—Si alguno de ustedes me ha visto los tobillos —dijo una vez arriba— no necesito decir que me ahorcaré.
—Yo no he visto nada —dijo Steerforth.
—Ni yo tampoco —dije.
—Pues bien; entonces —exclamó miss Mowcher— consiento en seguir viviendo. Ahora venga usted a la prisión para ser ejecutado.
Steerforth, cediendo a sus instancias, se sentó de espaldas a la mesa, y volviendo hacia mí su rostro sonriente, sometió su cabeza al examen de la enana, evidentemente sin otro objeto que el de divertirnos. Era un curioso espectáculo ver a miss Mowcher inclinada sobre él y examinando sus hermosos cabellos oscuros, con ayuda de una lupa que acababa de sacar de su bolsillo.
—Vamos, ¡es usted un chico guapo! —dijo miss Mowcher después de un corto examen—; pero si no fuera por mí estaría usted calvo como un monje antes de fin de año. Sólo le pido un minuto más; voy a lavarle los cabellos con un agua que se los conservará diez años.
Al mismo tiempo vertió el contenido del frasquito sobre un trocito de franela; después, empapando en la misma preparación uno de los cepillitos, empezó a frotar la cabeza de Steerforth con una actividad incomparable, y siempre hablando sin parar.
—¿Conoce usted a Carlos Pyegrave, el hijo del duque? —dijo mirando a Steerforth por encima de su cabeza.
—Un poco —dijo Steerforth.
—¡Ese es un hombre! ¡Y esas son patillas! Si tuviera las piernas tan derechas, no tendría igual. ¿Querrá usted creer que ha pretendido prescindir de mí? ¡Un oficial de la guardia!
—¡Loco! —dijo Steerforth.
—Lo parece; pero loco o no, lo ha intentado —replicó miss Mowcher—. ¿Y qué creerá usted que ha hecho? Pues entra en una peluquería y pide una botella de agua de Madagascar.
—¿Carlos?
—Carlos en persona; pero no tenían agua de Madagascar.
—¿Y qué es eso? ¿Algo de beber? —preguntó Steerforth.
—¿De beber? —replicó miss Mowcher, deteniéndose para darle una palmadita en la cara—. Para arreglarse él solo los bigotes, ¿sabe? Había en la tienda una mujer de cierta edad, un verdadero grifo que nunca había oído aquel nombre. «Perdone, caballero —dijo el grifo a Carlos— ¿no será… no será colorete por casualidad?…» «¿Colorete? —dice Carlos al grifo—. Y ¿qué quiere usted que haga yo con el colorete?…» «Perdón, caballero —dijo la mujer—; nos piden ese artículo bajo nombres tan diferentes, que pensaba que quizá era uno más.» He ahí, querido mío —continuó miss Mowcher frotando con todas sus fuerzas—; he ahí otra prueba de todos esos farsantes de que hablaba hace un momento. Y no digo que no esté yo mezclada en ello como cualquiera, quizá más, quizá menos; pero, hijo mío, ¿eso qué tiene que ver?
—¿En qué dice usted que está mezclada, en el colorete? —dijo Steerforth.
—No tiene usted más que relacionar una cosa con otra, mi querido discípulo —dijo la astuta miss Mowcher tocándose la punta de la nariz—; tuve acceso al secreto profesional de todos los comercios y el producto le dará el resultado deseado. Y digo que también yo voy un poco por ese camino, porque hay señoras que dicen que me llaman para un bálsamo de los labios, otras me piden guantes, otras una camiseta y otras un abanico. Yo le doy el nombre que ellas quieren y les proporciono el mismo artículo a todas; pero nos guardamos tan bien el secreto y disimulamos de tal modo, que tanto se cuidarían de darse el colorete delante de mí como delante de cualquier persona. ¿No tienen a veces el descaro de decirme, con un dedo de colorete en la cara?: «¿Cómo me encuentra usted, miss Mowcher, no estoy un poco pálida?». ¡Ja, ja, ja! También esas son farsantes, ¿qué les parece, amiguitos?
