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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (84 page)

BOOK: David Copperfield
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Miss Murdstone dejó oír un sonido expresivo, una larga aspiración, que no era un suspiro ni un gemido, pero que participaba de las dos cosas, como para hacer comprender a míster Spenlow que por ahí debía haber empezado.

—Utilizaré toda mi influencia con mi hija —dijo Spenlow envalentonado por aquella aprobación—. ¿Se niega usted a coger esas cartas, míster Copperfield?

Yo había puesto el paquete encima de la mesa.

Sí me negaba, y esperaba que me dispensara; pero me resultaba imposible recibir aquellas cartas de las manos de miss Murdstone.

—¿Ni de las mías? —dijo míster Spenlow.

—Tampoco —respondí con el más profundo respeto.

—Muy bien —dijo míster Spenlow.

Hubo un momento de silencio. Yo no sabía si debía continuar allí o marcharme. Por fin me dirigí tranquilamente hacia la puerta, con intención de decirle que creía responder a sus sentimientos retirándome; pero me detuvo para decirme con expresión grave, hundiendo las manos en los bolsillos de su gabán, aunque apenas si las podía hacer entrar:

—¿Usted probablemente sabe, míster Copperfield, que no estoy absolutamente desprovisto de bienes materiales y que mi hija es mi pariente más cercana y querida?

Le respondí con precipitación que esperaba que si un amor apasionado me había hecho cometer un error, no me supondría por ello un alma vil e interesada.

—No me refiero a eso —dijo míster Spenlow—. Más valdría, por usted y por nosotros, míster Copperfield, que fuera usted un poco más interesado, quiero decir más prudente y menos fácil de arrastrar a las locuras de la juventud; pero, se lo repito desde otro punto de vista, usted sabe que tengo algo que dejar a mi hija.

Respondí que lo suponía.

—¿Y no creerá usted que en presencia de los ejemplos que se ven aquí todos los días en este Tribunal de la extraña negligencia de los hombres para sus decisiones testamentarias, pues es quizá el caso en que se encuentran más extrañas revelaciones de la ligereza humana, no creerá que no he tomado ya mis medidas?

Incliné la cabeza en señal de asentimiento.

—No consentiré —dijo míster Spenlow balanceándose alternativamente en la punta de los pies y en los talones, mientras movía lentamente la cabeza como para dar más fuerza a sus piadosas observaciones—, no consentiré que las disposiciones que he creído deber tomar respecto a mi hija sean modificadas en nada por una locura de juventud, pues es una verdadera locura; digamos la palabra, una tontería. Dentro de algún tiempo eso pesará menos que una pluma. Pero será posible, sin embargo… , podría suceder… que si esta tontería no fuese abandonada por completo me viera obligado, en un momento de ansiedad, a tomar mis precauciones para anular las consecuencias de un matrimonio imprudente. Espero, míster Copperfield, que usted no me obligará a abrir ni por un cuarto de hora esta página cerrada en el libro de la vida ni a desarreglar ni por un cuarto de hora graves asuntos que están en regla desde hace mucho tiempo.

Había en todas sus maneras una serenidad, una tranquilidad, una calma que me afectaban profundamente. Estaba tan tranquilo y tan resignado después de haber puesto en orden sus asuntos y arreglado sus últimas disposiciones como si fueran un papel de música, que se veía que él mismo no podía pensar en ello sin conmoverse. Hasta creo haber visto subir desde el fondo de su sensibilidad, a este pensamiento, algunas lágrimas involuntarias a sus ojos.

Pero ¿qué hacer? Yo no podía faltar a Dora ni a mi propio corazón. Me dijo que me daba una semana para reflexionar. ¿Podía yo contestar que no quería reflexionar durante una semana? Pero también ¿no debía yo estar convencido de que todas las semanas del mundo no cambiarían en nada la violencia de mi amor?

—Hará usted bien hablando de ello con miss Trotwood o con alguna otra persona que conozca la vida —me dijo míster Spenlow enderezando su corbata—. Le doy a usted una semana, míster Copperfield.

Me sometí y me retiré dando a mi fisonomía una expresión de abatimiento desesperado, que demostraba no podía cambiar nada mi inquebrantable constancia. Las cejas de miss Murdstone me acompañaron hasta la puerta; digo sus cejas mejor que sus ojos, porque ocupaban mucho más sitio en su rostro. Tenía exactamente la misma cara de antes, cuando en nuestro saloncito de Bloonderstone recitaba mis lecciones en su presencia. Con un poco de buena voluntad hubiera podido creer que el peso que me oprimía el corazón era todavía aquel abominable alfabeto con sus viñetas ovaladas, que yo comparaba en mi infancia a los cristales de los lentes.

