¡Qué agradable de oír era aquello! Le dije que si esperaba eso podía esperar hasta el día del Juicio.
—Pero vas a tomar algo —añadí, alargando la mano hacia la campanilla—. Mistress Crupp te hará café, y yo te asaré unas tajadas de magro en un hornito de Dutch que tengo aquí.
—No, no —dijo Steerforth—; no llames; no puedo, tengo que almorzar con uno de esos muchachos que está en el Hotel Piazza, en Covent Garden.
—Pero ¿vendrás a comer? —le dije.
—Por mi vida que no puedo. No hay nada que pudiera gustarme más; pero estoy comprometido con esos dos muchachos, y mañana por la mañana partimos los tres juntos.
—Entonces tráelos también a ellos a comer aquí —repuse—. ¿Crees que no querrán venir?
—¡Oh! Ya lo creo que querrán, en cuanto se lo diga —dijo Steerforth—; pero es mejor que vengas tú a comer con nosotros a cualquier parte.
No quise consentir en ello de ninguna manera, pues se me había metido en la cabeza que debía celebrar la inauguración de mi casa, y me parecía que no podía encontrar mejor oportunidad. Estaba más orgulloso que nunca de mis habitaciones, después de la aprobación de Steerforth, y ardía en deseos de demostrarle todos sus recursos. Por lo tanto, le hice prometerme formalmente, en nombre de sus dos amigos, que vendrían, y fijamos la hora de la comida para las seis.
Cuando se marchó llamé a mistress Crupp y le anuncié mi atrevido proyecto. Mistress Crupp me dijo, en primer lugar, que, naturalmente, no esperaría que ella nos sirviera la mesa, pero que conocía un joven muy hábil, que quizá consintiera en servir por cinco chelines y una pequeña gratificación además. Le respondí que, en efecto, necesitábamos a aquel hombre. Después mistress Crupp añadió que era evidente que ella no podía estar en dos sitios a la vez (lo que me pareció razonable) y que una muchacha, instalada en la despensa con una luz, era indispensable para lavar sin parar los platos. Le pregunté cuál podía ser el coste de los servicios de aquella muchacha. Mistress Crupp suponía que dieciocho peniques no me arruinarían. Yo también lo suponía así, y fue otro punto decidido. Entonces mistress Crupp dijo:
—Bueno; ahora vamos a ocuparnos del menú.
El albañil que había construido la chimenea de la cocina de mistress Crupp había sido muy poco precavido y la había hecho de tal modo que no se podían guisar en ella más que chuletas y patatas.
En cuanto a una cazuela para el pescado, mistress Crupp dijo que no tenía más que ir a mirar su batería de cocina: no podía decirme más; ¡si quería, no tenía más que ir a verla! Como no me habría servido de nada el ir a verla, me negué diciendo:
—Nos podemos pasar sin pescado.
Pero mistress Crupp protestó:
—No diga usted eso; ahora hay ostras, y no hay mas remedio que ponerlas.
—¡Vaya por las ostras!
Mistress Crupp me dijo entonces que su opinión era hacer el menú del modo que sigue: Un par de pollos asados… . que se traerían del mesón. Un plato de carne con legumbres… . del mesón; dos cosas ligeras, como una empanada caliente y una fuente de riñones… , del mesón, y una tarta (si yo quería) y un helado… , del mesón. Esto la dejaría en completa libertad para concentrar su atención en las patatas y para servir a punto, como deseaba, el queso y el apio.
Acepté lo decidido por mistress Crupp, y yo mismo di el encargo en el mesón. Después, bajando por el Strand, observé en el escaparate de una carnicería un bloque de una sustancia dura que parecía mármol, pero que se llamaba «falsa tortuga»; entré y compré un trozo de ella, que después he tenido razones para creer que era suficiente para quince personas. Esto, mistress Crupp, al cabo de muchas dificultades, consintió en calentarlo; pero disminuyó tanto al hacerse líquido, que nos pareció, como decía Steerforth, bastante escasito para nosotros cuatro. Terminados estos preparativos felizmente compré un postrecito en el mercado de Covent Garden e hice un encargo bastante considerable en una tienda de vinos de la vecindad. Cuando volví a casa por la tarde y vi las botellas alineadas en escuadra en el suelo de la despensa, me parecieron tantas (aunque se habían perdido dos, con gran descontento de mistress Crupp) que me asusté.
