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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (41 page)

BOOK: David Copperfield
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Entro en la casa encantada, donde hay luces, charlas, músicas, flores y oficiales (los veo con pena), y la mayor de las Larkins, radiante de belleza. Está vestida de azul y con flores azules en sus cabellos (no me olvides), como si ella necesitara «no me olvides». Es la primera fiesta de importancia a que he sido invitado y estoy muy cohibido, porque nadie se ocupa de mí ni parece que tengan nada que decirme, excepto míster Larkins, que me pregunta por mis compañeros de colegio. Podría haber evitado el hacerlo, pues no he ido a su casa para que se me ignore.

Después de permanecer en la puerta durante cierto tiempo y recrear mis ojos con la diosa de mi corazón, ella se acerca a mí, ¡ella!, la mayor de las Larkins y me pregunta con amabilidad si no bailo.

—Con usted sí, miss Larkins.

—¿Con nadie más? —me pregunta ella.

—No tengo gusto en bailar con nadie más.

Miss Larkins ríe ruborizada (por lo menos a mí me lo parece) y dice:

—Este baile no puedo; el próximo lo bailaré con gusto.

Llega el momento.

—Creo que es un vals —dice miss Larkins titubeando un poco cuando me acerco a ella—. ¿Sabe usted bailar el vals? Porque si no, el capitán Bailey…

Pero yo bailo el vals (y hasta me parece que muy bien) y me llevo a miss Larkins, quitándosela al capitán Bailey y haciéndole desgraciado, no me cabe duda; pero no me importa. ¡He sufrido tanto! Estoy bailando con la mayor de las Larkins… No sé dónde, entre quién, ni cuánto tiempo; sólo sé que vuelo en el espacio, con un ángel azul, en estado de delirio, hasta que me encuentro solo con ella sentado en un sofá. Ella admira la flor (camelia rosa del Japón; precio, media corona) que llevo en el ojal. Se la entrego diciendo:

—Pido por ella un precio inestimable, miss Larkins.

—¿De verdad? ¿Qué pide usted? —me contesta miss Larkins.

—Una de sus flores, que será para mí mayor tesoro que el oro de un avaro.

—Es usted muy atrevido —dijo miss Larkins—,tome.

Me la dio con agrado. Yo la acerqué a mis labios, y después me la guardé en el pecho. Miss Larkins, riendo, se agarró de mi brazo y me dijo:

—Ahora vuelva usted a llevarme al lado del capitán Bailey.

Estoy perdido en el recuerdo de la deliciosa entrevista y del vals, cuando la veo dirigirse hacia mí, del brazo de un caballero de cierta edad que ha estado jugando toda la noche al
whist
. Me dice:

—¡Oh! Aquí está mi atrevido amiguito. Míster Chestler desea conocerle, míster Copperfield.

Noto enseguida que debe de ser un amigo de mucha confianza y me siento halagado.

—Admiro su buen gusto —dice míster Chestier—, le honra. No sé si le interesará a usted el cultivo de tierras; pero poseo una finca muy grande, y si alguna vez le apetece acercarse por allí, por Ashford, a visitarnos, tendremos mucho gusto en hospedarle en casa todo el tiempo que quiera.

Doy a míster Chestier las gracias más efusivas y le estrecho las manos. Creo estar en un sueño de felicidad, bailo otro vals con la mayor de las Larkins —¡dice que bailo tan bien!— y vuelvo a casa en un estado de beatitud indescriptible. Toda la noche estoy bailando el vals en mi imaginación, enlazando con mi brazo el tape azul de mi divinidad. Durante varios días sigo perdido en estáticas reflexiones; pero no la veo en la calle ni en su casa. Me consuela de ello el recuerdo sagrado de la flor marchita.

—Trotwood —me dice Agnes un día después de cenar—, ¿a que no lo figuras quién se casa mañana? Alguien a quien admiras.

—¿Supongo que no serás tú, Agnes?

