Se detuvo, movió la cabeza, y después añadió con un suspiro:
—Él, él no es nada para mí. Emily lo era todo. Compré un traje de campesina para ella; sabía que una vez que la hubiera recobrado vendría conmigo por las carreteras rocosas; que iría donde yo quisiera, y que no me abandonaría jamás, no, jamás. Todo lo que quería era hacerle poner aquel traje y pisotear los que llevara, cogerla, como antes, en mis brazos y volver a nuestra casa, deteniéndonos a veces en el camino para que descansaran sus pies enfermos y su corazón, más enfermo todavía. Respecto a él, creo que ni siquiera le hubiera mirado. ¿Para qué? Pero todo esto no debía ser, míster Davy, no, todavía no. Llegué demasiado tarde: habían partido. Ni siquiera pude saber dónde iban. Unos decían que por aquí, otros que por allá, y he viajado por aquí y por allá; pero no la he encontrado. Entonces he vuelto.
—¿Hace mucho tiempo? —pregunté.
—Pocos días solamente. Vi a lo lejos mi viejo barco y la luz que brillaba en la ventana, acercándome vi a la vieja mistress Gudmige sentada Bola al lado del fuego. Le grité: «No tengas miedo; es Daniel», y entré. Nunca hubiera creído que pudiera sorprenderme tanto verme en mi viejo barco.
Sacó cuidadosamente de un bolsillo de su chaleco un paquete de papeles que contenía dos o tres cartas y las puso encima de la mesa.
—Esta primera carta ha llegado —dijo separándola de las otras— a los ocho días escasos de mi partida. Había dentro, a mi nombre, un billete de banco de cincuenta libras. Lo habían echado una noche por debajo de la puerta. Había tratado de desfigurar la letra, pero conmigo no le valía.
Volvió a plegar con cuidado el billete y lo dejó encima de la mesa.
—Esta otra carta, dirigida a mistress Gudmige, ha llegado hace dos o tres meses.
Después de haberla contemplado un momento me la entregó, añadiendo en voz baja: «Tenga la bondad de leerla».
Leí lo siguiente:
¡Oh, qué pensará usted cuando vea esta carta y sepa que es mi mano culpable la que traza estas líneas! Pero trate, trate, no por amor mío, sino por amor a mi tío, trate de dulcificar un momento su corazón hacia mí. Trate, se lo ruego, de tener piedad de una desgraciada, y escríbame en un pedacito de papel si está bien y lo que ha dicho de mí antes de que haya sido prohibido pronunciar mi nombre entre ustedes. Dígame si por la noche, a la hora en que yo volvía siempre, piensa todavía en la que amaba tanto. ¡Oh, mi corazón se rompe cuando pienso en todo esto! Caigo de rodillas y le suplico que no sea conmigo todo lo severa que merezco… ; sé que lo merezco; pero sea usted buena y transigente; escríbame una palabra y envíemela. No me llame ya «mi pequeña», no me den ya más el hombre que he deshonrado; pero tenga piedad de mi angustia y sea lo bastante misericordiosa para hablarme un poco de mi tío, puesto que jamás, jamás en este mundo le volverán a ver mis ojos.
Querida mistress Gudmige: si no tiene usted compasión de mí, pues tiene derecho a ello, ¡oh!, entonces pregúntele a aquel para el que soy más culpable, a aquel de quien debía ser la mujer, si debe usted negarse a mi ruego. Si es lo bastante generoso para aconsejarle lo contrario (y yo creo que lo hará, pues es todo bondad e indulgencia), entonces, entonces únicamente dígale que cuando oigo por la noche la brisa me parece que acaba de pasar por su lado y el de mi tío y que sube a Dios para llevarle el mal que hayan dicho de mí. Decidles que si muriera mañana (¡oh, cómo querría morir si me sintiera preparada!) mis últimas palabras serían para bendecirle a él y a mi tío y mi última oración por su felicidad.
También en esta carta había dinero: cinco libras. Míster Peggotty había dejado intacta aquella suma, lo mismo que la otra, y volvió a doblar también el billete. Había también instrucciones detalladas sobre la manera de hacerle llegar una respuesta; se veía que varias personas habían intervenido para disimular mejor el sitio en que estaba oculta; sin embargo, parecía bastante probable que hubiera escrito desde el sitio donde le habían dicho a míster Peggotty que la habían visto.
—¿Y qué le han contestado?
—Como mistress Gudmige no está muy fuerte en escritura, Ham se ha encargado de contestar por ella. Le han dicho que yo había salido en busca suya y lo que dije al despedirme.
—¿Y eso es otra carta?
—No; es dinero —dijo míster Peggotty desplegando a medias diez libras—; como puede usted ver, hay escrito por dentro del envoltorio: «De parte de una amiga verdadera» . Pero la primera carta la habían echado por debajo de la puerta y esa ha venido por correo anteayer. Voy a buscar a Emily en la ciudad que pone en el sello.
Me lo enseñó. Era una ciudad a orillas del Rhin. Había encontrado en Yarmouth algunos comerciantes extranjeros que conocían aquel país, y le habían dibujado una especie de mapa para que comprendiera mejor las cosas. Lo puso encima de la mesa y me señaló su camino con una mano, mientras apoyaba la barbilla en la otra.