Uno de los amigos de Steerforth se llamaba Grainger, y el otro, Markhan. Eran ambos muy alegres y joviales; Grainger, algo mayor que Steerforth; Markhan parecía más joven, no representaba más de veinte años. Observé que este último hablaba siempre de sí mismo como de «un hombre», y no empleaba casi nunca la primera persona del singular.
—Uno podría vivir aquí muy bien, míster Copperfield —dijo Markhan refiriéndose a sí mismo.
—No está mal situada —contesté—, y las habitaciones son realmente cómodas.
—Espero que los dos traigáis apetito —dijo Steerforth.
—Por mi honor —replicó Markhan— debe de ser la ciudad te que abre de este modo el apetito; se tiene hambre todo el día, aunque se esté comiendo continuamente.
Sintiéndome algo intimidado y demasiado joven para presidir, hice a Steerforth ponerse a la cabecera de la mesa, cuando subieron la comida, y yo me senté frente a él. Todo estaba muy bueno; no economizamos el vino, y Steerforth estuvo tan brillante para hacer que la cosa resultara bien, que nuestras risas no tenían descanso, y fue una verdadera fiesta. Yo, durante la comida, no estuve todo lo agradable que habría deseado; pero mi silla estaba frente a la puerta y me distraía viendo que el joven «hábil» salía de la habitación muy a menudo, y un momento después se proyectaba su sombra en la pared de la antesala con una botella en la boca. También la muchacha me ocasionó alguna inquietud; no tanto porque se descuidara en el fregado de los platos, sino porque los rompía. Se conoce que era muy curiosa, y en lugar de encerrarse (como se le había indicado expresamente) en la despensa, estaba asomándose constantemente a vernos, y creyéndose siempre descubierta, salía corriendo por encima de los platos que iba dejando limpios en el suelo, y aquellas retiradas eran desastrosas.
Esto, sin embargo, eran pequeñeces, que olvidé fácilmente cuando, después de limpiar el mantel, trajeron el postre; en aquel momento de la fiesta nos dimos cuenta de que el joven «hábil» había perdido el uso de la palabra. Y dándole en secreto el consejo de que fuera a buscar a mistress Crupp y de que se llevara consigo a la muchacha, me abandoné por completo a la alegría.
Empecé por sentirme extrañamente alegre y de buen humor; toda clase de cosas medio olvidadas me vinieron a la imaginación, y hablé de ellas con una verbosidad desacostumbrada. Reí con toda mi alma de mis propios chistes y de los de los demás; llamé a Steerforth al orden porque no hacía circular el vino, y me comprometí a ir a Oxford; anuncié que pensaba dar una comida exactamente como aquella una vez por semana, y tomé tanto tabaco de la tabaquera de Grainger, que me vi obligado a retirarme a la antesala para estornudar a mi gusto durante diez minutos.
Continuaba haciendo circular el vino cada vez más deprisa, descorchando botellas continuamente y antes de que fuera necesario. Propuse brindar a la salud de Steerforth. Dije que era mi más querido amigo, el protector de mi infancia y el compañero de mi juventud. Dije que estaba encantado de poder brindar por su salud; dije que tenía con él más obligaciones de las que podría nunca cumplir, y que sentía una admiración que no podría expresar, y terminé diciendo:
—A la salud de Steerforth, y que Dios le bendiga. ¡Viva!
Bebimos tres veces tres vasos, y después otra vez, y después otra para terminar. Al dar la vuelta a la mesa para ir a estrecharle la mano, rompí mi vaso y le dije (en dos palabras):
—Steerforth, tú eres la estrella que guías mi existencia.