—Yo no —contesta levantando su rostro risueño de la música que estaba copiando—. ¿Lo has oído, papá? Es miss Larkins, la mayor.

—¿Con… con el capitán Bailey? —tengo apenas la fuerza de preguntar.

—No, con ningún capitán; con míster Chestler, que es un agricultor.

Durante una o dos semanas estoy abatido. Me quito la sortija, me pongo las peores ropas, dejo de usar cosmético y lloro con frecuencia sobre la flor marchita que fue de miss Larkins. Al cabo de aquel tiempo observo que me cansa ese género de vida, y habiendo recibido otra provocación del carnicero, tiro la flor, le cito, nos pegamos y le venzo con gloria. Esto y la reaparición de mi sortija y el uso moderado del cosmético son las últimas huellas que encuentro de mi llegada a los dieciocho años.

Capítulo 19

Miro a mi alrededor y hago un descubrimiento

No sé si estaba alegre o triste cuando mis días de colegio terminaron y llegó el momento de abandonar la casa del doctor Strong. ¡Había sido muy feliz allí! Tenía verdadero cariño al doctor y, además, en aquel pequeño mundo se me consideraba como una eminencia. Estas razones me hacían estar triste; pero otras bastantes más insustanciales me alegraban. Vagas esperanzas de ser un hombre independiente; de la importancia que se da a un hombre independiente; de las cosas maravillosas que podían ser ejecutadas por aquel magnífico animal, y de los mágicos efectos que yo no podría por menos de causar en sociedad; todo esto me seducía. Estas fantásticas consideraciones tenían tanta fuerza en mi cerebro de chiquillo que me parece, según mi actual modo de pensar, que dejé el colegio sin la pena debida, y aquella separación no causó en mí la impresión que sí causaron otras. Trato en vano de recordar lo que sentí entonces y cuáles fueron las circunstancias de mi partida; pero no ha dejado huella en mis recuerdos. Supongo que el porvenir abierto ante mí me ofuscaba. Sé que mi experiencia juvenil contaba entonces muy poco o nada, y que la vida me parecía un largo cuento de hadas que iba a empezar a leer, y nada más.

Mi tía y yo sosteníamos frecuentes deliberaciones sobre la carrera que debía seguir. Durante un año o más traté en vano de encontrar contestación satisfactoria a su insistente pregunta:

—¿Qué te gustaría ser?

Por más que pensaba, no descubría ninguna afición especial por nada. Si me hubiera sido posible tener por inspiración conocimientos de náutica creo que me habría gustado tomar el mando de una valiente expedición que en un buen velero diera la vuelta al mundo en un viaje triunfante de exploración; así me habría sentido satisfecho. Pero, falto de aquella inspiración milagrosa, mis deseos se limitaban a dedicarme a algo que no le resultara muy costoso a mi tía y a cumplir mi deber en lo que fuera.

Míster Dick asistía con toda regularidad a nuestros conciliábulos, con su expresión más grave y reflexiva. Sólo en una ocasión se le ocurrió proponer una cosa (no sé cómo se le ocurrió aquello); el caso es que propuso que me dedicase a calderero. Mi tía recibió tan mal la proposición que al pobre míster Dick se le quitaron las ganas de volver a meterse en la conversación. Se limitaba a mirar atentamente a mi tía, interesándose por lo que ella proponía y haciendo sonar su dinero en el bolsillo.

—Trot, voy a decirte una cosa, querido —me dijo una mañana miss Betsey. Era por Navidad, y después de salir yo del colegio—. Puesto que todavía no hemos decidido la cuestión principal y teniendo en cuenta que debemos hacer lo posible para no equivocamos, creo que lo mejor sería pensarlo más detenidamente. Así, tú podrías considerarlo desde un punto de vista nuevo, y no como un colegial.

—Lo haré tía.