Le pregunté cómo estaba Ham. Sacudió la cabeza.
—Trabaja mucho —me dijo—. Su nombre es ya conocido y respetado en todo el país; todo lo que puede ser un hombre en este mundo. Todos están dispuestos a ayudarle, y lo comprenderá usted, porque ¡es tan bueno con todo el mundo! Nunca se le ha oído quejarse. Entre nosotros, mi hermana cree que ha sido un golpe muy fuerte para él.
—¡Pobre muchacho! Yo también lo creo.
—Míster Davy —repuso míster Peggotty en voz baja y en tono solemne—, Ham ahora desprecia la vida. Siempre que se necesita un hombre para afrontar algún peligro en el mar, allí está él; siempre que hay un puesto peligroso que cubrir, allá va el primero. Y, sin embargo, es dulce como un niño; no hay ni un niño en todo Yarmouth que no le conozca.
Reunió las cartas con expresión pensativa, las dobló lentamente y volvió a meterse el paquetito en el bolsillo. Ya no había nadie en la puerta. La nieve continuaba cayendo; eso era todo.
—Y bien —me dijo mirando su saco—, puesto que le he visto esta noche, míster Davy, y eso me ha consolado, partiré mañana temprano. Ya ha visto usted lo que tengo aquí —y ponía la mano encima del paquetito—; lo que me preocupa es que pueda ocurrirme una desgracia antes de haber devuelto este dinero. Si me muriera y este dinero se perdiera o me lo robaran y él pudiera creer que lo he guardado, creo que el otro mundo no podría retenerme; sí; verdaderamente creo que volvería.
Se levantó, y yo me levanté también, y nos estrechamos de nuevo la mano.
—Andaría diez mil millas, andaría hasta el día en que cayera muerto de cansancio, por poderle tirar este dinero a la cara. Sólo cuando pueda hacerlo y recobre a mi Emily estaré contento. Si no la encuentro, quizá un día sabrá que su tío, que la quería tanto, no ha cesado de buscarla más que cuando ha dejado de vivir; y si la conozco bien, no hará falta más para atraerla al antiguo hogar.
Cuando salimos a la frialdad de la noche vi huir delante de nosotros a la figura misteriosa. Retuve un momento a míster Peggotty para darla tiempo a que desapareciera.
Me dijo que iba a pasar la noche en una posada en el camino de Dover, donde encontraría buena habitación. Yo le acompañé hasta el puente de Westminster. Después nos separamos. Me pareció que todo en la naturaleza guardaba un silencio religioso por respeto hacia el piadoso peregrino que volvía a emprender lentamente su marcha solitaria a través de la nieve.
Volví al patio de la posada buscando con los ojos a aquella cuyo rostro me había impresionado tan profundamente; pero no estaba. La nieve había borrado la huella de nuestros pasos, y sólo se veían los que yo acababa de imprimir, y era tan fuerte la nevada, que también empezaban a desaparecer. Solamente daba tiempo a volver la cabeza para mirarlos por encima de mi hombro.
Las tías de Dora
Por fin recibí contestación de las dos ancianas. Saludaban a míster Copperfield y le informaban de haber leído con la mayor atención su carta, «teniendo en cuenta el interés de ambas partes». Aquella frase me alarmó bastante, no sólo porque sabía que la habían empleado en la ocasión del disgusto de familia antes mencionado, sino porque siempre he observado que las frases convencionales son una especie de fuegos de artificio, de los que al empezar no se puede prever la variedad de formas ni de colores que los hacen cambiar en absoluto de su forma primitiva. Mistres Spenlow añadían que era difícil dar por escrito una opinión sobre el asunto de que trataba míster Copperfield; pero que si míster Copperfield les hacía el honor de visitarlas en un día que señalaban de antemano, acompañado, si le parecía bien, de un amigo de confianza, tendrían mucho gusto en discutir con él el asunto.
Ante semejante favor, míster Copperfield contestó inmediatamente a misses Spenlow que las saludaba respetuosamente y que tendría el honor de visitarlas el día designado, en compañía, como le indicaban, de su amigo míster Thomas Traddles, del Templo Inner. Una vez enviada aquella carta, míster Copperfield cayó en un estado de agitación nerviosa que duró hasta el día indicado.
Lo que aumentaba mucho mi inquietud era no poder, en una crisis tan importante, recurrir a los inestimables servicios de miss Mills. Pero míster Mills, que se dedicaba a llevarme la contraria (al menos a mí me lo parecía, lo que es lo mismo), míster Mills, repito, había decidido marcharse a la India. Y díganme ustedes: ¿para qué se iba a la India si no era para fastidiarme? Claro que podrán contestarme: ¿Y por qué no a la India mejor que a otra parte cualquiera, sobre todo si se tiene en cuenta que la India le podía interesar más porque comerciaba con ella? Yo no estaba muy enterado de sobre qué comerciaba; pero tengo idea de que se trataba de chales de tisú de oro y colmillos de elefante. Había estado en Calcuta en su juventud, y quería volver allí a establecerse como asociado residente. Pero todo aquello me era indiferente; lo importante era que al partir se llevaba a Julia y que Julia se había tenido que ir al campo a despedirse de su familia; su casa estaba en venta o en alquiler, y el mobiliario (con lixiviadora y todo) se subastaba. Era, por lo tanto, un nuevo terremoto bajo mis pies antes de que estuviera repuesto del anterior.
