David Copperfield (110 page)

Read David Copperfield Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
9.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Cuidó a mi Emily —prosiguió míster Peggotty, que había soltado mi mano y colocado la suya en su pecho oprimido—, cuidó a mi Emily con afán, y por ella corrió de un lado a otro hasta la tarde siguiente. Luego fue a buscarme, y luego a buscarle a usted, señorito Davy. No dijo a Emily para qué había salido, por temor a que le faltara valor y se escondiera. No sé cómo esa mujer cruel supo que estaba allí. Quizá el individuo de que tanto he hablado las vio entrar, o quizá (lo que me parece más probable) lo había sabido por aquella mujer Pero ¡qué importa, si he encontrado a mi sobrina!

»Toda la noche —continuó míster Peggotty— hemos estado juntos Emily y yo. No me ha dicho gran cosa, a causa de sus lágrimas; apenas si he podido ver la faz querida de la que ha crecido en mi hogar. Pero toda la noche he sentido sus brazos alrededor de mi cuello; su cabeza ha reposado en mi hombro, y ahora sabemos que podemos tener mutua y eterna confianza.

Cesó de hablar, y apoyó su mano en la mesa, con una energía capaz de dominar leones.

—Para mí fue como un rayo de luz, Trot —dijo mi tía secándose los ojos—, cuando pensé ser madrina de tu hermana Betsey Trotwood, la cual luego no me lo agradeció. Pero ahora ya nada me daría tanto gusto como ser la madrina del hijo de esa buena mujer.

Míster Peggotty asintió, comprendiendo los sentimientos de mi tía; pero no se atrevió a pronunciar de nuevo el nombre de quien mi tía hacía el elogio.

Nos quedamos todos silenciosos, absortos en nuestras reflexiones (mi tía secándose los ojos, y tan pronto sollozando convulsivamente como riéndose y llamándose loca), hasta que hablé yo.

—¿Ha tomado usted una decisión para el futuro, amigo mío? —le dije—. Aunque es una tontería preguntárselo.

—Sí, señorito Davy —contestó—, y se la he comunicado a Emily. Hay grandes países lejos de aquí. Nuestra vida futura está más allá del mar.

—Van a emigrar, tía —dije.

—Sí —dijo míster Peggotty, con una sonrisa, llena de esperanza—. En Australia nada podrán reprochar a mi querida niña, y allá empezaremos una vida nueva.

Le pregunté si había decidido la fecha de la marcha.

—He ido esta mañana temprano a los Docks —dijo para enterarme de la salida de barcos. Dentro de seis semanas o dos meses habrá uno; lo he visto esta mañana, he estado a bordo y tomaremos pasaje en él.

—¿Solos? —pregunté.

—¡Ah! ¡Ya ve usted, señorito Davy, mi hermana le quiere tanto a usted y a los suyos, que está acostumbrada a pensar únicamente en esta tierra! Por lo tanto, no me parecería bien hacerle ir, además tiene que cuidar de una persona a la que no debemos olvidar.

—¡Pobre Ham! —dije yo.

—Mi hermana, ya ve usted señora, cuida de su casa, y él la quiere mucho. —Míster Peggotty dio esta explicación para que se enterase mejor mi tía—. Le habla y está con ella con toda confianza. Delante de otra persona no sería capaz de despegar los labios. ¡Pobre chico! —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza—. Le quedaba tan poca cosa, que no es justo quitárselo.

—¿Y mistress Gudmige? —pregunté.

—¡Ah! —dijo míster Peggotty con una mirada perpleja, que se disipaba a medida que iba hablando—. Les diré a ustedes. Mistress Gudmige me ha dado mucho que pensar. Ya ven ustedes. Cuando mistress Gudmige se pone a pensar en sus antiguos recuerdos no hay quien pare a su lado, y no resulta una compañía agradable. Entre usted y yo, señorito Davy, y usted, señora, cuando mistress Gudmige se pone mañosa, la persona que no la haya conocido antes puede creer que es muy gruñona. Yo, como la conozco de siempre —dijo míster Peggotty— y sé todos sus méritos, por eso la comprendo; pero no le pasa lo mismo a todo el mundo, como es natural.