—Se me ha ocurrido —prosiguió miss Betsey— que un ligero cambio, una mirada a la vida, podía ayudarte a fijar tus ideas y a formar un juicio más sereno. Supongamos que hicieras un pequeño viaje; por ejemplo, que fueras a tu antigua aldea y visitaras a aquella… a aquella mujer extraña que tenía un nombre tan salvaje —dijo mi tía frotándose la nariz, pues no había perdonado todavía a Peggotty que se llamara así.

—De todo lo que hubieras podido proponerme, tía, es lo que más me gusta —dije.

—Bien —repuso ella—; es una suerte, porque yo también lo deseo mucho. Además, es natural y lógico que te guste, y estoy convencida de que todo lo que hagas, Trot, será siempre natural y lógico.

—Así lo espero, tía.

—Tu hermana Betsey Trotwood —dijo mi tía— habría sido la muchacha más razonable del mundo. Querrás ser digno de ella, ¿no es así?

—Espero ser digno de usted, tía, y eso me basta.

—Cada vez pienso más que es una suerte para tu pobre madre, tan niña, el haber dejado el mundo —dijo mi tía mirándome con satisfacción—, pues ahora el orgullo de tener un hijo así le habría trastornado el juicio si le quedara algo. (Mi tía siempre se excusaba de su debilidad por mí achacándosela a mi pobre madre.) ¡Dios lo bendiga, Trot, cómo me la recuerdas!

—¿Espero que sea de un modo agradable, tía? —dije.

—¡Se parece tanto a ella, Dick! —continuó miss Betsey con énfasis—. Es enteramente igual a ella en aquella tarde en que la conocí, antes de que nacieras, Trot. ¡Dios de mi corazón, es exactamente igual, cuando me mira; sus mismos ojos!

—¿De verdad? —dijo míster Dick.

—Y también se parece a David —dijo mi tía con decisión.

—¿Se parece mucho a David? —dijo míster Dick.

—Pero lo que deseo sobre todo, Trot, es que llegues a ser (no me refiero al físico; de físico estás muy bien) todo un hombre, un hombre enérgico, de voluntad propia, con resolución —dijo mi tía sacudiendo su puño cerrado hacia mí—, con energía, con carácter, Trot; con fuerza de voluntad, que no se deje influenciar (excepto por la buena razón) por nada ni por nadie; ese es mi deseo; eso es lo que tu padre y tu madre necesitaban, y Dios sabe que si hubieran sido así, mejor les habría ido.

Yo manifesté que esperaba llegar a ser lo que ella deseaba.

—Para que tengas ocasión de obrar un poco por tu cuenta, voy a enviarte solo a ese pequeño viaje —dijo mi tía—. En el primer momento había pensado que míster Dick fuera contigo; pero meditándolo bien, prefiero que se quede aquí cuidándome.

Míster Dick pareció por un momento algo desilusionado; pero el honor y la dignidad de tenerse que quedar cuidando de la mujer más admirable del mundo hizo que volviera la alegría a su rostro.

—Además —dijo mi tía—, tiene que dedicarse a la Memoria.

—¡Ah!, es cierto —dijo míster Dick con precipitación—. Estoy decidido, Trotwood, a terminarla inmediatamente; tiene que terminarse inmediatamente, para enviarla, ya sabes; y entonces —dijo míster Dick después de una larga pausa—,y entonces, al freír será el reír… .

A consecuencia de los cariñosos proyectos de mi tía, pronto me vi provisto de dinero y tiernamente despedido para mi expedición. Al partir, mi tía me dio algunos consejos y muchos besos, y me dijo que como su objetivo era que tuviese ocasión de ver mundo y de pensar un poco, me recomendaba que me detuviera algunos días en Londres, si quería, al ir a Sooffolk o al volver; en una palabra, era completamente libre de hacer lo que quisiera durante tres semanas o un mes, sin otras condiciones que las de reflexionar, ver mundo y escribirle tres veces por semana teniéndola al corriente de mi vida.