Me preocupaba mucho el pensar cómo me vestiría el día solemne; pues por un lado quería ir lo mejor posible y por otro temía que cualquier detalle de mi ropa pudiera perjudicar mi reputación de seriedad a los ojos de misses Spenlow. Intenté un feliz término medio, que mi tía aprobó, y míster Dick, para asegurar el éxito de nuestra empresa, arrojó un zapato tras de nosotros mientras bajábamos la escalera.
A pesar del cariño y el afecto que sentía por Traddles no pude por menos desear en aquella ocasión tan delicada que nunca hubiera tenido la costumbre de peinarse con cepillo, pues sus cabellos tiesos le daban una expresión como asustada; hasta podría decir que parecía una escoba de crin, y mis aprensiones me hacían temer que aquello nos fuera fatal.
En el camino me tomé la libertad de decírselo y de insinuarle que tratara de aplastárselos un poco…
—Me querido Copperfield —dijo Traddles quitándose el sombrero y alisándose los cabellos en todas las direcciones—, nada podría serme más agradable; pero no quieren.
—¿No quieren quedarse aplastados?
—No —dijo Traddles—, nada puede convencerlos. Aunque me pusiera encima de la cabeza un peso de cincuenta libras y fuera con él hasta Putney no lo conseguiría: volverían a ponerse de puma en cuanto quitase— el peso. No puedes hacerte idea de su terquedad, Copperfield. Parezco un puercoespín constantemente encolerizado.
Debo confesar que me quedé un poco desconcertado, aunque al mismo tiempo me encantaba su sencillez. Le dije todo lo que estimaba su buen carácter y que pensaba que toda la terquedad se le había ido a los cabellos y que por eso a él no le quedaba ni rastro.
—¡Oh! —repuso Traddles riéndose—. Es ya antigua la historia de mis desgraciados cabellos. La mujer de mi tío no los podía resistir; decía que la exasperaban. Y también me han perjudicado mucho al principio, cuando me enamoré de Sofía. ¡Oh, sí, mucho!
—¿No le gustaban tus cabellos?
—A ella sí —repuso Traddles—; pero su hermana mayor (la que es una belleza) no los podía tomar en serio. ¡Y todas las hermanas se han reído con ganas de ellos!
—¡Qué agradable!
—¡Oh, sí! —repuso Traddles con perfecta inocencia—. Es una diversión para nosotros. Dicen que Sofía tiene un mechón de mis cabellos en su cajón, y que para tenerlos aplastados se ve obligada a meterlos en un libro con broches. ¡Nos reímos mucho, ya lo creo!
—A propósito, mi querido Traddles, tu experiencia podrá serme muy útil. Cuando te comprometiste con la muchacha de que me hablas, ¿tuviste que hacer a la familia una proposición formal? Por ejemplo: ¿has tenido que cumplir la ceremonia por que vamos a pasar hoy nosotros? —añadí nerviosamente.
—¿Sabes? —dijo Traddles poniéndose serio—. Mi caso ha sido muy complicado, Copperfield, y que me ha hecho sufrir mucho. Sofía es tan útil en su casa, que no podían hacerse a la idea de que se casara. Hasta habían decidido entre ellos que no se casaría nunca, y la llamaban siempre la «solterona». Así es que cuando empecé a hablar a mistress Crewler, con todas las precauciones imaginables…
—¿La mamá?
—Sí. El padre es el reverendo Horace Crewler, de quien ya te he hablado. Cuando empecé a hablar a mistress Crewler, a pesar de todas mis precauciones para prepararla, lanzó un grito y se desvaneció. Tuve que esperar meses antes de poder abordar el mismo asunto.
—¿Pero por fin lo hiciste?
—Fue el reverendo Horace quien lo hizo —dijo Traddles—, que es el hombre más excelente y ejemplar en todos sentidos. Le hizo ver que, como cristiana, debía aceptar aquel sacrificio, tanto más porque no lo era, y desechar todo sentimiento contrario a la caridad conmigo. Yo, te doy mi palabra de honor, Copperfield, me daba horror a mí mismo; me parecía un pájaro de presa que había caído sobre aquella familia.
—¿Espero que las hermanas estuvieran a tu favor, Traddles?
—No del todo, pues cuando mistress Crewler ya se había hecho un poco a la idea tuvimos que anunciárselo a Sarah. ¿Recuerdas lo que te he dicho de Sarah? Es la que tiene algo en la espina dorsal.
—¡Ah, sí, perfectamente!
—Pues Sarah cruzó las manos, mirándome con angustia; después cerró los ojos y se puso verde; su cuerpo estaba tieso como un palo, y durante dos días no pudo comer más que agua con pan, a cucharaditas.