Minnie rió, atusándose los cabellos sobre las sienes, mientras su padre ponía uno de sus gruesos dedos en la manita del nene, que saltaba en el mostrador.
—Eran dos, naturalmente —insistió Omer, recordando—. ¡Precisamente! Pues Joram en este momento está trabajando en uno gris con clavos de plata, que será como dos pulgadas más corto que éste —dijo señalando al niño que saltaba—. ¿Quiere usted tomar algo?
Di las gracias, diciendo que no.
—Oiga usted —dijo míster Omer—. La mujer del carretero Barkis (que es hermana del pescador Peggotty) ¿tenía algo que ver con su familia? Estaba sirviendo allí, estoy seguro.
Mi contestación afirmativa le puso muy contento.
—Creo que pronto tendré la respiración más larga, puesto que también estoy recobrando la memoria —dijo míster Omer—. ¡Bien, señor! Pues aquí tenemos a una muchacha, parienta de Peggotty, ¡y que tiene una elegancia y un gusto para los trajes! Estoy seguro de que ni una duquesa en toda Inglaterra le pondría peros.
—¿No será la pequeña Emily? —dije involuntariamente.
—Emily es su nombre —dijo míster Omer—, y, en efecto, es chiquita; pero, créame usted, tiene una cara tan linda, que la mitad de las mujeres de la ciudad están locas de envidia.
—¡Qué tontería, padre! —exclamó Minnie.
—Querida mía, no digo que ese sea tu caso —dijo guiñándome—; lo que digo es que la mitad de las mujeres de Yarmouth, ¡ya lo creo, y en cinco millas a la redonda!, están locas de envidia.
—Si se hubiera quedado tranquila en donde le corresponde —dijo Minnie— no les habría dado motivos de hablar y no hubiese podido hacerlo.
—¿Qué no habría podido hacer, querida mía? —replicó míster Omer—. ¡No poder hacerlo! ¿Es ese tu conocimiento de la vida? Como si existiese alguna mujer que no pudiese hacer algo, sobre todo tratándose de otra mujer guapa.
Realmente, creí que todo había terminado, pues míster Omer, después de aquella broma, tosía de tal manera y tardaba tanto en recobrar el aliento, que esperaba verle de un momento a otro desaparecer detrás del mostrador y que sus pantalones negros con los lacitos desteñidos en las rodillas se agitaran por última vez. Al fin, sin embargo, se puso mejor, aunque todavía respiraba con tal dificultad y estaba tan agotado, que se vio obligado a sentarse en una banqueta detrás del mostrador.
—¿Ve usted? —dijo enjugándose la frente y respirando con dificultad—. Emily no ha querido hacer muchas amistades, no se ha molestado por conocer gente, ni tener amigas, todavía menos novios. En consecuencia, la critican y dicen que Emily desea hacerse una señora. Ahora mi opinión es que si corren estos rumores es porque ella, cuando era pequeña, dijo muchas veces en la escuela que si fuera una señora haría tal y cual cosa por su tío, ¿sabe usted?, y que le compraría tantas cosas bonitas.
—Le aseguro, míster Omer, que a mí también me lo dijo cuando los dos éramos niños —contesté prontamente.
Míster Omer volvió la cabeza y sacudió la barbilla.
—Precisamente. Además, ella con cualquier cosa se viste mejor que otras con mucho dinero; y eso no gusta. En realidad, puede llamársela caprichosa; hasta puede llegarse a decir que lo es —dijo míster Omer—, y que ella misma no sabe lo que quiere, y nunca está tranquila. Pero nada más se puede decir de ella, ¿no es verdad, Minnie?
—No, padre —dijo mistress Joram—; eso es todo.
—Así, cuando encontró una colocación —continuó míster Omer— para acompañar a una señora anciana y difícil, no congeniaron y no pasó de ahí. Por último ha venido a esta casa de aprendiza, pronto hará ya tres años, y es la mejor chica que se puede encontrar. Trabaja como seis. Minnie, ¿no hace ahora ella el trabajo de seis obreras?
