Me veo envuelto en un misterio
Una mañana recibí por correo la siguiente carta, fechada en Canterbury, y que me habían dirigido a Doctors' Commons. La leí con sorpresa:
Muy señor mío y querido amigo:
Circunstancias que no han dependido de mi voluntad han enfriado desde hace tiempo una intimidad que siempre me ha causado las más dulces emociones. Todavía hoy, cuando me es posible en los raros instantes que me deja libre mi profesión, contemplo las escenas del pasado con los colores brillantes del prisma de la memoria y las considero con felicidad. Nunca me atrevería, mi querido amigo, ahora que su talento le ha elevado a un puesto tan distinguido, a dar a mi compañero de la juventud el nombre familiar de Copperfield. Me basta saber que ese nombre a que tengo el honor de hacer alusión quedará eternamente rodeado de afecto y estima en los archivos de nuestra casa (quiero hablar de los archivos concernientes a nuestros antiguos huéspedes, conservados cuidadosamente por mistress Micawber).
No me corresponde a mí, que por una serie de errores personales y una combinación fortuita de sucesos nefastos me encuentro en la situación de una barca que ha naufragado (si me está permitido emplear esta comparación náutica); no me corresponde a mí, repito, dirigirle cumplidos ni felicitaciones. Dejo este gusto a manos más puras y más dignas.
Si sus importantes ocupaciones (no me atrevo a esperarlo) le permiten recorrer estas líneas imperfectas, seguramente se preguntará usted con qué objeto escribo la presente carta. Permítame que le diga que comprendo toda la justeza de esa pregunta y que voy a demostrárselo, declarándole en primer lugar que no tiene nada que ver con asuntos económicos.
Sin aludir directamente al talento que yo pueda tener para dirigir el rayo o la llama vengadora contra quienquiera que sea, puedo permitirme observar de pasada que mis más brillantes esperanzas están destruidas, que mi paz está destrozada y que todas mis alegrías se han agotado; que mi corazón no sé dónde está, y que ya no puedo llevar la cabeza alta ante mis semejantes. La copa de amargura desborda, el gusano trabaja y pronto habrá roído a su víctima. Cuanto antes será mejor. Pero no quiero alejarme de mi asunto.
Estando en la más penosa situación de ánimo, demasiado desgraciado para que la influencia de mistress Micawber pueda dulcificar mi sufrimiento, aunque la ejerce en su triple calidad de mujer, de esposa y de madre, tengo la intención de huir durante unos instantes y emplear cuarenta y ocho horas en visitar, en la capital, los lugares que fueron teatro de mi alegría. Entre los puertos tranquilos en que he conocido la paz de mi alma, me dirigiré, naturalmente, a la prisión de King's Bench. Y habré conseguido el objeto de mi comunicación epistolar si le anuncio que estaré (D. m.) al lado exterior del muro de esta prisión pasado mañana a las siete de la tarde.
No me atrevo a pedir a mi antiguo amigo míster Copperfield, ni a mi antiguo amigo míster Thomas Traddles, si es que vive todavía, que se dignen venir a encontrarme para reanudar (en lo posible) nuestras relaciones de los buenos tiempos. Me limito a lanzar al viento esta indicación: la hora y el lugar antes dichos, donde podrán encontrarse los vestigios ruinosos que todavía quedan de una torre derrumbada.
WILKINS MICAWBER.
P. S. Quizá sea prudente añadir que no he dicho a mistress Micawber el secreto de mis intenciones.
Releí muchas veces aquella carta. A pesar de que recordaba el estilo pomposo de las composiciones de míster Micawber, y cómo le había gustado siempre escribir cartas interminables aprovechando todas las ocasiones posibles e imposibles, me parecía que debía de haber en el fondo de aquel galimatías algo de importancia. Dejé la carta para reflexionar; después la volví a leer, y estaba embebido en su tercera lectura cuando llegó Traddles.
—Querido —le dije—, ¡qué oportunidad la tuya viniendo! Vas a ayudarme con tu juicio reflexivo. He recibido, mi querido Traddles, la carta más extravagante de míster Micawber.
—¿De verdad? ¡Vamos! Pues yo he recibido una de mistress Micawber.
Y Traddles, sofocado por el camino, con los cabellos erizados como si acabara de encontrarse un aparecido, me tendió su carta y cogió la mía. Yo le miraba leer, y vi que sonreía al llegar a «lanzar el rayo o dirigir la llama vengadora».
—¡Dios mío, Copperfield! —exclamó.
Después me dediqué a la lectura de la epístola de mistress Micawber. Era esta:
Presento todos mis respetos a mistress Thomas Traddles, y si acaso guarda algún recuerdo de una persona que tuvo la felicidad de estar relacionada con él, me atrevo a pedirle que me consagre unos instantes. Le aseguro, míster Thomas Traddles, que no abusaría de su bondad si no estuviera a punto de perder la razón.
