David Copperfield (88 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Le supliqué, en mi dolor, que no se abandonara a aquella angustia y que me escuchara. Le suplicaba que pensara en Agnes, en Agnes y en mí; que recordara cómo Agnes y yo habíamos crecido juntos; ella, a quien yo quería y respetaba; ella, que era su orgullo y su alegría. Me esforzaba en poner a su hija ante sus ojos; le reprochaba el no tener bastante firmeza para evitarle el que se enterase de semejante escena. No sé si mis palabras surtieron algún efecto, o si la violencia de su cólera terminó por gastarse; pero poco a poco se tranquilizó y empezó a mirarme, primero sin pensar, después con un rayo de razón, y por fin me dijo: «Ya lo sé, Trotwood; mi hija querida y tú… , ya lo sé; pero él, ¡mírale!».

Me enseñaba a Uriah, pálido y tembloroso en un rincón. Evidentemente se había precipitado, y esperaba una cosa muy distinta.

—Mira a mi verdugo —repuso míster Wickfield—; al hombre que me ha hecho perder poco a poco mi nombre, mi reputación, mi tranquilidad, la felicidad de mi hogar.

—Decid más bien el que le ha conservado su nombre, su reputación, su tranquilidad y la felicidad de su hogar —dijo Uriah, tratando de arreglar las cosas con una expresión de enfado y desconcierto—. No se enfade, míster Wickfield, si he llegado más lejos de lo que esperaba; retrocederé ¡ya lo creo! Y después de todo, ¿dónde está el daño?

—Ya sabía yo que tenía un objetivo en la vida —dijo míster Wickfield— y creía que estaba unido a mí por motivos de intereses; pero… ¡oh, lo que es este hombre!

—Haría usted bien obligándole a callar, Copperfield, si puede —exclamó Uriah volviendo hacia mí sus manos huesudas—. Va a decir, fíjese bien, va a decir cosas que después sentirá haber dicho y que usted mismo sentirá haber oído.

—Lo diré todo —exclamó míster Wickfield con acento desesperado—. Puesto que estoy en tus manos ¿por qué no he de ponerme en las del mundo entero?

—Tenga cuidado, se lo repito —repuso Uriah dirigiéndose a mí—; si no le hace callar es que no es usted su amigo. ¿Pregunta usted por qué no se pondrá en manos del mundo entero? Míster Wickfield, porque tiene usted una hija. Usted y yo sabemos lo que sabemos, ¿no es cierto? No despertemos al perro que duerme. No soy yo quien cometerá esa imprudencia. Puede usted ver que soy lo más humilde posible, y le digo que si he ido demasiado lejos lo siento. ¿Qué más quiere usted, caballero?

—¡Oh, Trotwood, Trotwood! —exclamó míster Wickfield retorciéndose las manos—. ¡He caído tan bajo desde que lo vi por primera vez en esta casa! Estaba ya en esta pendiente fatal; pero, ¡ay!, ¡cuánto camino! ¡Qué triste camino he recorrido desde entonces! Me ha perdido mi debilidad. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la fuerza de recordar menos, o al menos de olvidar! El recuerdo doloroso de lo que había perdido al perder a la madre de mi hija se ha vuelto una enfermedad; mi amor por mi hija, llevado hasta el olvido de todo lo demás, me ha dado el último golpe. Una vez con esta enfermedad incurable he infectado a mi vez cuanto he tocado. He causado la desgracia de lo que más quiero. ¡Tú sabes si la quiero! He creído posible amar a una criatura del mundo excluyendo a todas las demás. He creído posible llorar a una que había dejado el mundo sin llorar con los que lloran. Así he perdido mi vida. Me he devorado el corazón en una tristeza cobarde, y él se venga devorándome a su vez. He sido sórdido en mi dolor, sórdido en mi amor, sórdido en el modo en que he escapado del lado oscuro del dolor y del afecto. Y ahora sólo soy una ruina. ¡Oh, mira, mira mi miseria! ¡Huye de mí! ¡ódiame!