Mi tía y yo asentimos.

—Puede ser que mi hermana —dijo míster Peggotty—, no estoy seguro, pero puede ser que a veces encuentre a mistress Gudmige un tanto molesta; así, pues, no es mi intención que mistress Gudmige viva siempre con ellos, sino encontrarle un sitio donde se las arregle como pueda. Para cuyo fin —continuó míster Peggotty— tengo intención de dejarle antes de marcharme una pequeña renta que le permita vivir a su gusto. Es la más fiel de todas las mujeres. Naturalmente, no se puede esperar que a su edad, y estando tan sola y triste como lo está la pobre vieja, se embarque para venir a vivir entre bosques y salvajes de un nuevo y lejano país. Así es que eso es lo que pienso hacer con ella.

No se olvidaba de nadie y se acordaba de las necesidades y súplicas de todos, menos de las suyas.

—Emily se quedará conmigo —continuó—. A la pobre infeliz buena falta le hace reposo y descanso hasta que llegue el día del viaje. Trabajará en hacerse ropa, que le hace mucha falta, y espero que los disgustos que ha tenido le parecerán más lejanos de lo que son en realidad encontrándose al lado de su tío.

Mi tía confirmó aquella esperanza con un movimiento de cabeza, lo que causó gran satisfacción a míster Peggotty.

—Hay todavía una cosa, señorito Davy —dijo, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco y sacando gravemente de él un paquetito de papeles que había visto anteriormente y que desenrolló encima de la mesa—. He aquí estos billetes de banco (50 libras y 10 chelines). A estos quiero añadir el dinero que ella ha gastado. Le he preguntado a cuánto ascendía (sin decirle el porqué) y lo he sumado. No soy muy experto. ¿Quiere usted tener la bondad de decirme si está bien?

Me alargó humildemente un pedazo de papel, observándome mientras examinaba la suma. Estaba muy bien.

—Gracias —dijo al devolvérselo—. Este dinero, si no ve usted inconveniente, señorito Davy, lo pondré antes de marcharme en un sobre a la dirección de él, y todo ello a las señas de su madre. Se lo diré con las mismas palabras que a usted se lo he dicho, y como me habré marchado no podrá devolvérmelo.

Le dije que me parecía que hacía bien obrando de aquel modo, pues estaba plenamente convencido que así sería desde el momento en que a él le parecía justo.

—Le he dicho a usted antes que había una cosa más —prosiguió con sonrisa grave cuando hubo arreglado y guardado en su bolsillo el paquetito de papeles—; pero hay dos. No estaba muy seguro esta mañana, cuando he salido, si podría ir yo mismo a comunicarle a Ham todo lo sucedido. Así que le he escrito una carta mientras he estado fuera, y la he puesto en el correo, contándole cómo había pasado todo y diciéndole que iría a verle mañana para desahogar mi corazón de todas las cosas que no tenía necesidad de reservar, y que además así me despediría ya de Yarmouth.

—¿Y quiere usted que le acompañe? —dije yo, viendo que dejaba algo sin decir.

—¡Si pudiera usted hacerme ese favor, señorito Davy! —contestó—. Sé que el verle a usted le sentará muy bien.

Como mi pequeña Dora estaba de buen humor y deseaba que fuera, según me lo dijo al hablar después con ella, me preparé inmediatamente a acompañarle según su deseo. En consecuencia, a la mañana siguiente estábamos en la diligencia de Yarmouth y viajando otra vez a través de aquella vieja tierra.

Al cruzar por la noche las conocidas calles (míster Peggotty, a pesar de todas mis amonestaciones, se empeñaba en llevar mi maleta) eché una ojeada en la tienda de Omer y Joram, y vi allí a mi viejo amigo Omer fumando su pipa. Me molestaba estar presente en la primera entrevista de míster Peggotty con su hermana y Ham y me disculpé con míster Omer para quedarme rezagado.

—¿Cómo está usted, míster Omer, después de tanto tiempo? —dije al entrar.