—Sí, padre —contestó Minnie—; que no se diga que no le hago justicia.
—Muy bien —dijo míster Omer—; así debe ser. Y así, caballerito —añadió después de unos momentos de acariciarse la barbilla—, para que no me considere usted tan charlatán como corto de aliento, creo que es todo lo que le puedo decir.
Como al hablar de Emily bajaban la voz, supuse que estaba cerca, y al preguntarlo, míster Omer me indicó que sí, y me señaló hacia la puerta interior. Me apresuré a preguntar si podía mirar y, al darme su permiso, miré a través de los cristales y la vi sentada trabajando; la vi; y era la más preciosa criatura del mundo: pequeñita, con sus grandes ojos azules, que habían penetrado en mi infantil corazón; estaba riéndose vuelta hacia otro niño de Minnie, que jugaba a su lado, y había tal decisión en su rostro brillante, mezclada con mucho de su antigua expresión caprichosa, que me pareció justificado todo lo que había oído. Pero no había nada en su belleza, estoy seguro, que pudiera hacer esperar otra cosa que bondad y felicidad y una vida tranquila y dichosa.
El martilleo del patio parecía como si no hubiese cesado nunca, y resonaba débilmente durante todo el tiempo.
—¿Quiere usted entrar a hablarle? —dijo míster Omer—. Hágalo como si estuviera en su casa.
Era demasiado tímido para hacerlo. Me asustaba que ella se azorase, y no me asustaba menos mi propio azoramiento; pero me enteré de la hora a la que salía por la noche, con objeto de hacer nuestra visita a tiempo; y despidiéndome de míster Omer, de su linda hija y de los dos nenes, me fui en busca de mi querida y vieja Peggotty.
Allí estaba, en su cocinita, haciendo el almuerzo. En cuanto llamé a la puerta, me abrió y me preguntó qué deseaba. La miré con una sonrisa; pero ella no me correspondió. No habíamos dejado nunca de escribirnos; pero hacía siete años que no nos veíamos.
—¿Está míster Barkis en casa, señora? —dije fingiendo una voz ronca.
—Sí, señor; está en casa —contestó Peggotty—; pero está en cama con su reuma.
—¿Ahora ya no va a Bloonderstone? —pregunté.
—Cuando se ponga bueno, sí señor —me contestó.
—¿Y usted no va nunca allí, mistress Barkis?
Me miró más atentamente y observé un rápido movimiento de sus manos, como para juntarse.
—Porque tenía que hacerle algunas preguntas sobre una casa de allí, que se llamaba… ¿Cómo era?… La Rookery —dije.
Peggotty dio un paso atrás y extendió las manos, asustada, como rechazándome.
—¡Peggotty! —grité.
Y ella exclamó:
—¡Mi niño, mi niño querido!
Y ambos nos deshicimos en lágrimas uno en brazos del otro.
Las extravagancias que hizo llorando y riendo abrazada a mí; lo orgullosa que estaba, lo contenta; lo triste de que aquella de quien podía ser el orgullo y la alegría no estuviera ni pudiera abrazarme, no tengo corazón para contarlo. Estaba tan conmovido, que no me equivoco al creer que me mostré muy niño correspondiendo a todas sus emociones. Nunca he reído y llorado en toda mi vida, puedo decirlo, ni aun con ella, más francamente que aquella mañana.
—¡Barkis se va a poner más contento! —dijo Peggotty enjugándose los ojos con el delantal; esto va a sentarle mejor que todas sus cataplasmas y sus fricciones. ¿Puedo ir a decirle que estás aquí? Y subirás a verle, querido mío.
—Naturalmente.