Cayó en una silla y se puso a sollozar. Ya no le sostenía la exaltación de su pena. Uriah salió de su rincón.

—No sé todo lo que habré podido hacer en mi locura —dijo míster Wickfield extendiendo la mano como para suplicarme que no le condenase todavía—; pero él lo sabe; él, que ha estado siempre a mi lado para apuntarme lo que debía hacer. Ya ves la cadena que me ha puesto al cuello; le encuentras instalado en mi casa; le encuentras metido en todos mis asuntos. Ya le has oído hace un momento. ¿Qué más puedo decirte?

—No tiene usted necesidad de decir más, y mejor hubiera hecho usted no diciendo nada —repuso Uriah, en tono a la vez arrogante y servil—. No se hubiera puesto usted en ese estado si no hubiera bebido tanto; ya se arrepentirá usted mañana, caballero. Si yo también he dicho algo más de lo que debía, ¡vaya una cosa! Ha podido usted ver que no me he obstinado.

La puerta se abrió y Agnes entró suavemente, pálida como una muerta; pasó su brazo alrededor del cuello de su padre y le dijo con firmeza: «¡Papá, no te encuentras bien, vente conmigo!».

Él dejó caer la cabeza en el hombro de su hija, como si estuviera agobiado de vergüenza, y salieron juntos. Los ojos de Agnes se encontraron con los míos, y vi que sabía todo lo que había pasado.

—No creía yo que iba a tomar la cosa así, míster Copperfield —dijo Uriah—; pero esto no es nada; mañana nos habremos reconciliado. Es por su bien. Yo deseo humildemente su bien.

No le contesté una palabra y subí a la tranquila habitación donde Agnes había venido tan a menudo a sentarse a mi lado mientras yo trabajaba. Allí permanecí hasta bastante tarde, sin que nadie viniera a hacerme compañía. Cogí un libro y traté de leer; esperé a que dieran las doce en los relojes, y leía todavía, sin saber lo que leía, cuando Agnes me tocó suavemente en el hombro.

—¿Te vas mañana temprano, Trotwood? Vengo a decirte adiós.

Había llorado; pero su rostro estaba ya bello y tranquilo.

—¡Que Dios te bendiga! —me dijo tendiéndome la mano.

—Mi querida Agnes —respondí—; veo que no quieres que te hable esta noche de ello—, pero ¿no podríamos hacer nada?

—Confiar en Dios —contestó.

—¿No puedo hacer nada, yo que vengo a aburrirte con mis pobres penas?

—Tú haces las mías menos amargas, mi querido Trotwood.

—Agnes, querida mía; es una gran pretensión por mi parte el pensar darte un consejo, yo que tengo tan poco de lo que tú posees tanto: bondad, valor, nobleza; pero ya sabes cuánto te quiero y todo lo que te debo. Agnes, ¿no te sacrificarás nunca a un deber mal comprendido?

Retrocedió un paso y dejó mi mano. Nunca la había visto tan inquieta.

—Dime que no has tenido semejante pensamiento, querida Agnes; tú que eres para mí más que una hermana, piensa en lo que vale un corazón como el tuyo, un amor como el tuyo.

¡Ah! ¡Cuántas veces he vuelto a ver después aquel dulce rostro y aquella mirada de un instante, aquella mirada donde no había sorpresa ni reproche ni resentimiento! ¡Cuántas veces he visto después la encantadora sonrisa con que me dijo que estaba segura de ella misma y que no había nada que temer; después me llamó su hermano y desapareció!

Todavía era de noche cuando al día siguiente subí a la diligencia en la puerta de la posada. El día comenzaba a despuntar, e íbamos a partir, cuando en el momento en que mi pensamiento se volvía hacia Agnes vi la cabeza de Uriah que se encaramaba a mi lado.

—Copperfield —me dijo en voz baja agarrándose al coche—, he pensado que le gustaría saber antes de su partida que todo está arreglado. Ya he estado en su habitación y está dulce como un cordero. ¿Ve usted? A pesar de lo humilde que soy le sirvo de algo; y cuando no está bebido lo comprende. ¡Qué hombre tan amable después de todo! ¿No es verdad, míster Copperfield?