Es muy doloroso para mí el confesar que es la frialdad de míster Micawber para con su mujer y sus hijos (¡él, tan tierno siempre!) la que me obliga a dirigirme hoy a míster Traddles solicitando su ayuda. Míster Traddles no puede hacerse idea del cambio que se ha operado en la conducta de míster Micawber, de su extravagancia y de su violencia. Esto ha ido creciendo y ha llegado a ser una verdadera aberración. Puedo asegurar a míster Traddles que no pasa día sin que tenga que soportar algún paroxismo de ese género. Míster Traddles no necesitará que yo me extienda sobre mi dolor cuando le diga que oigo continuamente a míster Micawber afirmar que se ha vendido al diablo. El misterio y el secreto son desde hace mucho tiempo su carácter habitual, en lugar de su antigua e ilimitada confianza. A la más insignificante provocación; por ejemplo, si yo le pregunto: «¿Qué quieres comer?», me declara que va a pedir la separación de cuerpos y de bienes. Ayer por la tarde, porque le pidieron sus hijos dos peniques para caramelos de limón, amenazó con un cuchillo de ostras a los dos mellizos.
Suplico a míster Traddles que me perdone todos estos detalles, que únicamente pueden darle una muy ligera idea de mi horrible situación.
¿Puedo ahora confiar a míster Traddles el objeto de mi carta? ¿Me permite que me abandone a su amistad? ¡Oh, sí! Conozco muy bien su corazón.
Los ojos del afecto ven claro, sobre todo en nosotras las mujeres. Míster Micawber va a Londres. Aunque ha tratado de ocultarse, mientras escribía la dirección en la maleta oscura que ha conocido nuestros días dichosos, la mirada de águila de la ansiedad ha sabido leer la última sílaba: «dres». La diligencia para en La Cruz de Oro. ¿Puedo pedir a míster Traddles que haga por ver a mi esposo, que se extravía, y por atraerle al buen camino? ¿Puedo pedir a míster Traddles que ayude a una familia desesperada? ¡Oh, no! ¡Esto sería demasiado!
Si míster Copperfield, en su gloria, se acuerda todavía de una persona tan insignificante como yo, ¿querría míster Traddles transmitirle mis saludos y mis súplicas? En todo caso, le ruego que mire esta carta como exclusivamente particular y que no haga alusión a ella, bajo ningún pretexto, en presencia de míster Micawber.
Si míster Traddles se digna contestarme (lo que me parece muy poco probable) una carta dirigida a M. E., lista de Correos, Canterbury, tendrá bajo esta dirección consecuencias menos dolorosas, que bajo cualquier otra, para la que ha tenido el honor de ser con la más profunda desesperación.
Su muy respetuosa y suplicante amiga,
EMMA MICAWBER.
—¿Qué te parece esta carta? —me dijo Traddles mirándome.
—Y tú ¿qué piensas de la otra? —le dije, pues la leía con expresión ansiosa.
—Creo, Copperfield, que estas dos camas reunidas son más significativas de lo que son en general las epístolas de míster y de mistress Micawber; pero no acabo de comprender lo que quieren decir. No dudo de que las han escrito con la mejor fe del mundo. ¡Pobre mujer! —dijo mirando la carta de mistress Micawber, mientras comparábamos las dos misivas—. De todos modos, hay que tener compasión de ella y escribirle diciendo que no dejaremos de ver a míster Micawber.
Consentí con tanto gusto porque me reprochaba el haber considerado con demasiada ligereza la primera carta de aquella pobre mujer. Entonces me había hecho reflexionar; pero estaba preocupado con mis propios asuntos, conocía bien a los individuos y poco a poco había terminado por olvidarlos. El recuerdo de los Micawber me preocupaba a menudo; pero era sobre todo preguntándome cuáles serían los «compromisos pecuniarios» que estaban a punto de contraer en Canterbury, y para recordar la confusión con que míster Micawber me había recibido al poco tiempo de ser el empleado de Uriah Heep.
Escribí una carta consoladora a mistress Micawber, en nombre de los dos, y la firmamos también los dos. Salimos para echarla al correo, y en el camino nos dedicamos Traddles y yo a hacer una multitud de suposiciones que sería inútil repetir aquí. Pedimos consejo a mi tía; pero el único resultado positivo de la charla fue que no dejaríamos de ir a la cita fijada por míster Micawber.
En efecto, llegamos al lugar convenido con un cuarto de hora de anticipación; míster Micawber estaba ya allí. Estaba de pie, con los brazos cruzados y apoyado en la pared; miraba de un modo sentimental las puntas de hierro que coronaban la tapia, como si fueran las ramas enlazadas de los árboles que le habían abrigado los días de su juventud.
Cuando estuvimos a su lado nos pareció menos suelto y elegante que en el pasado. Aquel día no se había puesto el traje negro; llevaba su antigua chaqueta y su pantalón ceñido; pero ya no lo llevaba con la misma gracia de entonces.
A medida que hablábamos recobraba algo de sus antiguos modales; pero su lente no pendía con la misma elegancia, y el cuello de su camisa estaba menos cuidado.