Dispersó el humo de su pipa para verme mejor y pronto me reconoció, con sumo gusto.

—Me debía levantar para agradecer el honor de esta visita —dijo—; pero mis miembros están casi imposibilitados y tienen que arrastrarme en mi butaca. Excepto las piernas y la respiración, todo lo demás está de lo mejor; me agrada decirlo.

Le di la enhorabuena por su buen aspecto y su buen humor, y me fijé entonces en que su butacón tenía ruedas.

—Es una idea ingeniosa, ¿verdad? —dijo siguiendo la dirección de mi mirada y frotando la madera con el codo—. Rueda tan ligeramente como si fuera una pluma, y es tan segura como una diligencia. Mi pequeña Minnie (mi nieta, ya sabe usted, la hija de Minnie) se apoya contra el respaldo, le da un empujón, y así vamos más contentos y alegres que todas las cosas. Y además, ¿sabe usted?, es la silla más cómoda para fumar en pipa.

Nunca he visto una persona igual para acomodarse y divertirse con cualquier cosa como el viejo de míster Omer. Estaba tan radiante como si su sillón, su asma y sus piernas imposibilitadas fueran las diversas ramas de un gran invento para disfrutar más con su pipa.

—Le aseguro a usted que veo más gente, desde que estoy en esta silla, —dijo míster Omer— que la que veía antes. Se sorprendería usted de la cantidad de personas que vienen aquí a echar una parrafada. De verdad se asombraría. Y desde que ocupo esta silla encuentro que los periódicos traen diez veces más noticias que las que traían antes. En cuanto a la lectura en general, ¡no sabe usted todo lo que leo! Eso es lo que me conforta, ¿sabe usted? Si hubieran sido mis ojos, ¿qué hubiese hecho?… O si llegan a ser mis oídos, ¿qué habría sido de mí? Pero siendo las piernas, ¡qué importa! No servían nada más que para agitar mi respiración cuando las usaba. Y ahora, cuando quiero salir a la calle o quiero ir a la playa, no tengo más que llamar a Dick, el aprendiz más joven de casa de Joram, y voy en mi carruaje propio como un lord mayor de Londres.

Casi se ahogaba de risa.

—¡Dios mío! —dijo míster Omer volviendo a coger su pipa—. Hay que tomar las cosas como vienen; eso es lo que tenemos que hacer en esta vida. Joram está haciendo buenos negocios. ¡Excelentes negocios!

—Me alegra saberlo —dije.

—Estaba seguro —dijo Omer—, y Joram y Minnie siguen como dos tórtolos. ¡Qué más puede desear un hombre! Y ante todo esto ¡qué importan las piernas!

El profundo desprecio que le inspiraban sus piernas era una de las cosas más graciosas que vi jamás.

—Y mientras a mí me ha dado por leer, a usted le ha dado por escribir, ¿eh? —dijo míster Omer examinándome con admiración—. ¡Qué hermosa obra ha escrito usted! ¡Qué expresión hay en ella! ¡La he leído toda, sin saltarme ni una palabra! Y en cuanto a quedarme dormido, ¡nada de eso!

Expresé mi satisfacción riéndome; pero tengo que confesar que aquella asociación de ideas me pareció muy significativa.

—Le doy a usted mi palabra de honor —dijo míster Omer— de que cuando dejo el libro sobre la mesa y miro por fuera los tres tomos, uno, dos, tres, me siento muy orgulloso de pensar que tuve el honor de conocer íntimamente a su familia. Y, querido mío, ya hace tiempo de esto, ¿verdad? Allí, en Bloonderstone, donde hacíamos juntos tan bonitas excursiones. ¡Lo que son las cosas!

Cambié de asunto hablando de Emily. Después de asegurarle que no olvidaba cómo se había interesado siempre por ella, y con cuánta bondad la había tratado, le conté de una manera general cómo la habían vuelto a encontrar, con la ayuda de Martha, lo cual sabía que agradaría al viejo. Me escuchó con gran atención y dijo con sentimiento cuando hube terminado:

—Me alegro mucho. Es la mejor noticia que me han dado desde hace tiempo. ¡Ay Dios mío, Dios mío! ¿Y qué va a ser de esa buena de Martha?