Me esforcé y le dije que me alegraba mucho de que se hubiera disculpado.

—¡Oh!, de verdad —dijo Uriah—. ¿Qué importa pedir excusas? ¡Cuando se es humilde es tan fácil! A propósito: ¿supongo, míster Copperfield —añadió con una ligera contorsión—, que le habrá ocurrido alguna vez el coger una pera antes de que estuviera madura?

—Es probable —respondí.

—Es lo que hice yo ayer noche —dijo Uriah—; pero la pera madurará; no hay más que estar al cuidado. Puedo esperar.

Y agobiándome con sus saludos, se bajó en el momento en que el conductor subía al pescante. Según creo, iba comiendo algo para evitar el frío de la mañana; al menos, por el movimiento de su boca se hubiera dicho que la pera estaba ya madura y que la saboreaba haciendo chasquear los labios.

Capítulo 20

El vagabundo

Aquella noche tuvimos una conversación muy seria en Buckingham Street sobre los sucesos que he detallado en el último capítulo. Mi tía se tomaba el mayor interés y estuvo paseando de arriba abajo por la habitación, con los brazos cruzados, durante más de dos horas. Siempre que tenía algún disgusto ejecutaba una proeza semejante, y se podía saber la importancia de su disgusto por lo que duraba el paseo. En aquella ocasión estaba tan afectada, que necesitó abrir la puerta de la alcoba para tener más sitio, y recorría las dos habitaciones de un extremo a otro, mientras míster Dick y yo, sentados inmóviles al lado del fuego, la veíamos pasar por nuestro lado una vez y otra, con la regularidad de un péndulo de reloj.

Cuando míster Dick nos dejó solos a mi tía y a mí, para irse a la cama, yo me puse a escribir mi carta a las dos señoras. Entre tanto, mi tía, cansada de su paseo, se había sentado ante la chimenea, con la falda un poco remangada, como de costumbre; pero en lugar de poner el vaso sobre sus rodillas, lo dejó encima de la chimenea y se quedó con el codo derecho apoyado en la mano izquierda y la barbilla en la mano derecha, mirándome pensativa. Siempre que yo levantaba los ojos estaba seguro de encontrar los suyos.

—Te quiero más que nunca, hijo mío —me dijo—; pero estoy preocupada y triste.

Estaba demasiado preocupado con mi carta, y no me fijé, hasta después de que se hubiera acostado, de que había dejado intacta encima de la chimenea su «poción de la noche», como ella la llamaba. Cuando hice este descubrimiento, llamé a su puerta, y con más cariño que de costumbre me dijo:

—No he tenido ganas de tomarlo esta noche, Trot —y movió la cabeza y se encerró de nuevo.

A la mañana siguiente leyó mi carta para las tías de Dora, y la aprobó.

La eché al correo. Ya no tenía nada que hacer más que esperar con paciencia la contestación. Hacía una semana que estaba en aquel estado de expectación.

Una noche volvía de casa del doctor Strong.

Había sido un día muy crudo, con un viento norte que cortaba la cara. El viento había desaparecido al anochecer y empezaba a nevar; caían gruesos copos, que cubrían ya todo el suelo, y los ruidos se habían apagado como si las calles estuvieran cubiertas de pluma.

El camino más corto para volver a casa (y naturalmente el que tomé en semejante noche) fue el de la travesía de San Martín. La iglesia que da nombre a la calle está ahora aislada; pero antes sólo tenía espacio libre por la parte de delante, y la calleja torcía hacia el Strand. Cuando pasaba por delante del pórtico vi en la rinconada el rostro de una mujer. Me miró, cruzó la calle y desapareció. Yo la conocía, la había visto en alguna parte; pero no recordaba dónde. Algo que interesaba a mi corazón se asociaba con ella; pero como iba pensando en otra cosa cuando me la encontré, sólo tuve una idea confusa.

En los escalones de la iglesia había un hombre poniendo algo sobre la nieve y arreglándolo después; le vi al mismo tiempo que a la mujer. No había salido de mi sorpresa cuando el hombre se volvió y se encontró conmigo: estaba cara a cara con míster Peggotty.