En primer lugar me dirigí a Canterbury para decir adiós a Agnes y a míster Wickfield (mi antigua habitación en aquella casa todavía me pertenecía). También quería despedirme del buen doctor Strong. Agnes se puso muy contenta al verme y me dijo que la casa no le parecía la misma desde que yo no estaba.

—Yo tampoco me reconozco desde que me he marchado —le dije—; me parece que he perdido mi mano derecha, aunque es decir muy poco, pues en la mano no tengo el corazón ni la cabeza. Todo el que te conoce te consulta y se deja guiar por ti, Agnes.

—Es porque todos los que me conocen me miman demasiado —me contestó sonriendo.

—No, Agnes; es que tú eres diferente a todos; tan buena, tan dulce, tan acogedora; además, siempre tienes razón.

—Me estás hablando —me dijo con alegre sonrisa, mientras continuaba su trabajo— como si fuera la mayor de las Larkins.

—Vamos; no está bien que abuses de mis confidencias —le respondí enrojeciendo al recuerdo de mi ídolo de cintas azules—. Pero es que no podía por menos de confesarme a ti, Agnes, y no perderé nunca esa costumbre si tengo penas, y si me enamoro, te lo diré enseguida, si es que quieres oírlo, aun cuando sea que me enamore en serio.

—Pero si siempre te has enamorado en serio —dijo Agnes echándose a reír.

—¡Ah!, entonces era un niño, un colegial —dije también riendo, pero algo confuso—. Los tiempos han cambiado, y temo que algún día tomaré ese asunto terriblemente en serio. Lo que me extraña es que tú no hayas llegado a eso, Agnes.

Agnes, riendo, sacudió la cabeza.

—Ya sé que no, pues me lo habrías dicho, o por lo menos —dije viéndola enrojecer ligeramente— me lo habrías dejado adivinar. Pero no conozco a nadie que sea digno de tu cariño, Agnes; necesitaría conocer a un hombre de un carácter más elevado y dotado de más mérito que todos los que lo han rodeado hasta ahora para dar mi consentimiento. De aquí en adelante vigilaré a tus admiradores, y te prevengo que seré muy exigente con el elegido.

Habíamos charlado hasta aquel momento en un tono de broma lleno de confianza, aunque mezclado con cierta seriedad, resultado de la amistad íntima que nos había unido desde la infancia; pero de pronto Agnes levantó los ojos y, cambiando de tono, me dijo:

—Trotwood, quiero decirte una cosa, y quizá no vuelva a tener, en mucho tiempo, ocasión de preguntártela; es algo que nunca me decidiría a preguntar a otro. ¿Has observado en papá un cambio progresivo?

Lo había observado y me había preguntado a mí mismo muchas veces si ella no se daba cuenta. Mi rostro traicionaba sin duda lo que pensaba, pues bajó los ojos al momento y vi que estaban llenos de lágrimas.

—Díme lo que ves —dijo en voz baja.

—Temo. ¿Puedo hablarte con toda franqueza, Agnes? Ya sabes el cariño que le tengo a tu padre.

—Sí —dijo ella.

—Temo que se perjudique con esa costumbre, que ha ido aumentando por días desde mi llegada a esta casa. Se ha vuelto muy nervioso, o al menos a mí me lo parece.

—Y no te equivocas —dijo Agnes moviendo la cabeza.

—Le tiemblan las manos, no habla claro y a veces sus ojos no se fijan. He observado que en esos momentos, cuando no está en su estado normal, es casi siempre cuando le buscan para algún asunto.

—Sí, Uriah —dijo Agnes.

—Y la idea de que no se encuentra en estado de ocuparse de ello, que no lo ha comprendido bien o que no ha podido disimular su estado parece atormentarle de tal modo, que al día siguiente todavía es peor, y peor al otro; y de eso proviene su agotamiento y su aire asustado. Pero no te preocupes demasiado, Agnes, porque muy pocas veces le he visto en ese estado. El otro día le encontré con la cabeza apoyada en su pupitre y llorando como un niño.

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