Seguimos bebiendo, y de pronto me di cuenta de que alguien estaba a la mitad de una canción: era Markhan, que cantaba «cuando el corazón de un hombre está deprimido por las preocupaciones» . Cuando terminó de cantar, les propuso brindar por «la mujer». No me gustó y no quise consentirlo; le dije que no era respetuoso el brindis propuesto, y que en mi casa yo no permitía que se brindara y bebiera si no era «por las señoras». Estuve muy arrogante con él, principalmente porque me pareció que Steerforth y Grainger se reían de mí (o de él, o de los dos). Él me contestó que un hombre no se dejaba dar lecciones. Yo le dije que, en efecto, así debía ser. Él repuso que un hombre no se dejaba insultar, y yo le contesté que tenía razón, y que nunca bajo mi techo podría temer semejante cosa, pues allí los lares eran sagrados y las leyes de la hospitalidad omnipotentes. Grainger contestó que no era claudicación para la dignidad de su honor el reconocer que yo era un muchacho encantador. Al momento propuse beber a su salud.
Alguien fumaba, y todos nos pusimos a fumar; yo también, a pesar de lo que me repugnaba. Steerforth había pronunciado un discurso en mi honor, durante el cual me había conmovido casi hasta llorar. Le respondí expresando el deseo de que la presente sociedad comiera conmigo al día siguiente, y al otro, y todos los demás, a las cinco, con objeto de gozar de su compañía y de su conversación toda la velada. Me sentí obligado a un brindis individual, y propuse beber a la salud de mi tía «miss Betsey Trotwood, el honor de su sexo».
Después, alguien se inclinaba por la ventana de mi alcoba y apoyaba su frente ardorosa contra las piedras de la balaustrada, recibiendo el viento en el rostro: era yo. Me dirigía a mí mismo, llamándome Copperfield y me decía: «¿Por qué has fumado? Ya sabes que no puedes hacerlo». Después alguien que no está muy seguro sobre sus piernas se mira al espejo. También soy yo. Me encuentro muy pálido; con la mirada vaga y los cabellos (sólo los cabellos) que parecen borrachos.
Alguien me dice: «Vamos al teatro, Copperfield». Ya no veo la alcoba, sólo veo la mesa cubierta de vasos; la lámpara; Grainger a mi derecha, Markhan a mi izquierda, y Steerforth enfrente, todos sentados como en una niebla lejana. «¿Al teatro? ¡Sin duda! ¡Eso es! ¡Vamos! Dispensadme si salgo el último para apagar la luz; no sea que cause un incendio.»
Sin duda a causa de alguna confusión en la oscuridad, la puerta había desaparecido y yo la buscaba en las cortinas de la ventana, cuando Steerforth, riendo, me agarró de un brazo y me sacó fuera. Bajamos las escaleras uno tras otro. Cerca del final, alguien se cayó y rodó hasta el portal. Alguien dijo que había sido Copperfield. Yo estaba indignado de aquella falsa noticia, hasta el momento en que, encontrándome en el suelo, empecé a creer que quizá tenía algún fundamento aquella suposición.
Era una noche de niebla espesa, con grandes aureolas alrededor de los faroles de la calle. Oí decir vagamente que llovía; pero a mí me parecía que helaba. Steerforth me sacudió un poco debajo de un farol, me puso el sombrero, que alguien había sacado de no sé dónde ni cómo, pues antes no lo tenía, y me preguntó: «¿Cómo lo encuentras, Copperfield?», y yo le respondí: «Mejor que nunca».