Entonces recordé quién era la mujer. Era Martha, a quien Emily había dado dinero la noche aquella en la cocina. Martha Endell, al lado de la cual él no hubiera querido ver a su querida sobrina según me dijo Ham, ni por todos los tesoros ocultos en el mar.

Nos estrechamos la mano cordialmente; al principio ninguno de los dos podíamos decir una palabra.

—Míster Davy, ¡cómo me alegro de verle! ¡Qué feliz encuentro!

—Muy feliz, querido y viejo amigo —le dije.

—Había estado pensando ir a verle esta noche —repuso—; pero al saber que su tía está viviendo con usted (pues he estado por el lado de Yarmouth) he temido que fuera demasiado tarde, y pensaba ir por la mañana temprano, antes de volver a marcharme.

—¿Otra vez? —dije.

—Sí señor —replicó moviendo la cabeza con resignación—; me marcho mañana.

—¿Y dónde va usted ahora? —pregunté.

—¡Pchs! —replicó, sacudiendo la nieve de sus largos cabellos—. Voy por ahí…

En aquella época el establecimiento de La Cruz de Oro (tan memorable para mí en relación con su desgracia) tenía una puerta cerca de donde estábamos parados. Le señalé la verja, me agarré de su brazo, y nos dirigimos allí. Dos o tres de las salas del café daban al patio, y viendo una completamente vacía y con buen fuego, nos dirigimos a ella.

Cuando le vi a la luz observé que tenía los cabellos largos y revueltos y el rostro quemado por el sol; las arrugas de su rostro eran más profundas, y tenía todo el aspecto de haber vagado a través de los climas más distintos; pero todavía parecía muy fuerte y decidido a cumplir su propósito sin que nada pudiera cansarle. Se sacudió la nieve que cubría su ellas casi como si fueran los niños de Emily. ¡Oh mi querida pequeña Emily!

Se puso a sollozar en un repentino acceso de desesperación. Yo pasaba temblando mi mano por encima de la suya, con la que intentaba taparse el rostro.

—Gracias —me dijo—, no se preocupe usted.

Al cabo de un momento se descubrió los ojos y continuó su relato.

—A menudo por la mañana me acompañaban un momento por el camino, y cuando nos separábamos y yo les decía en mi lengua: «Muchas gracias, que Dios os bendiga», ellas siempre parecían comprenderme y me respondían con cariño. Por fin llegué a la costa. No era difícil para un marino como yo ganar su pasaje hasta Italia. Cuando llegué allí seguí errando de un lado a otro. Todo el mundo era bueno conmigo, y quizá hubiera viajado de ciudad en ciudad o a través de los campos si no hubiera oído decir que la habían visto en las montañas de Suiza. Alguien que conocía al criado los había visto a los tres; hasta me dijeron cómo viajaban y dónde estaban. Anduve día y noche, míster Davy, para encontrar aquellas montañas. Cuanto más avanzaba más parecían alejarse ellas. Pero las alcancé y las atravesé. Cuando llegué al lugar de que me habían hablado empecé a preguntarme: ¿Y qué vas a hacer cuando la veas?

El rostro que nos escuchaba, insensible al rigor de la noche, se bajaba, y vi a aquella mujer de rodillas delante de la puerta, con las manos juntas como para rezar, suplicándome que no la despidiera.

—Nunca he dudado de ella —dijo míster Peggotty—, nunca, ni un minuto. Sólo con que hubiera podido hacerle ver mi rostro, hacerle oír mi voz, recordarle la casa de que había huido, su infancia, sabía que, aunque hubiera llegado a princesa de sangre real, caería a mis pies. Lo sabía. ¡Cuántas veces en mi sueño la he oído gritar: «Tío, tío mío querido!» y la he visto caer como muerta ante mí. ¡Cuántas veces en mi sueño la he levantado diciéndole muy bajito: «Emily, querida mía; vengo a perdonarte y a llevarte conmigo!».

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