Nunca en mi vida he visto nada semejante a miss Mowcher de pie sobre la mesa riendo de su gracia y frotando sin descanso el cráneo de Steerforth, mientras me guiñaba un ojo mirándome por encima de su cabeza.
—¡Ah! Por esta tierra no me piden mucho ese artículo —dijo—, y me extraña, pues no he visto ni una mujer bonita desde que estoy aquí, Steerforth.
—¿No? —dijo Steerforth.
—Ni la sombra de una —replicó miss Mowcher.
—Nosotros podríamos enseñarle una en carne y hueso —dijo Steerforth volviéndose hacia mí—. ¿No es verdad, Florecilla?
—Ya lo creo —respondí.
—¡Hum! —dijo la diminuta criatura mirándome de un modo penetrante y lanzando después una ojeada a Steerforth—. ¡Hum!
La primera exclamación parecía una pregunta dirigida a los dos; la segunda era evidentemente dirigida a Steerforth.
No recibiendo ni de uno ni de otro la respuesta que sin duda esperaba, continuó frotando con la cabeza inclinada y mirando al techo como si buscara allí la contestación y esperase verla aparecer.
—¿Una hermana suya, míster Copperfield? —exclamó después de un momento de silencio y conservando siempre la misma actitud—. ¿Una hermana suya?
—No —dijo Steerforth, sin darme tiempo a contestar—; nada de eso. Al contrario, o mucho me equivoco o míster Copperfield tenía gran admiración por ella.
—¡Cómo! ¿Ahora ya no la tiene? —replicó miss Mowcher—. ¿Es inconstante? ¡Qué vergüenza! «Aspira cada flor y cambia cada hora… hasta que Polly a su pasión le corresponde…» ¿Se llama Polly?
Aquel diablillo me lanzó la pregunta tan bruscamente y me miraba con tanta astucia, que quedé desconcertado por completo.
—No, miss Mowcher; se llama Emily —le contesté.
—¡Hum! —exclamó exactamente en el tono de antes—. ¡Qué charlatana soy, míster Copperfield!; pero no soy indiscreta.
Su tono y sus miradas expresaban algo que no me resultaba agradable tratándose de aquel asunto; así es que dije, en tono más grave del que habíamos empleado hasta aquel momento:
—Es tan virtuosa como bonita, y está prometida en matrimonio al hombre más excelente y digno. Además, la estimo tanto por su buen sentido como la admiro por su belleza.
—¡Bien dicho! —exclamó Steerforth—. ¡Bravo, bravo, bravo! Ahora voy a saciar la curiosidad de esta pequeña Fátima, Florecilla, para no dejarle nada por adivinar. En la actualidad, miss Mowcher, esa muchacha es aprendiza en la casa de Omer y Joram, «Modas, novedades, etc.» , de esta ciudad. ¿Se fija usted? Omer y Joram. La promesa de matrimonio de la cual habla mi amigo está hecha entre ella y su primo; nombre de pila, Ham; apellido, Peggotty; ocupación, constructor de barcos; también de esta ciudad. Vive con un pariente; nombre de pila, no lo sé; apellido, Peggotty; ocupación, marinero; también de esta ciudad. Es el hada más linda y encantadora del mundo; yo la admiro, como mi amigo, extraordinariamente, y si no fuera por no disgustar a Copperfield, diría que al casarse desmerece, que podía aspirar a mucho más; estoy seguro, y lo juro, ha nacido para señora.
Miss Mowcher escuchaba estas palabras, que eran dichas despacio y claramente, con la cabeza de medio lado y el ojo en el aire, como si todavía esperara la contestación. Cuando Steerforth terminó de hablar, volvió a frotarle y a charlar con sorprendente volubilidad.
—¡Oh! ¿Es eso todo? —exclamó cortándole las patillas con unas inquietas tijeritas que hacía revolotear en todas direcciones alrededor de su cabeza—. ¡Muy bien, muy bien! Igual que una novela. Y al final: «vivieron felices», ¿no es así? ¡Ah! ¿Cómo se dice en el juego? «Amo a mi amor con E porque es Encantadora, la odio con E porque ha Empeñado su palabra, la llevo a todo lo Exquisito y pienso proponerle una Evasión: Se llama Emily y vive en el Este» ¡Ja, ja, ja! Míster Copperfield, ¿no le parezco un mamarracho?
