguntándome quién sería, y llegamos por una calle estrecha delante de una tienda en cuya fachada se leía: «Omer, tapicero, sastre, novedades, funeraria, etc.». Era una tienda ahogada y pequeñita, llena de toda clase de vestidos, hechos y sin hacer, con un escaparate repleto de sombreros y cofias. Pasamos a otra habitación que había detrás de la tienda, donde se encontraban tres muchachas cosiendo ropa negra, color del que estaba también cubierta la mesa; asimismo el suelo estaba lleno de trocitos pequeños. Había un buen fuego en la habitación y olía mucho a crespón tostado. Yo no conocía aquel olor hasta entonces; pero ahora lo reconocería siempre.
Las tres muchachas, que parecían trabajadoras y alegres, levantaron la cabeza para mirarme y después siguieron su trabajo: cosían, cosían, cosían; al mismo tiempo, de un taller que había al otro lado del patio llegaba un martillar monótono: rat-tat-tat, rat-tat-tat, rat-tat-tat.
—Bien —dijo mi guía a una de las tres muchachas—. ¿Cómo va eso Minnie?
—Terminaremos a tiempo —replicó alegremente y sin levantar la vista—; descuide, papá.
Míster Omer se quitó el sombrero, se sentó y resopló. Estaba tan grueso, que se vio obligado a resoplar muchas veces antes de poder decir:
—Está bien.
—Padre —dijo Minnie riéndose—, ¡está usted engordando como un cerdo!
—Tienes razón, querida. No comprendo el porqué —dijo reflexionando—; pero es así.
—Es que es usted un hombre muy tranquilo —dijo Minnie— y que toma las cosas con calma.
—¿Y para qué tomarlas de otro modo, querida? —dijo míster Omer.
—No, naturalmente —replicó su hija—. Aquí todos somos alegres, gracias a Dios. ¿Verdad, papá?
—Así lo creo —dijo míster Omer—. Ahora que he descansado voy a tomar medida a este niño. ¿Quiere hacer el favor de pasar a la tienda, míster Copperfield?
Precedí a míster Omer, quien después de enseñarme una pieza de tela, que me dijo era extrafina y demasiado buena, no siendo para luto de parientes muy cercanos, me tomó medida y lo escribió en un libro. Mientras escribía me hacía observar todos los objetos que llenaban su tienda; fijarme en ciertas modas que acababan de llegar y en otras que acababan de pasar.