Un hombre embutido en una taquilla apareció tras la niebla y recibió dinero de alguien, al mismo tiempo que preguntaba si habían pagado por mí; pareció dudar (a lo que puedo recordar de aquel instante rápido como un relámpago) si dejarme entrar o no, y un momento después estábamos sentados en lo alto de un teatro asfixiante. Nos asomamos al patio de butacas, que parecía echar humo; la gente amontonada allí se confundía a mis ojos. Había también un gran escenario, que parecía muy limpio y muy brillante cuando se venía de la calle, y además había gente que se paseaba y hablaba en él de algo, pero de una manera confusa. Había mucha luz, música, señoras en los palcos, y no sé qué más. Me parecía que todo el edificio tomaba una lección de natación al ver las oscilaciones extrañas con que todo se me escapaba cuando trataba de fijar la vista.
Ante la proposición de alguien, decidimos bajar a los primeros palcos, donde estaban las señoras. Vi a un señor vestido de etiqueta echado en un diván con los gemelos en la mano, y me vi también a mí mismo de pie ante un espejo.
Me introdujeron en un palco, donde me di cuenta de que hablaba mientras me sentaba, y que a mi alrededor gritaban: «¡Silencio!» a alguien; vi que las señoras me lanzaban miradas de indignación y… ¿qué?… ¡Sí!… Agnes, sentada delante de mí en el mismo palco, al lado de un señor y de una señora que yo no conocía. Ahora veo su rostro seguramente mucho mejor que cuando lo vi entonces, volverse hacia mí con una expresión inolvidable de asombro y pena.
—¡Agnes! —dije temblando—. ¡Dios mío, Agnes!
—¡Chsss!, te lo ruego —me respondió sin que yo pudiera comprender por qué—. Molestas a la gente; mira a la escena.
Traté, según me ordenaban, de ver y oír algo de lo que sucedía; pero fue inútil. La miré de nuevo y la vi ocultarse en un rincón y apoyar la frente en su mano enguantada.
—Agnes —le dije—, me parece que no estás bien.
—Sí, sí; no te preocupes por mí, Trotwood —replicó ella—; escúchame: ¿te vas a marchar pronto?
—¿Si me marcho pronto? —repetí.
—Sí.
Tuve la estúpida intención de contestar que la esperaría para darle el brazo en las escaleras, y supongo que debí decirle algo, pues después de mirarme atentamente un momento pareció comprender y replicó en voz baja:
—Sé que harás lo que te pida, si te digo que me interesa mucho. Vete ahora mismo, Trotwood, por cariño a mí; ruega a tus amigos que te acompañen a tu casa.
Su presencia había producido ya bastante efecto sobre mí para que me sintiera avergonzado a pesar de mi cólera, y con un corto «buesches» (que quería decir buenas noches) me levanté y salí. Steerforth me siguió, y me pareció que no había dado más que un paso desde la puerta del palco a la de mi habitación, donde me encontré solo con él. Me ayudó a desnudarme, mientras yo le decía, alternativamente, que Agnes era mi hermana y que le rogaba que me trajera el sacacorchos para abrir otra botella.
Alguien pasó la noche en mi cama diciendo y haciendo sin cesar las mismas cosas, en un sueño febril; la cama parecía un mar agitado, que no se calmaba nunca. Después, cuando poco a poco fui encontrándome a mí mismo, empecé a sentirme la garganta seca, la piel ardorosa, y me parecía que mi lengua era el fondo de un puchero vacío que se estuviese calentando a fuego lento y que las palmas de mis manos eran dos planchas de metal ardiendo que ni el hielo podrían refrescar.
¡Qué agonía de espanto, qué remordimiento, qué vergüenza sentí cuando recobré conciencia al día siguiente! ¡Qué horror pensar las mil tonterías que habría cometido sin darme cuenta y que ya no podría reparar nunca! ¡El recuerdo de aquella inolvidable mirada de Agnes; la imposibilidad en que me encontraba de tener una explicación con ella, puesto que ni siquiera sabía (era un animal) ni por qué había venido a Londres ni dónde paraba; el asco que me causaba la vista de la habitación en que había tenido lugar el festín; el olor del tabaco; los vasos todavía sucios; el dolor de cabeza que tenía, que me impedía salir y casi levantarme! ¡Qué día!