Mirándome fijamente con extravagante astucia y sin esperar respuesta, continuó sin tomar aliento:
—¡Ya está! Si existe una mala persona peinada y arreglada a la perfección es usted, Steerforth. Y si hay una mollera que me sepa yo de memoria es la suya, ¿me oye lo que le digo, querido? Le entiendo perfectamente —dijo inclinándose hacia él—. Ahora puede usted marcharse, como decimos en la corte, y si míster Copperfield quiere tomar su lugar…
—¿Qué dices, Florecilla? —preguntó Steerforth riendo y cediéndome la silla—. ¿Quieres probar?
—Gracias, miss Mowcher; esta noche no.
—No diga que no —repuso la mujercita mirándome como experta—; un poquito más de cejas.
—Gracias, en otra ocasión.
—Le hace falta una octava de pulgada más hacia la sien —dijo miss Mowcher—; es cosa de pocos días.
—No, gracias; ahora no.
—¿Y no quiere usted un poco de tupé? —insistió—. ¿No? Déjeme, por lo menos, ahuecarle un poco el pelo, y después pasaremos a las patillas, ¡vamos!
No pude por menos de enrojecer al negarme, pues sentía que acababa de tocar mi punto flaco. Pero miss Mowcher, viendo que no estaba dispuesto a soportar las mejoras que su arte podía causar en mi persona, y que me resistía por el momento a las seducciones del frasquito que tenía en la mano preparado para mí, me dijo que no tardaríamos en volvernos a ver, y me pidió que la ayudara a bajar de las alturas. Gracias a este socorro bajó rápidamente y empezó a doblar su papada por encima de los cordones del sombrero.
—¿Le debo?… —dijo Steerforth.
—Cinco chelines, y es de balde, muchacho. ¿No es verdad que le parezco muy trivial, míster Copperfield?
Respondí cortésmente: «Nada de eso»; pero pensaba que lo era bastante, cuando un momento después le vi lanzar al aire la moneda de cinco chelines, cogerla como un escamoteador y deslizarla en su bolsillo dando un golpecito encima.
—Ésta es la gaveta —dijo miss Mowcher; y acercándose a la silla volvió a meter en el bolso todas las menudencias que había sacado—. Veamos —dijo—, ¿lo tengo ya todo? Me parece que sí. No sería agradable encontrarse en la situación de Ned Biadwood, cuando le llevaron a la iglesia para casarle y habían olvidado a la novia. ¡Ja, ja, ja! Es francamente una mala persona el tal Ned; ¡pero tan gracioso! Ahora ya sé que les voy a destrozar el corazón; pero no tengo más remedio que marcharme. Ya pueden hacer acopio de valor para soportarlo. Adiós, míster Copperfield; cuídese mucho, Jockey de Norfolk. ¡Cuánto he charlado! ¡Pero ustedes tienen la culpa, picaruelos! Bueno, les perdonaré. «Bob swore» , como decía aquel inglés, por buenas noches, después de su primera lección de francés, «Bob swore», duques míos.
Con su bolso colgando del brazo y sin dejar de charlar se adelantó, balanceándose, hacia la puerta y se detuvo de pronto para preguntarnos si no queríamos un mechón de sus cabellos. «Le debo parecer muy trivial, míster Copperfield» , dijo como comentario a aquella proposición, y desapareció con el dedo apoyado en la nariz.