Cuando llegué a la oficina oculté el rostro entre las manos, y allí, delante de mi pupitre, sentado en mi rincón, sin ver al viejo Tiffey ni a mis otros camaradas, me puse a reflexionar en el terremoto que acababa de tener lugar bajo mis pies; y en la amargura de mi alma maldecía a Jip, y estaba tan preocupado por Dora, que todavía me pregunto cómo no cogí el sombrero para dirigirme como un loco hacia Norwood. La idea de que la harían sufrir, de que la harían llorar y de que yo no estaba allí para consolarla se me hizo tan odiosa, que me puse a escribir una carta insensata a míster Spenlow, donde le suplicaba que no hiciera pesar sobre ella las consecuencias de mi cruel destino. Le suplicaba que evitara los sufrimientos a aquella dulce naturaleza; que no rompiera una flor tan frágil. En resumen, si no recuerdo mal, le hablaba como si en lugar de ser el padre de Dora fuera un ogro. La cerré y la coloqué encima de su pupitre antes de que volviera. Cuando entró, le vi por la puerta entreabierta de su despacho coger la carta y abrirla.

Aquella mañana no me habló de ella; pero por la tarde, antes de marcharse, me llamó y me dijo que no necesitaba preocuparme por la felicidad de su hija. Le había dicho sencillamente que era una tontería, y no pensaba volverle a hablar de ello. Se creía un padre indulgente (y tenía razón) y no tenía ninguna necesidad de preocuparme por aquello.

—Podría usted obligarme con su locura o su obstinación, míster Copperfield —añadió—, a alejar durante algún tiempo a mi hija de mi lado; pero tengo de usted mejor opinión. Espero que dentro de unos días sea más razonable. En cuanto a miss Murdstone (pues había hablado de ella en mi carta), respeto la vigilancia de esa señora y se la agradezco; pero le he recomendado expresamente que evite ese asunto. La única cosa que deseo, míster Copperfield, es no volver a ocuparme de él. Lo único que tiene usted que hacer es olvidarlo.

¡Lo único que tenía que hacer! En una carta que escribí a miss Mills subrayaba esta palabra con amargura. ¡Lo único que tenía que hacer, decía con sombrío sarcasmo, era olvidar a Dora! ¡Aquello era lo único! ¡Como si no fuera nada! Suplicaba a miss Mills que me recibiera aquella misma tarde. Si no podía consentirlo, le pedía que me recibiera a hurtadillas en la habitación de detrás, donde se planchaba. Le decía que mi razón peligraba y que ella era la única que podía hacerme volver en sí. Terminaba, en mi locura, por decirme suyo para siempre, con mi firma al final. Releyendo mi carta antes de confiársela a un muchacho, no pude por menos de encontrarle mucho parecido con el estilo de míster Micawber.

A pesar de todo, la envié. Y por la tarde me dirigí hacia casa de miss Mills y paseé en todos los sentidos la calle hasta que una criada vino a avisarme que la siguiera por un camino disimulado. Después he tenido razones para creer que no había ningún motivo para que no entrara por la puerta principal, y hasta para que me recibiera en el salón, si no fuera porque a miss Mills le gustaba todo lo que tenía aspecto de misterio.

Una vez en la antecocina, me abandoné a mi desesperación. Si había ido con la intención de ponerme en ridículo, estoy seguro de haberlo conseguido. Miss Mills había recibido de Dora cuatro letras escritas deprisa, donde le decía que todo se había descubierto. Añadía: «¡Oh, ven conmigo, Julia; te lo suplico!». Pero miss Mills no había podido todavía ir a verla, ante el temor de que su visita no fuera del gusto de las autoridades superiores; estábamos todos como viajeros perdidos en el desierto de Sahara.

Miss Mills tenía una prodigiosa volubilidad y se complacía en ella. Yo no podía por menos de darme cuenta, mientras mezclaba sus lágrimas con las mías, que nuestras aflicciones eran para ella una diversión. Las mimaba, si puedo decirlo así, para su propio bien. Me hacía observar que un abismo inmenso se acababa de abrir entre Dora y yo y que sólo el amor podía atravesarlo con su arco iris. El amor existía para sufrir en este bajo mundo; esto había sido siempre y continuaría siendo. «¡No importa —añadía—. Los corazones no se dejan encadenar largo tiempo por esas telas de araña; sabrán romperlas, y el amor será vengado!»

Todo esto no era muy consolador; pero miss Mills no quería animar esperanzas engañosas. Me dejó más desconsolado de lo que había ido, lo que no me impidió decirle (y, lo que es más fuerte, lo pensaba) que le estaba profundamente agradecido y que estaba convencido de que era verdaderamente nuestra amiga. Decidió que al día siguiente por la mañana iría a ver a Dora y que intentaría algún medio de asegurarle, fuera por una palabra o por una mirada, todo mi afecto y toda mi desesperación. Nos separamos destrozados de dolor. ¡Qué contenta debía de estar miss Mills!

Al llegar a casa de mi tía se lo conté todo, y a pesar de todo lo que me dijo me acosté desesperado, me levanté desesperado y salí desesperado.

Era sábado por la mañana; me dirigí inmediatamente a mi oficina, y me sorprendió mucho al llegar ver a los empleados de caja delante de la puerta y charlando entre sí. Algunos transeúntes miraban por las ventanas, que estaban todas cerradas. Yo avivé el paso y, sorprendido de lo que veía, entré presuroso.