Pero Peggotty no podía salir de la habitación, pues cada vez que se acercaba a la puerta se volvía a mirarme y volvía de nuevo sobre sus pasos para llorar y reír sobre mi hombro. Por último, para hacérselo más fácil, salí con ella y la esperé un momento mientras preparaba un poco a Barkis para mi visita.
Barkis me recibió con verdadero entusiasmo. Como estaba demasiado reumático para estrecharme la mano, me rogó que sacudiera la borla de su gorro de dormir, lo que hice cordialmente. Cuando estuve sentado al lado de su cama me dijo que le parecía que todavía me estaba llevando por la carretera de Bloonderstone y que aquello le hacía mucho bien. Como estaba en la cama tapado hasta el cuello, sólo se le veía la cabeza, como a los querubines, y hacía un efecto muy grotesco.
—¿Qué nombre había escrito yo en el carro, señorito? —me dijo Barkis con una lenta sonrisa de reumático.
—¡Ah, Barkis; qué largas conversaciones tuvimos sobre el asunto!, ¿eh?
—Hacía mucho tiempo que «yo estaba dispuesto», ¿verdad, señorito? —dijo Barkis.
—Muchísimo tiempo —dije yo.
—Y no me arrepiento. ¿Recuerda usted cuando me contó una vez que era ella quien hacía todos los puddings de manzana y toda la cocina?
—Sí, muy bien —respondí.
—Era verdad —dijo Barkis— era verdad —repitió sacudiendo su gorro de dormir, que era su único medio de expresión—. Nada tan verdadero como aquello.
Barkis se volvió a mirarme, esperando que asintiera en sus reflexiones. Yo así lo hice.
—Nada más exacto —repitió Barkis—. Un hombre tan pobre como yo lo soy se da cuenta de ello cuando está enfermo. Porque yo soy un hombre muy pobre.
—Lo siento mucho, Barkis.
—Muy, muy pobre —dijo Barkis.
Al llegar a aquel punto sacó despacio y débilmente su mano derecha de debajo de las sábanas, y al cabo de muchos esfuerzos consiguió coger un bastón que estaba enganchado a la cabecera. Después de dar algunos golpes con él, durante los cuales su rostro asumió las más variadas expresiones de terror, Barkis alcanzó una caja, un extremo de la cual había estado yo viendo todo el tiempo. Entonces su rostro se tranquilizó.
—Son trajes viejos —dijo Barkis.
—¡Ah! —dije yo.
—Me gustaría que fuese dinero —dije Barkis.
—Yo también lo desearía —le contesté.
—Pues no lo es —dijo Barkis abriendo los ojos todo lo que podía.
Le contesté que estaba convencido, y Barkis, volviendo los ojos con mayor dulzura hacia su mujer, añadió:
—Es la mujer más buena y más trabajadora que existe, C. P. Barkis. Todo lo que pueda decirse en elogio de C. P. Barkis lo merece, y más. Querida mía, hoy vas a hacer comida para la compañía, algo muy bueno, tanto para comer como para beber, ¿no te parece?
Yo habría querido protestar contra aquella innecesaria demostración en mi honor; pero viendo a Peggotty al otro lado de la cama, muy deseosa de que aceptase, guardé silencio.
—Debo de tener algún dinero por aquí en mi ropa —dijo Barkis—; pero estoy cansado. Si me dejarais dormir un rato, creo que al despertarme lo encontraría.
Salimos de la habitación, y cuando estuvimos fuera, Peggotty me informó de que Barkis era ahora un poco más «agarrado» que nunca, y que siempre se valía de aquella estratagema cuando quería sacar algo de su cofre, y que sufría torturas inconcebibles para arrastrarse fuera del lecho y buscar dinero en aquella maldita caja. En efecto; pronto le oímos lanzar gemidos ahogados, pues aquellos movimientos hacían crujir todas sus articulaciones doloridas; pero Peggotty, a pesar de sus miradas, que expresaban la mayor compasión, me aseguró que aquel impulso de generosidad le haría mucho bien, y que valía más dejarle. Le dejamos, por lo tanto, gemir solo hasta que volvió a meterse en la cama, sufriendo, estoy seguro, un martirio. Entonces nos llamó, fingiendo que abría los ojos después de un buen sueño, y dio a Peggotty una guinea, que sacó de debajo de la almohada. La satisfacción de habemos engañado y de guardar un secreto impenetrable sobre el contenido de su cofre parecía ser a sus ojos una compensación suficiente para todas sus torturas.