—Caballeros —dijo míster Micawber cuando cambiamos los primeros saludos—, son ustedes verdaderos amigos, los amigos de la adversidad. Permítanme que les pida algunos detalles sobre la salud física de mistress Copperfield, «in esse», y de mistress Traddles, «in posse»; suponiendo que míster Traddles no se haya unido todavía a la razón de su cariño para compartir el bien y el mal de la casa.
Le contestamos como era de esperar. Después, señalándonos con el dedo la pared, había ya empezado a componer su discurso con «Les aseguro, caballeros…», cuando me atreví a oponerme a que nos tratara con tanta ceremonia, y a rogarle que nos considerara como antiguos amigos.
—Mi querido Copperfield —repuso estrechándome la mano—, su cordialidad me aturde. Recibiendo con tanta bondad este fragmento ruinoso de un templo al que antes se consideraba como hombre, si puedo expresarme así, da usted pruebas de sentimientos que honran nuestra común naturaleza. Estaba a punto de decir que volvía a ver hoy el lugar tranquilo donde han transcurrido algunos de los años más bellos de mi existencia.
—Gracias a mistress Micawber, estoy convencido —contesté—. ¿Y cómo sigue?
—Gracias —repuso míster Micawber, cuyo rostro se había ensombrecido—; está regular. Vea usted —continuó míster Micawber, inclinando la cabeza—, vea usted el King's Bench, el lugar donde por primera vez durante muchos años la dolorosa carga de compromisos pecuniarios no ha sido proclamada cada día por voces inoportunas que se negasen a dejarme salir; donde no había a la puerta aldaba que permitiera a los acreedores llamar; donde no exigían ningún servicio personal, y donde aquellos que os detenían en la prisión tenían que esperar en la puerta. Caballeros —dijo míster Micawber—, cuando la sombra de esos picos de hierro que adornan el muro de ladrillo llegaba a reflejarse en la arena de la pared, he visto a mis hijos jugar, siguiendo con sus pies el laberinto complicado del suelo, tratando de evitar los puntos negros. Todas las piedras de este edificio me son familiares. Si no puedo ocultarles mi debilidad, dispénsenme.
—Todos hemos hecho carrera en el mundo desde aquellos tiempos, míster Micawber —le dije.
—Míster Copperfield —me respondió con amargura—, cuando yo habitaba este retiro podía mirar de frente a mis prójimos y podía destruirlos si llegaban a ofenderme. Ya no estoy a ese nivel de igualdad con mis semejantes.
Míster Micawber se alejó con abatimiento, y cogiendo el brazo de Traddles por un lado, mientras con el otro se apoyaba en el mío, continuó así:
—Hay en el camino que lleva a la tumba límites que nunca se querría haber franqueado, si no se pensara que semejante deseo era impío. Eso es para mí el King's Bench en mi vida abigarrada.
—Está usted muy triste, míster Micawber —dijo Traddles.
—Sí, señor —respondió míster Micawber.
—Espero que no sea porque se haya asqueado usted del Derecho, pues yo soy abogado, como usted sabe.
Míster Micawber no contestó una palabra.
—¿Cómo está nuestro amigo Heep, míster Micawber? —le pregunté, después de un momento de silencio.
—Mi querido Copperfield —respondió míster Micawber, que en el primer momento pareció presa de una violenta emoción, y después se puso muy pálido—, si llama usted su amigo al que me emplea, lo siento; si le llama usted mi amigo, le contestaré con una risa sardónica. Sea cual fuere el nombre que usted dé a ese caballero, le pido permiso para responderle sencillamente que, cualquiera que sea su estado de salud, parece una zorra, por no decir un diablo. Me permitirá usted que no me extienda más, como individuo, sobre un asunto que como hombre público me ha arrastrado casi al borde del abismo.
Le expresé mi sentimiento por haber abordado inocentemente un tema de conversación que parecía conmoverle tan vivamente.
—¿Puedo preguntarle, sin correr el mismo peligro, cómo están mis queridos amigos míster y miss Wickfield?
—Miss Wickfield —dijo míster Micawber, y su rostro enrojeció violentamente—, miss Wickfield es lo que ha sido siempre: un modelo, un ejemplo deslumbrante. Mi querido Copperfield, es la única estrella que brilla en medio de una noche profunda. Mi respeto por esa señorita, mi admiración por su virtud, mi cariño a su persona… tanta bondad, tanta ternura, tanta fidelidad… ¡Llévenme a un sitio solitario —dijo al fin—, porque no soy dueño de mí!
Le condujimos a una estrecha callejuela, se apoyó contra la pared y sacó su pañuelo. Si yo le miraba con la seriedad que Traddles, nuestra compañía no era lo más apropiado para devolverle el valor.
—Estoy condenado —dijo míster Micawber sollozando, pero sin olvidar al sollozar algo de su elegancia pasada—, estoy condenado, caballeros, a sufrir, a causa de todos los Buenos sentimientos que encierra la naturaleza humana. El homenaje que acabo de hacer a miss Wickfield me traspasa el corazón. Más vale que me dejen vagar por el mundo; les repito que los gusanos no tardarán en arreglar cuentas conmigo.