Steerforth reía de tan buena gana que no pude por menos de hacer otro tanto; de no ser así, no sé si me habría reído. Después de aquella explosión de alegría, que duró un momento, me dijo que miss Mowcher tenía una clientela muy numerosa y que se hacía necesaria a muchísima gente de modos muy distintos. Había personas que la trataban con ligereza, considerándola únicamente como una muestra de las extravagancias de la naturaleza; pero tenía un espíritu tan fino y observador como el que más; y si tenía los brazos cortos, no tenía la inteligencia menos larga. Añadió que había dicho la verdad al vanagloriarse de estar a la vez en todas partes; pues de vez en cuando hacía excursiones por provincias, donde siempre encontraba clientes nuevos, y terminaba por conocer a todo el mundo. Le pregunté cuál era su carácter; si no eran todo equívocos en ella, y si su simpatía se inclinaba por lo general a lo bueno; pero viendo que mis preguntas no le interesaban, después de dos o tres tentativas renuncié a repetírselas. En cambio, me contó una multitud de detalles sobre su habilidad y sus ganancias; me dijo que era una especialista poniendo ventosas, y que me lo prevenía por si alguna vez necesitaba pedirle ese servicio.
Miss Mowcher fue el principal tema de nuestra conversación durante la noche, y cuando nos separamos todavía Steerforth se inclinó por la barandilla de la escalera mientras yo bajaba para decirme: «Bob swore».
Al llegar ante la casa de Barkis me sorprendió mucho el encontrar a Ham paseando de arriba abajo, y todavía me sorprendió más el saber que la pequeña Emily estaba en casa de su tía. Le pregunté, naturalmente, cómo no había entrado, en lugar de pasearse de arriba abajo por la calle.
—¿Sabe usted, señorito Davy? —dijo titubeando—. Es porque Emily está hablando con una persona.
—Mayor razón para que tú también estuvieras, Ham.
—Sí, señor; en general es verdad —replicó—; pero, ¿sabe usted, señorito Davy? —dijo bajando la voz y en tono grave—. Es una joven, una muchacha que Emily conoció en otro tiempo y a la que ahora no debía tratar.
Sus palabras fueron un rayo de luz que vino a aclarar mis dudas sobre la persona que les seguía algunas horas antes.
—Es una pobre muchacha, señorito Davy, vilipendiada por todo el pueblo. No hay muerto en el cementerio cuyo fantasma fuera capaz de hacer huir a la gente más que ella.
—¿No es la que os seguía esta noche por la playa?
—¿Nos seguía? —dijo Ham—. Es posible, señorito Davy; yo no sabía que estuviera aquí; pero se ha acercado a la ventanita de Emily cuando ha visto luz, y ha dicho en voz baja: «Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo. Yo era antes como tú» . Y eran palabras muy solemnes, señorito Davy; ¿cómo negarse a oírlas?
—Tienes razón, Ham; y Emily ¿qué ha hecho?
—Emily le ha dicho: «Martha, ¿eres tú? ¿Es posible, Martha, que seas tú?». Pues habían trabajado juntas durante mucho tiempo en casa de míster Omer.
—¡Ya la recuerdo! —exclamé, pues recordaba a una de las dos muchachas que había visto la primera vez que estuve en casa de míster Omer. La recuerdo perfectamente.
—Martha Endell —dijo Ham—; tiene dos o tres años más que Emily; pero también han estado en la escuela juntas.
—No he sabido nunca su nombre; dispensa que te haya interrumpido.
—La historia no es muy larga, señorito Davy —dijo Ham—. Ésta es en pocas palabras: «Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo, yo era antes como tú». Quería hablar con Emily. Emily no podía hablar en casa, pues había vuelto su tío y, a pesar de lo bueno y caritativo que es, no querría, no podría, señorito Davy, ver a esas dos muchachas juntas, ni por todos los tesoros ocultos en el mar.
Ya lo sabía yo; no necesitaba que Ham me lo aclarase.
—Por lo tanto, Emily escribió con lápiz en un papelito y se lo dio por la ventana. «Enseña esto —la decía— a mistress Barkis y ella te hará sentar al lado del fuego, por amor mío, hasta que mi tío salga y yo pueda ir a hablarte.» Después me dijo lo que le acabo de contar, pidiéndome que la trajera aquí. ¿Qué podía hacer yo? Emily no debía tratar a una mujer como esa; pero, ¿cómo quiere usted que le niegue algo si me lo pide llorando?