Preparé a Peggotty para la llegada de Steerforth, que apareció pronto. Estoy persuadido de que no había diferencia para ella, y consideraba las cosas que había hecho Steerforth por mí como si las hubiera hecho por ella misma, y estaba dispuesta a recibirle con gratitud y devoción; pero sus alegres modales, tan francos, su buen humor, su hermoso rostro y el don natural que poseía para ponerse al alcance de todos aquellos a quienes encontraba y para tocar precisamente (cuando quería molestarse en ello) la cuerda sensible de cada uno, todo esto conquistó a Peggotty en un momento. Además, su modo de tratarme a mí habría sido suficiente para subyugarla. Así, gracias a todas estas razones combinadas, creo que en realidad sentía una especie de adoración por él cuando salimos de su casa aquella noche.
Se quedó a comer con nosotros. Si dijera que consintió con gusto sólo expresaría a medias la gracia y la alegría que puso al aceptar. Cuando entró en la habitación de Barkis parecía que con él entraba el aire y la voz luminosa y refrescante, como si él fuera la salud y el buen tiempo. Sin esfuerzo, sin ruido, espontáneamente, ponía en todo lo que hacía una nota de bienestar que no puede describirse; parecía que no podía hacerlo de otra manera ni mejor, y la gracia, el natural encanto de sus movimientos, todavía me seducen hoy al recordarlo.
Reímos de todo corazón en la salita, donde encontré sobre el antiguo pupitre el libro de Los mártires, el cual no se había tocado desde mi partida. Hojeé de nuevo sus estampas tan terribles y que ahora no me impresionaban nada. Cuando Peggotty habló de mi habitación, diciéndome que estaba preparada y que esperaba que la ocupase, antes de que hubiera podido lanzar una mirada de duda sobre Steerforth ya había él comprendido de lo que se trataba.
—Naturalmente —dijo—; tú dormirás aquí todo el tiempo que estemos, y yo dormiré en el hotel.
—Pero traerte tan lejos —contesté— para separarnos me parece de malos compañeros, Steerforth.
—¡Por Dios!, ¿no es éste tu sitio natural? ¿Qué significan todos los «parece» en comparación con esto?
Y quedamos en ello al momento.
Mantuvo todas sus deliciosas cualidades hasta el último momento, cuando a las ocho nos fuimos hacia el barco de míster Peggotty. Y conforme pasaban las horas estaba más y más brillante en sus facultades. Ya entonces pensaba yo, ahora no lo dudo, que la conciencia de su éxito y su afán de agradar le inspiraban cada vez mayor delicadeza de percepción y le hacían cada vez más sutil y natural. Si alguien me hubiese dicho entonces que todo aquello era un brillante juego ejecutado en la excitación del momento para distraer su espíritu en un deseo de probar su superioridad y con objeto de conquistar por un momento lo que al siguiente abandonaría; digo que si alguien me hubiese dicho semejante mentira aquella noche, no sé lo que habría sido capaz de hacerle en mi indignación.
Aunque probablemente no habría hecho más que acrecentar (si es que era posible) el romántico sentimiento de fidelidad y amistad con que caminaba a su lado, sobre la oscura soledad de la playa, hacia el viejo barco. El viento gemía a nuestro alrededor todavía más lúgubre que la noche en que me asomé por primera vez a la negrura de la puerta de míster Peggotty.
—Es un sitio agradable y salvaje, Steerforth, ¿no te parece?