Los empleados estaban en su puesto, pero nadie trabajaba. El viejo Tiffey estaba sentado, quizá por primera vez en su vida, en la silla de uno de sus colegas, y ni siquiera había colgado su sombrero.

—¡Qué horrible desgracia, míster Copperfield! —me dijo en el momento en que entraba.

—¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? —exclamé.

—¿No lo sabe usted? —exclamó Tiffey, y todo el mundo me rodeó.

—No —dije mirándolos a todos uno después de otro.

—Míster Spenlow… —dijo Tiffey.

—¿Y bien?

—¡Ha muerto!

Creí que la tierra se abría bajo mis pies; temblé; uno de los empleados me sostuvo en sus brazos. Me hicieron sentarme, desataron la corbata, me dieron un vaso de agua. No tengo idea del tiempo que duró todo aquello.

—¿Muerto? —repetí.

—Ayer comió en Londres y condujo él mismo el faetón —dijo Tiffey—. Había enviado al lacayo en la diligencia, como hacía algunas veces, ¿sabe usted?

—¿Y bien?

—El faetón llegó vacío. Los caballos se detuvieron a la puerta de la cuadra. El palafrenero acudió con una linterna. Y no había nadie en el coche.

—¿Es que se habían desbocado los caballos?

—No; no estaban calientes ni más fatigados que de costumbre. Las bridas estaban rotas y era evidente que se habían arrastrado por el suelo. Toda la casa se revolvió al momento; tres criados recorrieron el camino, y le encontraron a una milla de la casa.

—A más de una milla, míster Tiffey —insinuó un joven empleado.

—¿Cree usted? Quizá tenga usted razón —dijo Tiffey—, a más de una milla, no lejos de la iglesia. Estaba tendido boca abajo. Una parte de su cuerpo yacía en la carretera, y el resto en la cuneta. Nadie sabe si le ha dado un ataque que le ha hecho caer del coche, o si se ha bajado porque se sentía indispuesto; ni siquiera se sabe si estaba completamente muerto cuando le han encontrado; lo que es seguro es que estaba completamente insensible. Quizá respiraba todavía; pero no pronunció una sola palabra. Han acudido médicos en cuanto se ha podido; pero todo ha sido inútil.

¡Cómo describir mi estado de ánimo ante aquella noticia! Todo el mundo comprenderá mi turbación al enterarme de aquel suceso, y tan súbito, cuya víctima era precisamente el hombre con quien acababa de tener una discusión. Aquel vacío repentino que dejaba en su despacho, ocupado todavía la víspera, donde su silla y su mesa parecían esperarlo; aquellas líneas trazadas de su mano y dejadas encima del pupitre como últimas huellas del espectro desaparecido; la imposibilidad de separarlo en nuestro pensamiento del lugar en que estábamos, hasta el punto de que cuando la puerta se abría esperábamos verle entrar; el silencio triste y el vacío de las oficinas; la insaciable avidez de nuestras gentes para hablar, y la de las gentes de fuera, que no hacían más que entrar y salir todo el día para enterarse de nuevos detalles. ¡Qué espectáculo desolador! Pero lo que no sabré describir es cómo en los pliegues ocultos de mi corazón sentía una secreta envidia de la muerte; cómo le reprochaba el dejarme en segundo plano en los pensamientos de Dora; cómo el humor injusto y tiránico que me poseía me hacía celoso hasta de su pena; cómo sufría al pensar que otros la podrían consolar, que lloraría lejos de mí; en fin, cómo estaba dominado por un deseo avaro y egoísta de separarla del mundo entero en mi provecho, para ser yo solo todo para ella, en aquel momento tan mal escogido para no pensar más que en mí.

En la confusión de aquel estado de ánimo (espero no haber sido el único que lo ha sentido así y que otros podrán comprenderlo) fui aquella misma tarde a Norwood. Supe por un criado que miss Mills había llegado; le escribí una carta haciendo poner la dirección a mi tía. Deploraba de todo corazón la muerte tan inesperada de míster Spenlow, y al escribirla vertía lágrimas. Le suplicaba que dijera a Dora, si estaba en estado de oírla, que me había tratado con bondad, con una benevolencia infinita, y que el nombre de su hija lo había pronunciado con la mayor ternura, sin la sombra de un reproche. Sé que también aquello era puro egoísmo por mi parte. Era un medio de hacer llegar mi nombre a ella; pero yo trataba de convencerme de que era un acto de justicia hacia su memoria. Y quizá lo creía.

Mi tía recibió al día siguiente algunas líneas en respuesta; estaba dirigida a ella, pero la carta era para mí. Dora estaba agobiada de dolor, y cuando su amiga le había preguntado si seguía amándome, había exclamado llorando, pues lloraba sin interrupción: «¡Oh, mi querido papá, mi pobre papá!»; pero no había dicho que no, lo que me causó el mayor placer.

Míster Jorkins vino a las oficinas algunos días después. Había permanecido en Norwood desde el suceso. Tiffey y él estuvieron encerrados juntos durante algún tiempo; después Tiffey abrió la puerta y me hizo seña de que entrara.

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