—Toca usted un punto en el cual he estado pensando desde ayer —dije—, pero sobre el que no puedo darle todavía ninguna información, míster Omer. Míster Peggotty no ha hecho ninguna alusión, y me parece más delicado no preguntárselo. Estoy seguro de que no se le ha olvidado. No se le olvida nada que sea desinteresado y bueno.

—Porque, ¿sabe usted? —dijo míster Omer siguiendo el párrafo que había interrumpido—, me gustaría tomar parte en lo que se hiciera. Apúnteme para cualquier cosa que considere usted justa y avísemelo. Nunca se me ha ocurrido pensar que la chica fuera mala, y me alegro de ver que no me he equivocado. También se alegrará mi hija Minnie. Las mujeres jóvenes son a veces criaturas contradictorias en muchos casos (su madre era igual); pero sus corazones son buenos y tiernos. Eso se nota en Minnie cuando habla de Martha. ¿Por qué se comporta de esa manera al hablar de Martha? No pretendo demostrárselo; pero no es todo apariencia; al contrario, haría cualquier cosa en privado por serle útil. Así que no deje de escribirme para lo que usted crea justo; me hará usted ese favor, y envíeme una líneas para que sepa dónde debo dirigir mi dádiva. ¡Dios mío! —dijo Omer—. Cuando un hombre llega a esta edad en que los dos extremos de la vida se tocan; cuando se ve uno obligado, por muy robusto que haya sido, de hacerse transportar por una segunda mano en una especie de carrito, se considera uno dichoso, pudiendo ser útil a cualquiera. ¡Se tiene tanta necesidad de los demás! Y no hablo de mí mismo —dijo míster Omer—, porque pienso que todos bajamos la cuesta, sea cualquiera la edad que tengamos; el tiempo no se queda nunca impasible. Así que hagamos el bien y alegrémonos de ello. Ésta es mi opinión.

Sacudió la ceniza de su pipa en un recipiente dispuesto en el respaldo de su sillón.

—Ahí está el primo de Emily, el que debía haberse casado con ella —dijo míster Omer frotándose débilmente las manos—, el mejor chico de Yarmouth. Vendrá esta noche a charlar conmigo o a leerme durante una o dos horas. A eso llamo yo bondad, y toda su vida no es más que bondad.

—Voy a verle ahora —dije.

—¿Va usted? —dijo míster Omer—. Dígale que me encuentro bien y que le mando mis recuerdos. Minnie y Joram están en un baile. Estarían tan orgullosos como yo de verle a usted si estuvieran en casa. Minnie no sale casi nada, ya ve usted, a causa de su padre, como ella dice. Así es que juré hoy que si no se iba me acostaría a las seis. Por lo cual —dijo míster Omer, agitándose en su sillón a fuerza de reír por el éxito de su estratagema— ella y Joram están en el baile.

Le estreché la mano y le deseé las buenas noches.

—Un minuto —dijo míster Omer—. Si se marchara usted sin ver a mi pequeño elefante se perdería usted uno de los mejores espectáculos. ¡Nunca habrá visto nada parecido! ¡Minnie!

Una vocecita musical contestó desde arriba: «Voy, abuelo»; y una monísima chiquilla, con larga, sedosa y rizada cabellera, entró corriendo en la tienda.

—Éste es mi elefantito —dijo míster Omer acariciando a la niña—. Pura raza siamesa, caballero. ¡Vamos elefantito!

El elefantito dejó la puerta del gabinete abierta, de manera que pude ver que en aquellos últimos tiempos lo habían convertido en el dormitorio de míster Omer, pues ya no le podían subir con facilidad; después apoyó su linda frente y dejó caer sus hermosos rizos contra el respaldo del sillón de míster Omer.

Other books

The Golden Flask by DeFelice, Jim
Destiny Strikes by Flowers-Lee, Theresa
Fade by Robert Cormier
Possessions by Judith Michael
Hearts Beguiled by Penelope Williamson
Fragile Spirits by Mary Lindsey